Capítulo 3




Vínculos




         La nueva presencia la había pillado totalmente desprevenida. La sentía a través del fuerte vínculo que la unía a Emesh; el vínculo de los brazaletes. Palpitaba en un segundo plano, lejana como la de Marduk. Suave como el roce de una pluma, latiendo delicadamente de forma lineal y débil desde algún punto impreciso de la casa. Una presencia desconocida para ella. Emesh había regresado, y no lo había hecho solo.

         El sonido rítmico de los tacones contra el suelo de madera conseguía de algún modo tranquilizarla. Caminaba por el largo pasillo hasta llegar al extremo y daba la vuelta. Una y otra vez. Llevaba puesto uno de los minúsculos vestidos que él había escogido. No era su estilo en absoluto, pero eso no importaba. A fin de cuentas, vivía para cumplir su voluntad. Sospechaba que Emesh elegía su ropa únicamente con el ánimo de de darle a entender quien estaba al mando. Ella detestaba aquellos vestidos y por eso debía llevarlos. Uno de sus pequeños pulsos de poder.
         Había salido dejándola a solas con su hermano tres semanas, y hoy… Hoy, aquello que había ido a hacer había dado sus frutos. Durante un buen rato, y para su sorpresa, él había dejado caer las barreras. Estaba lejos y pudo sentir con claridad su expectación y el ansia de la lucha en su interior. Después, la adrenalina recorriéndole -recorriéndola-, sorpresa, frustración, dolor, triunfo… Satisfacción. Y bajo todo eso una rabia ciega que lo invadía. La sintió de una forma salvaje y visceral; la rabia de verse sujeto a alguien; la rabia de tener que pagar por la libertad. Y ella casi sintió lástima por el hombre que había llegado a la casa para tratar con el sumerio, puesto que él no podía percibir aquellos sentimientos. Estaba casi segura de que, de poder, hubiese salido corriendo para no regresar jamás. Miró sus brazaletes con pesar. Sí, entendía bien esa rabia…
         Ella lo conocía muy bien, probablemente era la persona que mejor lo conocía después de su propio hermano. Es posible que se escondiese de ella, pero lo conocía. Emesh le había prohibido mirarle a los ojos para ocultarle lo que había realmente en su interior. No quería que le tuviese miedo. Había vislumbrado algo de eso el primer día, antes de que la hiciese suya. Suya en todos los sentidos… Fue leve y pasajero, como una sombra que acechaba tras los párpados. Y eso bastó para que la oscuridad que vio en él la acompañase durante todo éste tiempo. De haber podido ver la clase de hombre que era, seguramente, hubiese perdido el juicio hace mucho.
         Recorrió el pasillo hasta el extremo de la escalera de caracol y se asomó a la barandilla. Marduk estaba allí, observándola, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se lo veía enorme en contraste con los delicados muebles del salón; su rostro pétreo y sus ojos hambrientos, como de costumbre. También él sentía a su hermano, puesto que estaban unidos a sangre y fuego, y aún más allá, y estaba colérico. No parecía disfrutar de la nueva unión… Su boca, siempre torcida en aquella mueca cruel, estaba ahora tensa en un ictus de impaciencia. Sus oscuros ojos, llenos de desprecio, se le clavaban a la carne como enormes anzuelos que la despedazaban. Ahora ya sabía que aquella mirada iba mucho más allá de alguien en concreto -de ella-. La dirigía a cualquiera que se atreviese a sostenérsela, incluido a su hermano. Especialmente a su hermano. Marduk, inmenso y vacío, era como una bola de demolición dispuesta a aplastar. Emesh, la cadena que la sujetaba. Y lo cierto es que era una cadena firme y resistente, pero no irrompible... Se llevó las manos al pecho cubriéndose. Se sentía desnuda siempre que él la observaba de aquella forma invasiva. El enorme sumerio siempre parecía concentrado en delinearla con la mente, la devoraba con la vista en cuanto sus caminos se cruzaban. Y de poder escoger, hubiese escogido el desprecio por encima de aquellas continuas muestras de interés. Nunca había pasado tanto tiempo a solas con Marduk, quedarse con él la había llenado de una fría inquietud y escasamente había salido de su habitación durante aquellas largas semanas. Largas y silenciosas, puesto que Marduk jamás pronunciaba ni una sola palabra. Al principio, cuando los conoció a ambos, había pensado que el gigante era mudo. Pero enseguida comprendió que simplemente se trataba de que no tenía nada que decir. Detestaba comunicarse, del mismo modo que parecía detestar todo lo demás. Sus ojos seguían fijos en ella, inquisitivos, retándola a retirarse. Y ella mantuvo el contacto el tiempo suficiente como para fingir que no estaba asustada; fingir que no tenía la boca seca; fingir que las piernas no le temblaban. Y se le daba bien eso de fingir, era otra de las cosas que llevaba siglos haciendo. Irguió la espalda y regresó a su cuarto a esperar. Emesh iría en su busca cuando todo hubiese terminado. Porque siempre lo hacía. Siempre acudía a ella.

         No llamó a la puerta, nunca lo hacía, simplemente entró y cerró tras él. Estaba cubierto de sangre seca y una herida en el vientre había comenzado a cicatrizar, quedando parcialmente cerrada. Eso explicaba el dolor lacerante que había sentido hace unas horas. Se levantó de la cama y se quedó de pie ante él, con la mirada fija en el suelo, esperando algún indicio de cómo debía comportarse. Lo vio desnudarse de reojo, tirando los pantalones de piel y el chaleco al suelo. La hizo girarse poniéndola de espaldas y su tacto le pareció frío. La empujó hacia el dosel de la cama y la obligó a sujetarse a él. Apoyó la frente en su espalda y respiró profundamente, demorándose unos instantes. Sus manos le recorrieron el cuerpo sin delicadeza, apretando, buscando, amasándole los huesos; con el oficio aprendido de la mano que labra el deseo, sin culpa. Manos de halcón que la escudriñaban. La tocaba hasta memorizarla por completo, como para tallarla nueva. Apretando, buscando, amasándole los huesos... Hizo trizas el vestido dejándolo caer al suelo, impúdico, como si se tratase de un animal a medio devorar por los insectos. Se hundió en ella con furia, y deseó ver sus ojos negros como pozos de oscuridad salpicada. Y quiso que él dijese su nombre como si significase algo, pero no lo hizo. Como tampoco se sentía un monstruo.


* * *


         Cuando recuperó la consciencia una oleada de nauseas lo atravesó. Le costó unos segundos, que se le hicieron eternos, ser capaz de abrir los ojos y centrarse en lo que veía. Estaba tumbado en una cama en una habitación desconocida. No había más muebles ni tampoco ventanas, tan solo un pequeño tragaluz que iluminaba parcialmente el interior y un aseo. Un aseo estrecho en el que escasamente cabría un niño. La única puerta estaba abierta y el aire olía a madera y a rancio. Cuando sus ojos se adaptaron a las sombras, pudo ver el complejo entramado de runas que cubrían las paredes y parte del suelo; rodeando el marco de la puerta y llenando también el umbral. Cruzaban subiendo hasta el tragaluz en intrincados dibujos, y volvían a descender como una cascada granate hacia el dintel, atravesando la pequeña habitación a su paso. Todo cubierto por delicadas y perfectas runas sangrientas: estaba bien jodido.
         Pero eso no fue lo que hizo que su estómago se encogiese, lo que lo retorció hasta el paroxismo fue sentir bajo su piel la nueva presencia; el nuevo vínculo, entrelazando y fragmentando las esencias de ambos, latiendo en sus venas con la firme cadencia de una tormenta ensordecedora. Boqueó en busca del aire que se le escapaba girándose con fuerza, cayendo de lado al suelo y golpeándose el costado. El dolor lacerante facilitó a los recuerdos abrirse camino de una forma desoladora: el desconocido, la lucha, la serpiente… Palpó en su hombro las heridas circulares, diminutas y ligeramente inflamadas. Su camiseta había desaparecido y el pantalón estaba sucio de restos de barro y sangre seca. Bajó la vista hasta la fea herida en su vientre, cubierta por una gasa limpia que retiró con cuidado. La habían lavado y cosido, y comenzaba a cicatrizar lentamente antes de que la caída la maltratase de nuevo. Necesitaría mucho descanso o a su hermano para cerrarla por completo, y le pareció que no iba a tener ni lo uno ni lo otro. Nunca escuchaba, pensó con acritud. Yeialel había tratado de avisarle, pero él nunca escuchaba…
         Y así estaban las cosas ahora.
         Trató de incorporarse, pero se sintió tan débil y mareado que dejó de intentarlo al momento, cerrando los ojos de nuevo con fuerza. Quizá si los mantenía así el tiempo suficiente todo pasaría, como una mala pesadilla. Resopló furioso; no podía permitirse el lujo de engañarse. Tampoco podía hacer absolutamente nada aparte de permanecer tumbado allí, como un perro apaleado. Se preguntó porqué el sumerio no lo había matado ya, y recordó que éste conocía su nombre. Se preguntó cuánto tardaría en conocer la respuesta a esa pregunta, y supo a ciencia cierta que no le iba a gustar conocerla.

         No sabía cuánto tiempo había transcurrido así, paseándose en la semiinconsciencia. Puede que minutos o puede que horas, no estaba seguro de nada. Había gastado sus últimas fuerzas en subirse a la cama de nuevo. No podía relajarse y dormir, pero tampoco podía espabilarse del todo, ni siquiera era capaz de pensar con claridad. Fue en uno de esos duermevela cuando distinguió la nueva presencia tan cerca de él que abrió los ojos de golpe, sobresaltado; él estaba en el umbral de la puerta, con los brazos cruzados y una sonrisa torcida bajo la espesa barba. Había estado casi seguro de que era con el sumerio con quien estaba vinculado. Lo sentía ancestral y atávico, como lo eran todos los suyos; como lo seguirían siendo allá dónde estuviesen. No entró, puesto que de hacerlo, hubiese estado tan atrapado como él mismo. Permaneció allí observándolo, hasta que llegó a creer que se trataba de un sueño febril. Fue entonces cuando habló y su voz, profunda como una caverna, lo llenó todo.
         —Viridiel… —arrastró su nombre con placer, como si de la misma forma pudiese arrastrarlo también a él—. Vuestra mayor fortaleza es también vuestra mayor debilidad… Tu padre era un experto en eso.
         La sonrisa torcida se amplió un poco más dejando al descubierto una hilera de blancos dientes.
         —¿Qué coño quieres? —y la voz ronca que escuchó no se parecía en nada a la suya.
         Se incorporó un poco para poder verlo mejor, apretando los dientes a causa del dolor. Puede que también a causa de otras cosas, como la tentadora idea de hundirle aquellos dientes blancos en la boca de un puñetazo.   
         —En realidad no es nada personal —dijo el sumerio alzando las manos—. O bueno, no lo era hasta ahora… Disfruté enormemente de nuestro encuentro en los pantanos.
         Su mano regresó instintivamente a las diminutas heridas circulares del hombro y frunció los labios.
         —De ser un encuentro entre tú y yo, tú no estarías en pie a ése lado de la puerta, y yo no estaría aquí tumbado, en el otro. Pero eso ya lo sabes, y es precisamente el detalle que ahora lo convierte en algo personal para ti.
         El sumerio se encogió de hombros en un gesto travieso.
         —Hermanos de sangre. Irónico, ¿no te parece?
         Dejó que un gruñido solitario se deslizase por su garganta al escuchar la palabra.
         —¿Porqué? ¿porqué vincularnos?
         Su mente se movía de forma espesa y lenta, pero por más vueltas que le había dado no alcanzaba a comprenderlo.
         —La sangre nos habla de una forma mucho más clara que las palabras —respondió el desconocido—, sólo hay que saber escucharla. Y la tuya me llevará hasta tu hermano.
         El frío se extendió por su interior. El frío que presagia un desastre. Ése frío que precede a la muerte; el que seca la garganta y congela las entrañas.
         —¿De qué estás hablando?
         —Sabes de qué hablo. Eres el único que podría encontrarlo y ahora… yo también puedo. Marduk.
         El hombre se giró y le hizo un gesto a alguien que aguardaba tras él. Otro sumerio enorme apareció llenando el hueco de la puerta, contemplándolo con un odio visceral, apretando las mandíbulas hasta casi permitirle escuchar el roce de los dientes en tensión. Era otra de las presencias que sentía a través de su nuevo vínculo. Una presencia lejana, por suerte, puesto que el rencor que se respiraba en aquel hombre lo hubiese golpeado con la misma brutalidad con la que lo hubiesen golpeado sus puños.
         —Éste es Marduk, mi hermano, y también el tuyo ahora. Yo soy Emesh. Es justo que si yo conozco tu nombre, sepas tú el mío. Aunque mi padre no le otorgó nada especial. A veces, los nombres son solo nombres.
         —¿Y porqué querrían dos utukku encontrar a mi hermano? —le preguntó a Emesh, pronunciando aquella palabra ajena con desagrado.
         —La pregunta que debes hacerte es para qué. Para qué dos utukku querrían encontrar a tu hermano. Yo lo encontraré y Marduk lo despedazará —afirmó tajante su interlocutor, dándole una palmada al gigante en el hombro. Éste se giró en su dirección para mirarlo con el mismo desprecio que momentos antes le dispensaba a él y retrocedió sin decir ni una palabra, perdiéndose de vista enseguida—. Lo despedazará y te traerá sus restos para que los contemples una última vez, antes de unirte a él en la muerte.
         Sabía de quien estaba hablando. De todos sus hermanos, sabía de sobras a quien se refería. Era al único a quien, de querer dar con él, debería buscar: Arikel. La angustia casi no le dejaba escuchar lo que el hombre decía, se sentía rígido como un cadáver; un sentimiento muy adecuado, al parecer. Yeialel había tratado de advertirle pero él nunca escuchaba. Y ahora su hermano estaba en peligro y no podía hacer nada para ayudarlo.
         —No tardaré mucho en dar con él, porque nosotros no nos imponemos límites, ni dejamos que otros nos los impongan —dijo el sumerio sin tratar de ocultar cierta diversión.
         Sabía perfectamente a qué se refería, lo veía al mirar las paredes de su suite: magia de sangre. A ellos les estaba prohibida y, de no estarlo, jamás la hubiesen practicado. La magia de sangre era impredecible, peligrosa. Corrupta. Y es posible que sus hermanos le hubiesen encontrado el gusto a matarse entre ellos, pero nunca lo harían por esa clase de poder. Al menos eso esperaba. Todos sabían lo que implicaba romper las reglas, lo habían aprendido muy bien en su día… El simple hecho de pensar en ello hacía que se sintiese sucio y no pudo evitar que una mueca de asco se manifestase, anunciada por la tirantez de sus labios.
         —Al final, siempre nos une la sangre —recitó Emesh adivinando sus pensamientos—. Procura descansar, después te traerán algo de comer. Que vayas a morir no significa que tenga que matarte de hambre.
         Y se marchó dejándolo a solas y conmocionado.