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         23 de julio, 2013


         Dios es amor, es tu amigo especial. Dios está en todas partes, viendo lo que haces, y llora si te portas mal, hija mía.
         Durante mi infancia no había palabras que consiguieran aterrorizarme más que aquellas. Y supongo que fui una niña que hizo llorar a Dios con más frecuencia de la recomendable. De adulta, solo fui a peor.

         Dios es para mí la colonia rancia de la hermana María, los pellizcos en la oscuridad a la hora de la siesta. La vara, la vara, la vara. Recitar el credo y el padre nuestro de carrerilla. La vara. El olor a orina en el refectorio mezclado con el de la leche agria, el terror al confesionario y al hombre que me aguardaba al otro lado de la celosía, oculto en la penumbra. El mismo que me obligaba a rezar de espaldas, con los ojos cerrados y las manos muy juntas, mientras sus dedos rechonchos exploraban bajo mi falda de cuadros. Dios es decepción, humillación y dolor. La ominosa y terrible presencia que planeaba constantemente sobre mi cabeza como una sombra, luciendo esa falsa media sonrisa rígida y complaciente de las pinturas renacentistas. La ominosa y terrible presencia que me acompañó durante las largas tardes de lluvia y deprecaciones. Dios es cualquier cosa excepto amor.
         «Que tú no creas en él, no significa que él no crea en ti», decía mi abuela con el énfasis propio de las devotas de su edad. Imagino que estaba en lo cierto, como siempre, y que ahora sufro lo que podría considerarse como Justicia Divina.

         Ayer vino a verme el padre Andrés. Es curioso esto de los recuerdos; en mi mente ha sido siempre un hombre mayor y, sin embargo, hoy en día no aparenta los sesenta. Debía estar en la veintena cuando yo recorría estos campos durante mis vacaciones de las monjitas, ayudando a mi abuela a terminar con unos bichos que devoraban las patatas mucho más deprisa que nosotras.
         —Me imaginé que vendrías cuando vi que arreglaban el tejado —me dijo con una sonrisa sincera.
         —¿Y cómo es eso, páter? —le pregunté sorprendida, tanto por su aspecto juvenil como por la confianza que destilaba.
         —Isabel nos contó lo tuyo. Lo lamento de verdad —añadió tras una breve pausa.
         —¿Isabel?
         —Isabel, la de la casa alta.
         Isabel, la de la casa alta; esa mujer ya era vieja cuando yo era una niña. Y digo vieja de verdad, sin las malas pasadas propias de recuerdos infantiles. Era aproximadamente de la edad de mi abuela, lo que significa que, en la actualidad, pasa de los noventa. Una mujer sombría y taciturna, poco propensa a la conversación. Me sorprende que se haya enterado de lo mío, y mucho más que haya ejercido el papel de chismosa.
         —Pensaba que habría muerto hace tiempo —dije tal cual, sin un ápice de consideración por el carcamal.
         —Qué va, sigue dando guerra. Es mi única feligresa fija —repuso con cierto orgullo—. ¿Te veré este domingo en la misa, chiquilla?
         —No lo creo, páter.
         —De niña acudías con tu abuela…
         —Es verdad, pero ya no soy una niña y mi abuela está muerta.
         Me retiré con cierta elegancia -o eso me pareció-, dejándolo atónito en la puerta que cerré sin volverme a mirar atrás. Me deslicé por ella al otro lado hasta quedar sentada en el suelo, intentando recomponerme. No esperaba tener visitas, pero claro, eso era esperar demasiado. Hay algo que le agradecí enormemente: no me preguntó que qué tal estaba.
         Odio que me llame chiquilla con ése tono paternalista, pero lo que más me repatea es que el padre Andrés me cae bien.

         Trato de hacer memoria sobre las tétricas historias que escuchaba por las noches, cuando mi abuela y los demás pensaban que me había dormido. No era así; me encantaba oírlos hablando en susurros frente al hogar, sentados en las cadieras de madera, mientras sus viejas manos, que siempre olían a ajo, me acariciaban el pelo. Todo eran historias siniestras de finales horribles, especialmente la de la familia de Isabel, la de la casa alta. Su hermana murió siendo un bebé. Se estremeció en los brazos de su madre, que la acunaba mientras volvía de llevarles la comida a los labradores, y al llegar a casa había expirado. Aquella pobre mujer y Vitoriana, mi bisabuela, eran amigas además de vecinas. Vitoriana también había perdido a un hijo por culpa de unas fiebres poco antes y, cuando su hija murió, la madre de Isabel fue a ver a Vitoriana. «¡Vitoria, a mí me han vuelto loca, pero a ti no pueden!», había gritado en la calle, según se decía. Según se decía, la mujer estaba espirituada. Dos días más tarde se ahorcó en su granero, dejando a Isabel sola con su padre.
         Como ves, este es un pueblo de arraigadas tradiciones, especialmente en lo que a defunciones infantiles se refiere. Es el destino lo que me ha traído de vuelta. El destino y la Justicia Divina.
         Alguien a quien apreciaba me dijo una vez que los curas son como los buitres, siempre rondando la muerte. El padre Andrés tiene mucho que rondar en este maldito pueblo.

         Ayer fue tu cumpleaños y te eché de menos mucho más de lo habitual. También eché de menos las pastillas, por primera vez desde que estoy aquí, y tentada estuve de ir a pedirle al cureta el vino de la sacristía. Me siento quebrantado el espíritu. Desgastada, como una zapatilla vieja que se ha quedado sin pareja y ya no sirve para nada. Rota.
         «A mí me han vuelto loca, pero a ti no pueden»
         Esta noche regresaron las pesadillas junto a mi oscuro malestar. Cortaba carne con las tijeras; chas, chas, chas. Me cortaba la mano y la observaba sangrar. Lejos de detenerme, seguía cortando. Me gusta el sonido que hacen las tijeras sobre la carne; chas, chas, chas. Quería parar. No quería parar. El sonido… El sonido que hacen las tijeras sobre la carne. Había dolor, pero era un dolor físico, mucho más llevadero que el otro, el que me supone tu ausencia. Y el delicioso sonido de las tijeras sobre la carne lo arrastraba lejos, mucho más allá de todo. Y del pincel de mi mano mutilada pintaba un lienzo. Con mi sangre pintaba un lienzo dónde contemplar tu rostro. Sangre de mi sangre.
         «A mí me han vuelto loca, pero a ti no pueden»

         Tengo que limpiar ese desván. Oh, joder…