Primera parte




Noche sin estrellas




       Emu observaba, tumbado, el avance la mañana a medida que el sol iba entrando en la tienda a través de las finas cortinas de lino. Las horas transcurrían, como un péndulo distante y silencioso que lo separaba de todo aquello que amaba. Las horas transcurrían, sin terminar de dejar atrás una noche llena de malos presagios. Porque aunque el sol había salido, le sería imposible sacudirse la oscuridad que albergaba en su interior. La oscuridad de la guerra y de la muerte. La oscuridad del deber por encima de todo lo demás. Pero aún no; el sol había salido, pero aún no estaba en su cénit.
       Yeialel se removió inquieto a su lado, soñando, y Emu se estremeció involuntariamente al sentirlo. Los sueños que inquietaban a Yo nunca auguraban nada bueno. Apoyó la frente en su espalda y lo rodeó con los brazos tratando de no despertarlo. Permaneció así un buen rato, hasta que él volvió a agitarse, ésta vez más nervioso. Le apartó un mechón de pelo del cuello y lo besó allí, en el hueco, posando los labios sobre su pulso. Yeialel olía a esa mezcla de extrañas flores que inundaban los alrededores, a todos aquellos jardines que adoraba. Yeialel olía a hogar. Quería tranquilizarlo, decirle que era sólo un sueño. Pero los sueños de Yo nunca eran sólo sueños, así que se tragó aquellas palabras y lo estrechó aún más fuerte. Los ojos azules se abrieron y Yeialel se dio la vuelta, buscándolo, acomodando la cabeza sobre su pecho. Emu tenía miedo de preguntarle. Temía su respuesta. Así que se quedó callado.
       Ninguno de los dos habló durante aquella última hora. Acariciaba los cabellos blancos de Yo mientras él paseaba las yemas de los dedos por su cuerpo. Despacio, con suavidad, trazando círculos con las formas de la costumbre. Y casi hubiese podido dormirse de nuevo allí, bajo el roce de aquellos dedos. Casi. Pero no lo hizo. Y no lo hizo porque no quería perder ni un segundo durmiendo, aunque fuese a su lado. Tampoco le hizo el amor de nuevo, como deseaba, de esa forma dulce y lenta. No tenía tanto tiempo, y cualquier otra cosa sería un triste sustituto en un momento como aquel, justo después de una mañana perfecta. Algo que emborronaría un bonito recuerdo si no regresaba y Yo tenía que conformarse con recordarlo. Así que simplemente se quedaron allí, abrazados en silencio, dejando transcurrir los minutos. Y cuando se levantó para vestirse Yeialel se dio la vuelta otra vez y cerró los ojos.
       Porque no quería verlo partir, y porque no quería que lo viese llorar.
       Quería tranquilizarlo, decirle que todo saldría bien. Pero a veces, durante esos largos días, las cosas no salían bien. Así que se tragó aquellas palabras y salió de la tienda. 




*  *  *


       Recorrió el sendero que lo llevaba hasta los viejos frutales. Bajo la luz del día la corteza de los árboles se veía negra y consumida; hueca, como el corazón de su pueblo. Las oscuras ramas alzadas, buscándolo, como ellos mismos cuando alzaban la vista al cielo esperando encontrarlo. Los viejos frutales habían comenzado a secarse, como ellos mismos, desde el instante en el que Él se fue. Caminar entre aquellos árboles, que días atrás fueron el símbolo de sus hermanos y el orgullo de su Padre, le causaba una inquietud que aumentó al internarse aún más en el bosque. Una angustia que ensombrecía el ánimo y el espíritu y que dejaba muy atrás los tiempos en los que Él los había ungido con los aceites de sus frutos. Los tiempos en los que Él susurró sus verdaderos nombres por primera vez, entrelazándolos a la melodía de las Primeras Canciones, otorgándoles la vida y la inmortalidad de la carne –y solo de la carne–. Porque todos ellos, su primera progenie, carecían de alma, y por tanto nunca gozarían de la verdadera inmortalidad…
       Pensamientos oscuros para días oscuros, cuando la inmortalidad de la carne quedaba atrás bajo el filo de las armas, enterrada en los sepulcros que empañaban el horizonte de los Campos Exánimes hasta dónde alcanzaba la vista. Carne sepultada en el silencio y el reposo de la tierra, a la que retornaban inexorablemente, extinguiéndose, como se extingue la llama de una vela; lenta e implacable. Regresaban a aquella tierra que habían jurado proteger de todo, salvo de ellos mismos. Ellos regresaban a la tierra para siempre, y el hombre regresaba a la carne una y otra vez, en un ciclo interminable. El alma: algo tan preciado, por lo que habían muerto tantos. Y los que aún morirían... El alma había marcado la diferencia; había traído las preguntas y las dudas; había hecho temblar los cimientos de su pueblo, cada vez un poco más agonizante. Pensamientos oscuros para días oscuros…
       Había quedado allí con Khara, la menuda amazona. Pese a ser la mujer de su hermano, no había ningún otro lazo entre ambos. No albergaba ninguna simpatía por ella, sentimiento que, a su parecer, era mutuo. Sin embargo ahora no estaban allí por Arikel. Él estaba allí porque era el mejor rastreador, y Khara... Khara era la mejor a secas, puesto que todo lo que desempeñaba era una carrera contra los demás y, especialmente, contra sí misma.
       —Llegas tarde —dijo. Y la voz sonó dura, como siempre, sin un atisbo de cordialidad.
       Le costaba decidir si lo rechazaba porque estaba al tanto de sus sentimientos hacia ella o simplemente porque rechazaba a todo el mundo sin excepción. Era una mujer de trato adusto hasta cuando estaba con Arikel. No llegaba a imaginar qué era lo que lo había unido a ella, qué es lo que hacía a aquella mujer especial a sus ojos. Claro está que los ojos de su hermano podían ver mucho más allá; su cualidad de lector le obligaba a examinar el interior de los demás lo quisiese o no. Así pues, algo habría en el interior de Khara para mantenerlos juntos durante tanto tiempo –algo más de trescientos años–. Y eso para Arikel era todo un logro. Generalmente, todos se sentían incómodos en su presencia. Todos evitaban sus ojos grises. Contemplar el interior de otros era un camino solitario.
       —Habíamos quedado a mediodía y es mediodía —respondió lacónico—. Si quieres más precisión, la próxima vez sé más explícita.
       Salió del sendero sin darse la vuelta para ver si lo seguía y emprendió la marcha a través de los árboles.
      
       La inmensa cantidad de salvaguardas desplegadas en el campamento, que se extendían durante millas por ese terreno abrupto, impedían que se moviesen por medio de la traslación. Desvanecerse en un punto para aparecer en el lugar que su mente reflejaba era mucho más rápido, y el tiempo apremiaba. Pero las protecciones brillaban a su alrededor, como una constelación que podían percibir con claridad bajo la piel. Les esperaba una marcha dura y frenética hasta llegar a una zona despejada y, después de eso, una vez dentro de las protecciones enemigas –las protecciones de sus propios hermanos– otra caminata hasta su campamento. O al menos todo lo cerca que les permitiese el sentido común.
       Iba descalzo, así era como se orientaba. Siempre en contacto con la tierra para que ella le indicase el camino. Viridiel les había dicho que estarían entre uno de los tres valles, pero ignoraban en cual. Descubrir su posición era vital para saber por dónde vendrían, y por eso estaban allí. Se detuvo una vez más para hundir los pies en la tierra, siguiendo el rastro de energía que se canalizaba bajo su superficie; la energía que desprendía un ejército. Eran muchos. Muchos más de los que habían imaginado que serían. Podía sentirlos conforme se acercaban, palpitando con esa calma que precede a la tormenta, como un único corazón gigante. «Pom-pom, pom-pom, pom-pom». El sonido de la guerra. El compás previo que marca la cuenta atrás para el alba.

       Ya había caído la noche cuando descubrió al primer vigía. Hizo una seña a la mujer para que ella también reparase en su presencia, aunque sospechaba que no veía tan bien como él en la oscuridad. Aquella noche no había estrellas y estaba casi seguro de que la mañana amanecería nublada, como siempre que se derramaba sangre.
       Ella asintió. No habían intercambiado ni una sola palabra de más en todo el día. Ninguno de los dos era especialmente hablador por separado, pero juntos... Extrajo una flecha de su carcaj y sopló con delicadeza las plumas del extremo. El astil era de ese metal, brillante y pulido, que únicamente se encontraba allí, en su hogar; el último vestigio de unos dioses olvidados. Estaba completamente cubierto por las familiares runas que adornaban las armas de todos ellos. Runas de muerte. Miró a la mujer estupefacto: no llegaría. Estaban demasiado lejos, estaba demasiado oscuro. Si fallaba lo echaría todo a perder.
       Khara besó la punta de la flecha antes de colocarla en el arco. Lo miró de reojo y le dedicó una sonrisa salvaje que dejaba al descubierto los pequeños y perfectos dientes blancos. Reprimió el impulso de detenerla y la observó. La observó deseando que supiese bien lo que hacía, y deseando que no estuviese dejándose llevar por el orgullo o la necesidad de demostrarle que era capaz. De demostrárselo a sí misma. Inhaló y tensó el arco. Aguantó la respiración y él se dio cuenta de que la aguantaba también. Apuntó arriba, alto. Un segundo, lo que dura un parpadeo, y la flecha estaba en el aire. Y sólo entonces exhaló vaciando los pulmones.
       Fue un tiro limpio en el corazón. El hombre cayó sin darse cuenta siquiera de lo que había sucedido. Khara no le inspiraba ninguna simpatía, era cierto, pero tenía que reconocer que sabía manejar un arco. Por eso estaba allí, con ella, y no con ningún otro.
       —Vamos —le dijo, haciendo un gesto con la cabeza.

       Recorrieron el camino que los separaba del cuerpo sin vida deprisa, sin detenerse o entretenerse. Debían regresar pronto si querían hacerlo a tiempo.
       Al llegar al cadáver la conocida sensación de angustia se extendió por su pecho. Tenía los ojos abiertos y se agachó para cerrárselos.
       —¿Lo conocías? —preguntó Khara, pillándolo por sorpresa.
       —¿Acaso importa?
       Los negros ojos de la mujer lo taladraron como si pudiesen traspasar cualquier barrera. Negros como aquella noche sin estrellas. Lo miraba como si ella también pudiese leer en su interior, como Arikel.
       —Algún día, Emu, la compasión te matará.
       —Algún día, Khara, el exceso de confianza será lo que te mate a ti —dijo devolviéndole una mirada dura. Ella era la última persona que tenía derecho a juzgarlo—. Y si me dan a elegir, prefiero que me mate la compasión a que me entierren con esa losa fría sobre el pecho a la que tú llamas corazón.
       La vio sonreír de nuevo, ésta vez con tristeza. O eso le pareció, puesto que era la primera vez que veía aquella sonrisa en sus labios.
       —Yo me acepta porque él eligió estar conmigo, Vörj también. ¿Por qué tú no confías en su juicio? ¿Por qué me detestas de ese modo? —le preguntó. No había acusación en sus palabras, constataban un hecho—. Él dice que no es por mi condición, que sólo se trata de mi forma de ser.
       —Entonces será eso.
       En realidad, nunca le había dado importancia a su condición. Se decía de Khara que era mestiza. No era sólo eso, puesto que de ser cierto… era una mestiza nacida en el Jardín. Sólo los nacidos allí tenían acceso, así que ella, pese a provenir –supuestamente– de un vientre y no de las manos de su Padre, podía pasearse libremente por dónde quisiese. Un hecho, de confirmarse, sin precedentes. Y aquello... Aquello no era nada bueno para muchos, especialmente para ella misma. Pero no, el no la despreciaba por eso, simplemente aborrecía su tono condescendiente, su prepotencia y su forma de mirar a todo el mundo por encima del hombro.
       —Así me resulta más fácil —susurró Khara, clavando la vista en el suelo. Y le pareció ver el brillo de una lágrima furtiva. Otro hecho, de confirmarse, sin precedentes.
       —¿Cómo?
       —Mi forma de ser. Me resulta más fácil mantener a la gente lejos. Lo llevo haciendo tanto tiempo en público que ya no hago distinciones. Él es único que me conoce, no necesito decirle las cosas porque ya las sabe. Piensas que no sé hacerlo feliz, pero estás equivocado.
       Se sentía incómodo hablando de su hermano con ella. Se sentía incómodo por el simple hecho de estar a solas con ella. Si lo que había pretendido siempre era que la gente la rehuyera, lo había conseguido con creces.
       —No necesitas darme explicaciones, yo no necesito que me las des.
       —En realidad no lo hago por ti, lo hago por mí. Y también por él.
       Khara conocía bien a su hermano, era cierto, pero él lo conocía aún mejor. Arikel no necesitaba que ellos se llevasen bien. Ni siquiera necesitaba que se llevasen en modo alguno. Ella tenía razón, los demás no la juzgaban, simplemente confiaban en el criterio de Ash. Confiaban en ella porque él lo hacía, y eso era garantía suficiente. En su caso no se trataba de una falta de confianza. Confiaba en su hermano ciegamente, cómo los demás, y por esa razón también confiaba en ella. Pero eso no significaba, ni de lejos, que tuviese que apreciarla. Y así estaban las cosas.
       —¿Porqué ahora, después de todo este tiempo? —preguntó intrigado.
       —Porque hay algo oscuro en los ojos de Yo cuando me mira… Algo que me impulsa a mirar atrás para ver lo que he ido dejando por el camino.
       Pensó en Yeialel, en los sueños que lo inquietaban. Había, ciertamente, algo oscuro en sus ojos. Algo que le resultaría imposible descifrar, de intentarlo. Porque había cosas que era mejor no saber, y Yo lo sabía bien. Por eso últimamente estaba lleno de silencios.
       —Tenemos que irnos ya —dijo mirando al cielo.

       Siguieron la estela de energía hasta uno de los valles, eliminando otros dos centinelas a su paso. Al llegar al campamento se le hizo un nudo en la garganta: unas pocas tiendas diseminadas era todo lo que quedaba de él. Ya se habían ido. ¿Cómo era posible? El rastro era claro, aún deberían estar allí. Todos.
       Buscó con más atención encontrando unas huellas que lo inquietaron. No podía creer lo que veía, algo que había quedado oculto por las salvaguardas hasta que había reparado en ello al cruzarlas. Lo habían hecho; sus hermanos habían abierto las puertas del mismo infierno y se habían llevado lo que quiera que hubiese dentro. Khara lo miraba esperando una respuesta, sin ser consciente de lo que sucedía.
       —Ya han salido. El rastro no existe, era un engaño, un señuelo —dijo, tratando de explicarlo—. Hay más, mira.
       Señaló las huellas y ella se estremeció ahogando un grito de sorpresa.
       —¿Y ahora qué? —la mujer echó un rápido vistazo a su espalda, nerviosa, como esperando que los emboscasen en cualquier momento. Algo que no iba a suceder, puesto que ya no estaban. No tras ellos, al menos.
       —Ahora volverás a nuestro campamento todo lo rápido que puedas y les contarás, si llegas antes que ellos, lo que sucede. Si no han ido por el camino que hemos tomado, entrarán por detrás, por las montañas. Díselo. Y corre, Khara.
       —¿Y tú?
       —Yo lo intentaré... a mi manera.
       Volvió a mirar hacia las tiendas, hacia una que había reconocido al instante, y tras despedirse de la menuda mujer con un gesto de cabeza se dirigió hacia allí.
       Yeialel estaba en el campamento. «No te atrevas a pedirme que no vaya», le había dicho. Y no se había atrevido, porque Yo no le había pedido nada semejante a él. Porque entendía, aunque lo partiese en dos, que tenía que ir. Y a él le tocaba entender que Yo quisiese ayudar con su don, en lugar de esperar a salvo a que le trajesen los restos. Khara tenía un buen trecho por delante hasta alejarse de las protecciones de la zona y poder desvanecerse, y otro tanto desde dónde reaparecería hasta dónde los demás esperaban. Deseó que fuese rápida, porque si ellos llegaban antes y él estaba lejos... no se perdonaría su estupidez en la vida.



*  *  *


       Algunos salieron a su paso y pese a que eran pocos, eran suficientes.
       —No eres bien recibido hoy aquí, hermano —escupió con sarcasmo uno de ellos.
       —En ese caso, dile que me reciba por las malas.


       Esperó unos instantes hasta que lo hicieron pasar al interior. Él estaba de espaldas, frente al tablero de juego, sosteniendo, pensativo, una de las piezas en sus manos.
       —¿Recuerdas aquellos tiempos en los que venías para continuar nuestra partida? —le preguntó, señalando el tablero—. También venías simplemente para conversar. Eran buenos tiempos, aquellos...
       —Es porque recuerdo muy bien esos tiempos que he venido hoy, Jeremiel. ¿Qué es lo que has hecho?
       Jeremiel... En su día había brillado tanto como los mismos arcángeles, pero sus ideas reaccionarias lo alejaron de la razón y de su círculo. Habían sido amigos. No, se corrigió, habían sido grandes amigos –y durante bastante tiempo, antes de Yo, habían sido mucho más–. De no ser por Viridiel, por quien él sentía verdadera lealtad, ahora estaría de camino al campamento que protegía con su vida, bajo las órdenes de aquel hombre para destruirlo. Bajo su bandera. Pero hoy no lamentó la decisión que tomó en su día pensando en su serafín; no después de que Jeremiel hubiese cruzado la línea de aquella forma.
       —He hecho lo que debía para ganar la guerra. He tenido que tomar decisiones mientras todos los serafines parlotean como viejas. Y he decidido que ganar hoy a cualquier precio, siempre es mejor que perder repuso Jeremiel con obstinación.
       —Me cuesta pensar que ya no queda nada del hombre que fuiste en tiempos...
       —Es posible, hermano, que seas tú el que haya cambiado. Tu serafín se emparejó con esa humana, tuvo un hijo con ella —dijo dándose la vuelta por fin, dejando al descubierto una mueca de asco—. Y está ese asunto de la mujer... Albergáis a esa mestiza entre vosotros.
       Se preguntó quien le habría contado lo de la esposa de Viridiel, puesto que era un asunto que sólo ellos conocían. Ellos y, probablemente... Viktor. Se acercó a la mesa y cogió otra de las piezas del tablero. Habían sido un regalo, todas ellas. Las había tallado para él hacía mucho tiempo.
       —Las guerras ya no tienen sentido. Nuestro Padre se fue, los arcángeles se fueron. Cada día somos menos, y tú vas a conseguir extinguirnos a todos —lo miró a los ojos, suplicante—. Por favor, Jeremiel, devuelve esas bestias al negro agujero del que las sacaste. No todo es ganar o perder...
       —En realidad, Elariel, no tengo elección —dijo con tristeza en voz baja, apartando la mirada.  
       Él no deseaba esto. No lo deseaba, estaba seguro, conocía muy bien al serafín… Quizá no estaba todo perdido. Levantó la mano y la apoyó en su hombro. Iba a hablar de nuevo cuando un dolor agudo lacerante lo partió por la mitad.