Capítulo 5




Seguir un rastro




         Se materializó en el viejo cementerio y buscó la tumba. Contó las lápidas, todas semiderruidas y sin nombre alguno; la quinta por la derecha, segunda fila. Había pensado en desenterrarlo de una forma más rápida, pero hacer algo manualmente lo ayudaba a pensar. Cogió la pala que había traído y empezó a cavar. Era una tumba profunda, todas solían serlo, y para cuándo dio con la madera del ataúd ya llevaba un rato sudando. Apartó la tierra dejando al descubierto la tapa y la destrozó con la misma pala. El cuerpo que había en su interior estaba semi momificado. Buscó en su bolsillo la piedra negra y se la colocó en la frente; sacó la daga de su cintura y se cortó la muñeca, vertiendo su propia sangre sobre la boca del cadáver y dejando después que el corte volviese a cerrarse. Al momento, aquella boca se abrió exhalando una vaharada pútrida de polvo. Respiró despacio, entrecortadamente, dejando que el aire entrase y saliese de unos pulmones secos como pasas entre agónicos estertores. Esperando.
         —Dime el nombre... —pidió Emesh con suavidad—. Dímelo.
         Las cuencas vacías no podían mirarle y aún así se giró en su dirección.
         —Habla...
         Y habló. Porque antes o después... todos hablaban. 

* * *

         Giró de nuevo las cartas. Lo hacía con mano firme, pero por dentro temblaba como una hoja. Una a una aparecieron todas otra vez, pendiendo sobre ella como una sentencia, confirmando lo que su cuerpo hacía días que le gritaba. Su don era fuerte; lo había heredado de su madre y ésta, a su vez, de la suya. Se remontaba atrás en el tiempo a lo largo de las generaciones, hasta perderse de vista. No había lugar para los errores.
         Su abuela lo había sabido, fue la primera en percibir en ella la marca; la marca del oráculo, oculta para casi todo el mundo. Un regalo escaso, un privilegio que pocos poseían. Y ella no había sido la primera en recibir aquella marca. Aunque el don en su familia era fuerte, dos oráculos era algo tan extraño como la oportunidad de contemplar un unicornio. Su abuela lo había sabido; la había mirado a los ojos pocos minutos antes de morir y lo había visto en ellos. Pálidos y macilentos por la enfermedad, ya no ocultaban la verdad. El reconocimiento la había llenado de inquietud y cuando su mano, desgastada por el tiempo, se aferró a la de ella con una fuerza inusitada que la pilló por sorpresa, el corazón dejó de latirle durante unos segundos que se le hicieron eternos. «La muerte es una transición», le había dicho, «un cambio. Pero a veces, niña, no todos los cambios son para bien». Su abuela no se refería a su propia e inminente muerte, sino a lo que reflejaban las cartas aquella noche.
         Suspiró resignada y apagó las velas dejando a oscuras la habitación. Era noviembre y la noche no era fría y, sin embargo, ella se sentía helada y entumecida. Un anticipo, pensó con tristeza; la muerte se extendía como las sombras del tiempo, latiendo con cada segundo que transcurría; acercándola más a su destino. Porque hoy… Hoy no había lugar para los errores. Hoy iba a morir.


* * *

         Emesh entró en el apartamento sin necesidad de forzar la puerta, simplemente ésta se abrió para él. Le gustaba aquello: la obediencia, que todo y todos se plegasen a sus deseos, someter a su voluntad. Casi podía decirse que era una necesidad física, el moldear aquello que se le antojase con su férrea mano. Demasiado tiempo había estado privado de todo, viviendo en la oscuridad, entre los Ignotos. En la inmensidad del abismo había aprendido sobre la enormidad de las cosas; allí abajo, en la oscuridad de los sueños. Y allí abajo, en aquella oscuridad, ellos lo habían despojado de todo lo que alguna vez había sido. Habían jugado con su mente, llevándolo hasta la locura una y otra vez; lo habían diseccionado en un millón de ocasiones, desgarrando su carne como si de un simple y vulgar insecto se tratase, mostrándole todo lo que guardaba en su interior; la rabia y el odio que se espesaban como la bilis, subiéndole por la garganta y volviendo a bajar sin la oportunidad de expulsarlas. Y también, todo lo que le habían arrebatado. Porque allí abajo ya no era nada, no era nadie. Y no regresaría. Haría lo que fuera necesario para evitarlo, cualquier cosa. No regresaría jamás. Por eso estaba allí, con los dientes apretados; por eso estaba allí, cumpliendo, indirectamente, los deseos de otro; porque no regresaría jamás.

         La mujer le aguardaba acostada en su cama. Tenía los ojos cerrados, pero él sabía perfectamente que estaba despierta y que era consciente de su presencia. La luz estaba apagada, pero hubiese sabido todo aquello sin necesidad de ver nada. Se aproximó a ella tumbándose a su lado, respirando el perfume suave de su cabello, hundiendo la cara en su cuello, que se estremeció con un escalofrío.
         —¿Tienes miedo? —le preguntó.
         —No a la muerte —respondió ella en un susurro—, a lo que viene después.
         —Bien. La muerte es una transición, un cambio. Pero a veces, niña, no todos los cambios son para bien.
         La mujer se tensó al escuchar aquellas palabras y él la rodeó con el brazo por la cintura, bajo las ropas de cama, como si fuese su amante. Aprisionando con firmeza su vientre cálido frente a la frialdad de su propia mano. Intentando recordar lo que era ser como ella, sentir algo aparte del oscuro vacío. Intentando recordar, sin éxito, lo que es estar vivo.
         —¿Me va a doler? También temo al dolor…
         —No te dolerá si no luchas —le dijo estrechándola aún más contra su cuerpo—, aunque desearía que lo hicieses…
         Lo deseaba. Deseaba aplacarla por la fuerza, que se dejase llevar tratando de sobrevivir. Sin embargo ella se había rendido. Lo había hecho mucho antes de que él entrase en su apartamento y la odió por ello, por resignarse de aquella forma. La hubiese golpeado hasta matarla de no ser porque debía hacerlo de otra forma. La necesitaba, y él no estaba acostumbrado a necesitar a nadie…

         Había apartado los muebles del salón para dejar más espacio y poder grabar unas runas rudimentarias en el parqué. Cuando regresó a su habitación ella seguía allí, en la cama, completamente laxa. La cogió en brazos y la sacó, depositándola en el suelo, en el centro de los dibujos. Extrajo la daga de su funda y, durante unos instantes, se miraron a los ojos; y la mujer se estremeció de nuevo, pues encontró allí lo que buscaba. Y aún así no se movió. Hizo unos cortes largos y profundos en sus muñecas y dejó que la sangre se extendiese por el suelo mientras esperaba, con avidez, que fuese tomando formas. Humedeció la palma de su mano arrastrándola, esparciendo, dispersando, expandiendo, modelando… Esculpiendo un mapa preciso dirigido por la vibración que emanaba del fluido. Preciso, pero totalmente desconocido para él. Maldijo para sus adentros tomando a la mujer del cuello, incorporándola un poco. Pero ella ya no estaba. Volvió a rebuscar en su bolsillo la piedra negra y la colocó, nuevamente, sobre la frente de aquel cuerpo sin vida.
         —No irás a ninguna parte, querida —le dijo al cadáver en voz baja.
         Y una vez más se hizo a sí mismo un corte en la muñeca, justo sobre el anterior, que aún semicerrado se apreciaba claramente. Dejó caer la sangre sobre sus labios entreabiertos, usándola para traerla de vuelta durante ese corto espacio de tiempo.  Y ella regresó. Lo hizo sin abrir los ojos, como si estuviese aún dormida, y agradeció que no pudiese verlo.
         —¿Dónde? —preguntó impaciente al oráculo—Vamos, dime dónde está…
         La mujer tembló antes de responder y, cuando lo hizo, tuvo que pegar el oído a su boca para escucharla bien.

         Volvió a mirar el mapa, que revelaba lugares ahora. Lugares de aquel punto intermedio que no pertenecía ni a este mundo ni a ningún otro. La zona muerta; el espacio entre planos dónde se hallaba el cazador. Lo memorizó aprendiéndose cada detalle, cada sombra coagulada en el quicio de la noche. Y respiró profundamente deleitándose en el sutil aroma metálico de la sangre, degustándolo al llevarse los dedos húmedos a los labios.
         —Por favor… —ella habló, emitiendo un graznido seco que lo sacó de sus cavilaciones —libérame…
         —No volverás a ser libre, Miriam—le dijo con una sonrisa torcida—, nunca más.
         Dejó que percibiese su regocijo y sintió su miedo, mucho más allá de la muerte. Y le resultó tan delicioso como su sangre. Rompió la conexión que la mantenía en aquel plano, relegándola a su nuevo hogar en el interior de la intrincada red que siempre lo acompañaba. La red del pescador, pensó, mientras su sonrisa se hacía más amplia. Qué sencillo era todo allí; qué sencillo era todo en el reino del hombre, lejos de ellos. Lejos de los Ignotos.


* * *

         El sol había salido y se había puesto tres veces por el pequeño tragaluz de la habitación. Eso significaba que llevaba allí tres días, al menos desde que recuperó la consciencia. Seguía sin poder dormir, aunque eso no era ninguna sorpresa; ya en su casa, sin problemas acuciantes, era incapaz de conseguirlo de una forma natural. Y eso significaba que la herida no terminaba de cicatrizar. A pesar de todo la fiebre había bajado y se sentía algo más despejado, pero no creía que eso fuese demasiado bueno; más despejado significaba darle más vueltas a todo, más tensión, menos descanso.
         Maldita sea.

         Lo sintió cerca cuando llegó. El sumerio había pasado fuera aquellos tres días, buscando a Ash. Sabía que iría a su encuentro y se le hizo un nudo en el estómago.
         —Ha llegado la hora, Viridiel —le dijo desde el otro lado de la puerta—. Te dije que daría con él, y también que sería rápido. Marduk se hará cargo del resto.
         Tres días para encontrar a uno de los suyos, uno que sabía muy bien como ocultarse. Sí, sin lugar a dudas había sido jodidamente rápido. Emesh no hizo nada por tratar de esconder aquella sonrisa autocomplaciente, y sintió el impulso de borrársela de un puñetazo. Trató de ahogar la rabia, de mantenerla a raya. No quería que él supiese cuanto le afectaba. No lo consiguió. Permaneció en silencio apretando los dientes y se giró acostándose del otro lado, dándole la espalda y dando por zanjada la conversación.
         —Entiendo que no estés muy hablador —repuso el sumerio—, será como desees.
         Y se fue, dejándolo a solas por fin.
         Descargó el puño en la pared y la piedra continuó imperturbable. Sus nudillos, en cambio, se resintieron. Recordó la última vez; se partió casi todos los huesos de la mano contra el escritorio macizo de su estudio cuando su hermano se fue. Si le sucedía algo… Cerró los ojos tratando de no ver las cuatro paredes que lo aprisionaban, tratando de sentirse menos impotente, tratando de pensar con claridad.
         Tampoco lo consiguió.

         Cuando ella regresó con la comida lo encontró en la misma posición: de espaldas. No se molestó en darse la vuelta, aún sabiendo que en aquella ocasión venía sola. El gigante ya no estaba, había salido en busca de Ash. Durante esos tres días sus visitas habían sido idénticas a la primera. No hablaba, no le miraba a los ojos y arrastraba la tristeza de una forma casi dolorosa, incluso para él. Esa sensación aumentó ahora, cuando entró en contacto con sus propias emociones. Lejos de ocultarlas las dejó ir libremente; dejó que se mezclasen con las de la muchacha en un oscuro abanico.  
         Ella salió en silencio como había entrado, volviendo un rato después para descubrir que no había tocado la comida. No se había movido. No trató de comprobar el estado de la herida, algo que agradeció. No se lo hubiese permitido y no quería desahogarse con ella. En cambio, se arrodilló a su lado y le acarició la cabeza. Fue un ligero roce más que una caricia, que alargó con suavidad hasta llegar al hombro. Él se tensó instintivamente en respuesta y tardó unos momentos en reaccionar;  para cuando se dio la vuelta ella ya no estaba. Se preguntó si lo había tocado de verdad o si simplemente lo había imaginado. Se miró los nudillos de nuevo, algo enrojecidos e inflamados, y nuevamente cerró los ojos dejando que el tiempo se le escapase sin poder hacer nada al respecto, pensando en su hermano y en la enorme mole de carne llena de odio que iba a su encuentro.
         Sí, las cosas siempre podían empeorar.