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         20 de julio, 2013


         Siempre he sentido la necesidad imperiosa de rellenar los huecos en blanco. Lo hice desde que tengo recuerdos con los lienzos y ahora me esforzaré por cumplir de nuevo con el papel, mi viejo amigo. Aunque solo sea por eso; por la necesidad de rellenar los huecos.

         Llevo una semana aquí y apenas he empezado a abrir cajas. Ha querido la suerte que encontrase el diario en una de las primeras, puesto que tenía completamente olvidada la tarea que Daniel me encomendó. Daniel, cómo profesional de la psiquiatría -y gran amigo de los dos- me sugirió que escribiese en él todo lo que se me ocurriese. Que tal vez leyéndolo después llegue a comprenderme mejor, o incluso sea capaz de canalizar ciertas cosas.
         Así le gusta llamarlas: ciertas cosas. Yo prefiero verlo como los posos que quedan en el tamiz de la mente. Aquellos sedimentos que soy incapaz de filtrar porque, ya lo decía mi madre, a mí no me funcionan los filtros. Quizá tuviese razón, o quizá todos tengamos posos en el tamiz. Puede que los míos solo sean algo más oscuros que los de los demás.
         Pensaba que me resultaría más difícil pero nada más empezar ya estoy divagando, así que supongo que, en realidad, no es para tanto. Divagar está dentro de los límites de lo permitido. Divagar parece ser un estado óptimo para cumplir con el propósito de purgar. Purgar: una de mis palabras preferidas ahora mismo.

         Pensaba que me resultaría más difícil en todos los sentidos. Pasar de las comodidades de la ciudad a vivir en el campo, sin televisión, sin conexión a internet, sin cobertura en el interior de la vieja casona. Nunca me hubiese imaginado viviendo aquí, el lugar dónde nació mi abuelo y dónde murió mi abuela. Él en la habitación contigua, si la memoria no me falla, y ella aquí mismo, en la cama sobre la que estoy tumbada mientras escribo. En esta casa la vida y la muerte coexisten a una pared de distancia. La casa en la que pasé todos los veranos de mi infancia, y algunos otros después. En este pueblo perdido que no aparece en los mapas, dónde la vivienda habitada más próxima está a un paseo de diez minutos por una senda que ahora, en verano, queda semioculta por las hiervas altas. Pero necesitaba un cambio drástico, desconectar de todo, dejar de toparme con gente que me conoce cuando salgo a la compra. Gente que siempre tiene que hacerme la fatídica pregunta de rigor: "¿Qué tal estás?" Si tuviese un arma de fuego en casa vendría acompañada de una lucha diaria para no volarme los sesos, señores. Así estoy. La simplicidad de las armas de fuego: una vez aprietas el gatillo, la bala ya no vuelve a la recámara. Ya no hay marcha atrás ni arrepentimiento. Aquí ya no tengo que forzar la sonrisa porque no hay nadie que necesite verla. Todo bien, todo controlado, circulen, aquí ya no hay nada que ver.

         A lo largo de la semana han venido a instalar cosas básicas, como una nevera y un arcón para congelar, muy útil si necesito hacer la compra para todo el mes. Está en mis planes salir del pueblo lo menos posible, especialmente si hablamos de la tediosa tarea de comprar víveres que luego no me apetecerá comer. También ha venido alguien a inspeccionar las ventanas que no ajustan bien. Eso no es un problema ahora pero si aguanto hasta el invierno, la cosa cambiará convirtiéndose en el tema principal. Antes de llegar arreglaron el tejado, que era un colador, y cambiaron algunas de las vigas de madera que se habían podrido por la humedad. Es posible que en algunos momentos del día desee la muerte, pero no me gustaría que una viga enorme me aplastase la cabeza de sopetón.
         Carlos ha venido estos dos fines de semana y me ayudó con la limpieza que, de momento, parece consistir en eliminar las telas de araña de todos los rincones. Hay habitaciones a las que aún no he entrado, incluido el desván. Es allí donde quiero subir las cajas mientras me decido a desempaquetarlas y después, tal vez, lo utilice como estudio. Desde esa ventana se veía la iglesia del padre Andrés, uno de los primeros cuadros que pinté. Me da miedo volver al desván, que no esté como lo recuerdo porque nunca haya sido así realmente, o porque el tiempo se lo haya llevado. Por las noches la madera cruje de esa forma inquietante en que lo hacen las cosas viejas. Escucho los chasquidos en la oscuridad, como si el fuego la estuviese consumiendo. A veces me despierto de madrugada por la fuerza de la costumbre, pero ya no te veo a los pies de la cama porque ya no estoy en casa. A Carlos no le gusta este lugar, ni siquiera le gusta el campo. Cuando es él el que se despierta en medio de la noche, desorientado, es incapaz de comprender que yo pueda conciliar el sueño estando a solas. Ya no recuerda que era allí, en casa, dónde yo era incapaz de conciliar el sueño sin ayuda del diazepam. Nunca lo diría en voz alta pero, una de las muchas ventajas del cambio es la posibilidad de estar a solas. Estar lejos de él y de esa mirada preocupada que conozco tan bien, porque es la única que lleva puesta cuando estamos juntos durante estos dos últimos años. Lejos de su interés egoísta por mi delicada salud mental, que lo arrastra inexorablemente hacia zonas muertas a las que no quiere volver. Carlos protestó sin ganas cuando le expliqué lo que iba a hacer, y aunque predije su reacción con total exactitud, no dejó de dolerme cuando llegó la hora y me dio su beneplácito, la boca torcida en un ictus rígido que trataba de ocultar su alivio. No tardará en poner excusas para no venir todos los fines de semana, y yo no tardaré en agradecerlo. Creo, de hecho, que ya lo hago de antemano esperándolo. Daniel, en cambio, se negó en redondo. Incluso me ofreció la posibilidad de irme con él a Madrid, si era un cambio drástico lo que necesitaba. Pero dudo mucho que sea precisamente esa clase de cambio el que me conviene ahora mismo… y al final él también se dio cuenta. No puedo ser muy dura con Carlos, puesto que ha sido con él con quien he vivido este tiempo muerto y los quince años anteriores, y es a él al que he estado a punto de enloquecer en numerosas ocasiones. Reprocharle que quiera perderme de vista después de atravesar un infierno no es justo y, en honor a la verdad, como pareja he dejado mucho que desear en todos los sentidos. Releeré este párrafo cuando sienta la necesidad imperiosa de tenerlo delante para romperle algo en la cabeza. Puede que ayude.

         Aquí el tiempo transcurre de otra manera. Simplemente va cayendo como una gruesa capa de alquitrán. Y yo quito telarañas que parecen volver a formase al instante. Y miro por la ventana. Y pienso en ti. Ya no te veo a los pies de la cama, y te echo tanto de menos… Y miro por la ventana. Y a veces paso así las horas, pero no hay nadie que me diga que pasar así las horas no es normal, aunque ya nadie que me conozca se aventuraría a utilizar esa palabra.
         Normal.
         Hace dos años que no soy normal y ya no recuerdo lo que significa. Todo me sabe a ceniza. Y te echo tanto de menos…


         Los días de los pájaros se han ido,
         antes me comía el mundo que olía a verano

         Ahora, solo me queda llorarlo