~ Emu y Yo ~
Hay
sentimientos que con el paso del tiempo se van enfriando. Otros, en cambio, arraigan
de una forma tan profunda que resulta imposible deshacerse de ellos. Y cuánto
más tiempo pasa, más nos invaden. Lo que había entre Yo y Emu era más antiguo
que los pilares de la tierra. Estaba muy por encima del amor. O quizá era las
propias raíces del mismo. Y sus cuerpos, reflejo, se atraían como imanes de
polos opuestos pues, sin duda, polos opuestos eran. Siempre en contacto si
estaban cerca, y siempre tratando de estarlo. Así había sido desde que se
conociesen. Desde que sus manos se enlazasen aquella primera noche y no
volviesen a soltarse. Salvo para recorrer el mismo camino en el cuerpo del
otro, deslizándose despacio en los límites del tiempo. Pues entre ellos el
tiempo no pasaba; no existía. El fuego frente al océano en calma, mientras sus
manos recorrían el mismo camino en el cuerpo del otro. Sin prisas, puesto que
no había nada más importante que aquello. Porque nunca tanto como entonces
necesitaban un cuerpo al que darle forma, que floreciese bajo el tacto. Bajo
las yemas de los dedos, bajo los labios. Amándose a la luz de las estrellas, o
sobre éstas. O mientras las velas se consumían y amanecía despacio. Pensaban en
tonos distantes, y en voces, y en gestos. Y en sus ojos se creaba un mundo
aparte, sólo para ellos. Mientras el eco de una sonrisa resbalaba lentamente.
Mientras se esparcían cabellos, mientras temblaban las manos como si fuesen a
regalarse la vida. Y los sentidos despertaban, mientras todo lo demás dormía. Suspiros en el pulso de la noche, de dedos
sinuosos labrando caminos inciertos de inocentes pecados. Que serpentean
susurrando secretos de palabras que se hicieron alas. De silenciosos gritos a
las sombras, de imágenes extintas en el recuerdo de un momento. Porque de piel
es la parte inferior del silencio, y lo que los cuerpos hablasen a escondidas. De
piel batida. En la penumbra opaca del corazón latiente. Y los brazos se funden,
blancos, cruzados. Péndulos pendientes de cualquier costilla. Escudriñando en
los ojos del otro, espejo propio. Enraizando, invadiendo. Y despertar encadenados
a las aristas del hueso. Despertar en otras temperaturas, con el brillo del
fuego fatuo, con la luz cautiva. Encerrada en la carne que compartían.
Enterrada y presa en sus bocas. Y enlazados eran refugio, de ángulos
salpicados. De cálido exilio dónde desgranaban los huecos. Dónde albergaban las
almas de las que carecían. Dónde anidaba el deseo y arrastraban las pasiones.
Dónde se miraban desnudos, escudriñando en los ojos del otro. Dónde por fin se
encontraban. El fuego frente al océano en calma. Mientras sus manos recorrían
el mismo camino en el cuerpo del otro, deslizándose despacio en los límites del
tiempo. Mientras sus manos temblaban, como si se regalasen la vida. Pues qué
otra cosa era, si no, lo que hacían.
Y
la larga existencia tenía sentido, sabiéndose seguros de amarse hasta que se
acabase el mundo.