Capítulo 10




Sólo para ti





         “¿Y no sabes tú que eres una Eva? Tú eres la puerta del demonio, eres la que quebró el sello de aquel árbol prohibido, eres la primera desertora de la ley divina.”
-Anónimo-




         A veces para mantener el control sobre alguien, hay que darle rienda suelta.

         Colgaba desnuda y atada por las manos de un gancho en el centro de las antiguas caballerizas. Un lugar frío y lúgubre, carente de vida desde hacía mucho tiempo. Y también el lugar predilecto del señor de aquella casa. Del verdadero señor, no del sumerio que la habitaba ahora. Marduk la había elevado hasta quedar a su misma altura, una diferencia considerable teniendo en cuenta el tamaño de ambos... Temblaba de la cabeza a los pies como una hoja. Una que el viento arrastraría en cualquier momento llevándosela lejos, obligada a desaparecer. Temblaba de terror. Un terror visceral que sus ojos debían reflejar y que Hylissa solo había visto en los caballos antes de que él los montase. Él, el señor de aquella casa. Y no era ese el mejor momento para recordarlo.

         Marduk la había desnudado personalmente antes de atarla, sin mirarla a penas a los ojos. O puede que fuese ella la que no lo mirase a él. Estaba tan nerviosa que no hubiese sabido decirlo... Hacía mucho tiempo que no sentía pudor, pero aquel momento le resultaba desagradable y tenía una necesidad imperiosa de cubrirse con lo que fuese. Los ojos negros del sumerio siempre parecían atravesarla hasta los huesos, y ahora... Había sido delicado, sin tocarla más de la cuenta, algo que la sorprendió. No esperaba nada delicado en él. También se había tomado su tiempo. La posición era incómoda, la soga le apretaba las muñecas y le dolían los hombros, pero el miedo irracional a lo que estaba a punto de suceder podía con todo lo demás. Él seguía vestido, algo que no la tranquilizaba ni lo más mínimo, porque al menos ese tipo de contacto o sentimiento sí podía manejarlo. 
         Lo sintió aproximarse por detrás. Le colocó esas enormes manos en los costados y ella se estremeció involuntariamente; nunca, en todos estos años, habían estado tan cerca el uno del otro... Apoyó la frente entre sus omoplatos, y sintió el roce de la barba en su piel. Marduk suspiró profundamente... Tan iguales y tan diferentes, pensó.
         —Hylissa... —dijo su nombre arrastrándolo, con una voz profunda, ronca de deseo. Una voz que no había escuchado jamás. Emesh nunca la había llamado por su nombre; escucharlo de labios de su hermano era... doloroso—. Hylissa...
         Hizo presión con las manos y estas reptaron hacia arriba, atrapándole los pechos, cubriéndolos completamente.
         —Voy a hacerte daño porque es lo que él espera, pero también… porque yo lo deseo. Quiero que lo sepas, Hylissa...
         Y su voz arañaba el aire.

         Había escogido el cuchillo. Era un instrumento íntimo que le daba la cercanía que necesitaba en aquel momento. Sintió el frío del metal en la base de la nuca y cerró los ojos.
         —Durante todo este tiempo te he escuchado con él... —empezó diciendo, mientras el filo descendía acompañando a sus palabras—. Cuándo te tocaba... Esperando a veces al otro lado de la puerta...
         Ella se tensó a causa del dolor. Un corte superficial y la sangre comenzó a resbalar por la espalda.
         —A ti te gustaba... —su voz tenía una cadencia profunda, con el mismo acento melodioso de su hermano—. Deseabas su contacto, y aunque lo conocías todo de él... deseabas que te tocase...
         Apoyó la mejilla en su espalda y la acarició allí dónde la había cortado.
         —Te ha entregado a mí sin dudar, sabiendo que haría contigo lo que quisiese... —volvió a sentir la hoja, esta vez en su costado, y aguantó la respiración—. Y no le importa...
         Hundió la hoja varios centímetros, obligándola a soltar el aire de golpe, ahogando un grito. No quería gritar... La cuerda de las muñecas se tensó al mismo tiempo que ella lo hacía también, mordiéndole la carne.
         —Y ahora, Hylissa... —la acariciaba de nuevo, aún sin sacar el cuchillo de la herida— Eres mía...
         Lo retorció en su interior y ella gimió apretando los dientes. No quería gritar...


* * *

         Le dolían los hombros de sujetar el peso del cuerpo y se había dislocado uno durante un fuerte espasmo. El dolor estaba por todas partes, invadiéndola con cada respiración que daba. Hacía horas que no sentía las manos, y la sangre había formado un charco bajo ella. En algunos momentos en los que estaba más lúcida, la oía gotear. Todo le olía a sangre, ese olor metálico que conocía tan bien. Bajaba incrustándose en la faringe, obligándola a saborearlo. Ese sabor metálico que conocía tan bien.
         Marduk le había proporcionado una nueva dimensión del dolor, completamente desconocida hasta entonces. Y había que tener en cuenta que el dolor y ella no eran dos extraños, precisamente. No había ira en su trato. Contrariamente a lo que le habían dicho sus ojos durante todo aquel tiempo, no había ira en él cuando la tocaba. Era casi delicado, como cuando la desnudó. También era concienzudo; trabajando cada terminación nerviosa, cada punto sensible... Lo hacía con firmeza y seguridad, como si su cuerpo fuese algún mapa que hubiese aprendido de memoria con el paso de los años. Como si lo hubiese imaginado todo día tras día. Cada gesto, cada palabra... Sólo para ella. Sus manos se movían ávidas, tras la lucha interna por postergar el momento, demorándose... Tomándose su tiempo. Oh, dioses, y se lo había tomado.
         Se lo había tomado…
         Para entonces, no quedaba ya ni un centímetro de su piel que él no hubiese explorado a conciencia con el filo de la hoja y con las yemas de sus dedos. Acariciándola, cortándola, llevándola hasta el borde del abismo... Y cuándo pensaba que no lo soportaría más, que todo estaba a punto de terminar… él la traía de vuelta de nuevo, con la dureza de una barra de hierro.
         Marduk había resultado ser un anfitrión elocuente.
         Marduk... Él le había hablado de Prometeo. Prometeo, que llevó el fuego a la humanidad y fue castigado por Zeus a ser encadenado para que un águila le devorase el hígado cada noche. Prometeo, atado a su inmortalidad, mientras el hígado volvía a crecerle cada día sólo para volver a ser devorado la noche siguiente. Y viéndose allí, colgada de aquel gancho en los viejos establos, era ésa una perspectiva que la había aterrado hasta lo más profundo. Nunca, en toda su larga vida, había pasado tanto miedo como cuando él la devolvía a la vida...
         Temblaba de la cabeza a los pies de frío y le castañeteaban los dientes. Hacía rato que el calor la había abandonado por completo y a veces se entretenía tratando de recordar cómo era. Cómo era no sentir frío.
         Se estaba desangrando. 

         Mentiría si dijese que, de todas las posibles formas de morir, no se había parado a pensar en esta. Morir sufriendo una terrible agonía, sufriendo hasta que fuese plenamente consciente de lo que acarrea la traición. O hasta que Emesh considerase que era plenamente consciente de lo que acarrea la traición; pueden ser dos cosas parecidas, pero totalmente distintas. Mentiría si dijese que había albergado alguna esperanza, porque para algunas personas la esperanza solo es eso que siempre pasa de largo.
         No quería gritar, y sin embargo al final... Al final había gritado. Se había mordido el brazo intentando no hacerlo, pero había sido inútil. Al final había gritado. Y ahora tenía la garganta tan seca que ya ni eso le quedaba. Sólo esperar que él se cansase. Pero Marduk nunca se cansaba... 
         Uno no se cansa de algo que ha deseado desesperadamente durante tanto tiempo...