A orillas del Egeo




         La suave brisa le agitaba el pelo. Olía a sal, y aquel mar era exactamente tal y como lo recordaba. Caminaba descalza por la orilla con los zapatos en la mano, dejando que el agua fría le mojase los pies. Él le había preguntado a dónde quería ir primero. Quería llevarla a todos aquellos lugares que apreciaba, por un motivo u otro. Quería mostrárselos todos. Aún así, le había preguntado a ella. Y ella había elegido. Quería ver aquel lugar una vez más. Y quería ir sola. Él siempre se había mostrado complaciente y en esto no fue una excepción. Se tomaba muy en serio el darle el espacio que necesitaba. La había llevado hasta allí, diciéndole que lo llamase cuando quisiese, y después había desaparecido. Sabía que no le gustaba la idea de dejarla sola, pero se había ido igualmente. Le había costado pedírselo, puesto que separarse de él, aunque fuese unas horas, le producía cierta ansiedad. Pero necesitaba pensar, y cuando lo tenía delante todo atisbo de cordura terminaba diseminado por el suelo junto a sus ropas. Se detuvo y se sentó en la orilla, contemplando las olas, como solía hacer cuando era una niña y esperaba a que los hombres regresasen del mar con las redes llenas.

         Ya no quedaba ni rastro del antiguo pueblo de pescadores en el que había nacido. Tan solo un puñado de viejas ruinas dejaba constancia de que alguna vez existió. Las pequeñas embarcaciones ya no fondeaban entre las rocas y todo el lugar estaba desierto. Hacía mucho tiempo que ya nadie vivía allí.
         Su madre se había dedicado a coser redes y a fabricar aparejos de pesca. Anzuelos, mayormente. Ella la ayudaba recogiendo pequeñas plumas de aves y pelos de animales que habían quedado enganchados en los zarzales. Sus manos estaban siempre ásperas y llenas de pinchazos y cortes de trabajar, y su pelo era del mismo color anaranjado que el suyo. Lo llevaba largo, recogido en un moño alto de donde escapaban algunos rizos, y siempre olía a mar. No recordaba de qué color eran sus ojos, por mucho que se había esforzado en hacerlo un millón de veces... Ella había heredado el verde de su padre. Tampoco podía recordar su rostro, siempre amable. Se llamaba Sashka.
         Su padre apareció cuando ella tenía seis años y se la llevó con él. Su madre había gritado y llorado, y él la alejó de una patada sin más, como si fuese un perro molesto. La recordaba en el suelo, con los brazos extendidos hacia ella. Aquella fue la última vez que la vio.
         Él nunca permitió que la visitase.

         Su padre le había enseñado muchas cosas, especialmente la más importante: le enseñó a no llorar nunca. Pasó diez años con él. Diez años que se le hicieron eternos... Quiso que fuese una mujer culta, así que le enseñó a leer y a escribir en diferentes idiomas además de en el suyo propio, aplicando en cada lección aquello de "la letra, con sangre entra". Ella era rebelde. No le importaba que su padre la castigase con tal de no ceder jamás a cualquier cosa que él le pedía. Y lo hacía, principalmente, porque él detestaba eso. Detestaba cualquier signo de rebeldía. Pasó muchísimo tiempo atada a la pata de la cama de niña. Y muchísimo más inmovilizada en la aquella odiosa silla siendo ya algo mayor. Hasta que al cumplir los catorce intentó escapar de él para regresar junto a su madre.  Fue la primera y la última vez. La primera vez que padeció un dolor tan agónico que quiso morir. Y fue cuando descubrió que no podía morir como los demás, que su cuerpo daba mucho más de sí. Y que a veces, cuando todo termina, es sólo para volver a empezar de nuevo. Jamás volvió a intentarlo.
         Y poco después llegaron los grilletes.
         Apareció un día cualquiera con ellos y con la gema. No le dijo de dónde provenían puesto que él nunca daba explicaciones, sólo órdenes. No fue hasta mucho más tarde que supo que el mismísimo Hefesto, hermano de su padre, los había forjado en persona. No para ella, había varios juegos dando tumbos por el mundo, ligados a diferentes objetos. Y sólo Hefesto podía abrirlos. Y fue en ese momento, mucho más tarde, que comprendió que nunca más sería libre.
Con ellos puestos jamás podría encararse a él de nuevo. Y así también sería dócil para todos los demás. Su padre fue el primer amo y, cuando cumplió los dieciséis, la regaló a otro hombre para saldar una deuda.

         Era un hombre rico e influyente. Casado. Mucho mayor que ella. Alguien que en su día le hizo un gran favor a su padre y quiso cobrarlo.
         La primera noche con él fue horrible. Quizá la peor de todas, porque no sabía lo que iba a pasar, ni lo que se esperaba de ella. El temor a lo desconocido es mucho más angustiante que cualquier otra cosa. Le pareció que no iba a terminar nunca aunque, como pudo comprobar con el paso del tiempo, concluyó más deprisa de lo que cabía esperar. Fue doloroso y humillante, y muy distinto a cualquier cosa que hubiese podido imaginarse. Estaba entrado en carnes, sudoroso, y su aliento era fétido porque su boca estaba enferma. Disfrutó al comprobar que nunca antes había estado con un hombre, pero enseguida se frustró ante su incapacidad para complacerlo y delegó la tarea de enseñarla en su mujer. Y tuvo que esmerarse y aprender deprisa para no ser castigada de nuevo.
         Su mujer la odió al momento. Y también su hija. Le hacían la vida imposible cuándo él no andaba cerca, que era con mucha frecuencia. Y llevando allí poco más de un año, intentaron ahogarla en la gran fuente principal. Tuvieron la idea de sacar el cuerpo de la villa para ocultarlo, y eso la salvó. Aunque cuando recobró el conocimiento en la zanja dónde la habían arrojado tuvo que regresar, porque así la obligaba su vínculo. Y no dijo nada sobre el incidente, pero ellas la odiaron aún más.
         Y un tiempo después mataron al hombre. Le quitaron la gema e hicieron una pequeña fortuna alquilándola a personas adineradas. Y también la prestaron gratuitamente a pordioseros. Hasta que su padre regresó a por ella terminando con ambas... Y todo empezó de nuevo cuando la vendió a uno de sus hermanos. Y no fue aquella la última vez que lo vio. Volvía cada cierto tiempo para asegurarse de que estaba con la persona adecuada, o para remediarlo de no ser así. Hasta que dejó de aparecer, sin más, y su destino solo le perteneció al amo que la poseía en cada momento. Y ella pasó de mano en mano durante años, tantas que le era imposible contarlas.
         Y sin embargo nunca se rindió, no hasta el final, al menos. Pensaba en aquel mar y en el olor a sal en las manos de su madre cuando quería estar en otro lugar.

         Cogió un puñado de arena y dejó que se deslizase entre los dedos. El viento la arrastraba, al igual que la había arrastrado a ella antes. Su madre la había llamado Hylissa. El nombre provenía de un cuento que le contaba de niña. Y a ella su madre antes. Y a su madre su abuela. Y así se remontaba durante generaciones. El cuento hablaba de una mujer que cada noche iba a la playa a contemplar los barcos, y que un día se encontró allí con un dios. Y se enamoró perdidamente, y él la recompensó con una hija. Una hija a la que llamó Hylissa. Su madre encontró en la playa a un dios de ojos verdes, del que se enamoró perdidamente. Y con el que tuvo una hija. Y él desapareció durante seis años. Seis años en los que ella lo alabó e idolatró.
         Los dioses nunca son como los imaginas.
         Odiaba no poder recordar el rostro de su madre, pero odiaba aún más no poder olvidar el de su padre. Lo veía al mirarse en el espejo. No sólo en los ojos, también había mucho más. La boca llena y los pómulos marcados. La frente, la barbilla... No era una persona rencorosa, pero deseaba con todas sus fuerzas que su padre estuviese muerto, y que una bandada de cuervos lo hubiese arrastrado hasta lo más profundo del tártaro.

         Una lágrima se deslizó por su mejilla y cayó en la arena. La primera en muchísimo tiempo. No sabía si por todo aquello que había perdido, o por lo que había encontrado ahora. Porque por primera vez los grilletes no eran una carga, ni una maldición. No eran usados para someterla. Eran un vínculo, una forma de sentirlo. Y de que él la sintiese a ella. Y eso la reconfortaba más allá de cualquier otra cosa.
         No le había hablado demasiado de su vida. Él no preguntaba, simplemente esperaba que algún día ella quisiese hacerlo. Pero había cosas que no se podían decir en voz alta... Había cosas que no podía olvidar, a parte de aquel rostro. Pero podía dejar de pensar en ellas. Ahora podía dejar de pensar en ellas. Él le había dicho que borraría todo rastro de su pasado, que al final sería solo como los restos de un mal sueño. Y le había creído porque, cuando se lo dijo, ella ya había empezado a sentir el cambio. Desde esa primera noche a su lado, en la que únicamente se abrazaron, había empezado a sentir que podía tener algo más que malos recuerdos si era capaz de dejarlos atrás.
         Y en ese mismo momento decidió que dejaría de pensar en el pasado, dejando que el agua de aquella playa que la había traído al mundo arrastrase todo lo anterior, volviéndola a traer de vuelta una vez más. Suspiró tranquila, sacó el móvil de su bolsillo y pulsó el único número que había en la agenda.

         Acudió enseguida, lo percibió muy cerca de allí antes de que sonase el tercer tono.
         Se aproximó despacio, y no necesitó darse la vuelta para verlo porque podía imaginarlo perfectamente; caminando con la serenidad de quien sabe que tiene todo el tiempo del mundo, con el ceño fruncido al sentir su humor taciturno. Se sentó tras ella cuando llegó, dejándole un suave beso en el hombro. Y permanecieron así, en silencio, durante un buen rato. Hasta que él la tomó de la mano para enterrarla junto a la suya en la arena.
         —Cierra los ojos... —susurró a su oído—. ¿Sientes eso?
         La tierra palpitaba bajo su palma como un millar de corazones, en un pulso lento y acompasado.
         —¿Qué es? —preguntó sorprendida sin abrir los ojos, entrelazando los dedos en torno a los del serafín.
         —La vida —podía sentir también sus latidos, los de ambos, a través de aquel contacto—. La vida que nos envuelve, Hylissa... Y aún tenemos todo el tiempo para nosotros.
         La giró hasta tenerla de frente, cogiéndola de las manos y besando, con una devoción que no había visto nunca antes en nadie, el interior de sus muñecas, allí dónde descansaban los brazaletes. Era un gesto que tenía un significado profundo entre ellos y que dejaba atrás cualquier cosa que pudiesen decirse. Se acomodó sobre él acurrucándose en sus brazos, dejando que le pusiese la chaqueta de lana por encima. Y así contemplaron la puesta de sol, mientras le acariciaba el pelo, en aquella playa de su niñez. A orillas del Egeo.