Capítulo 21




De luces y de sombras




         Otra vez aquí. Ya empezaba a estar harto de recorrer el camino que separaba su casa de esta, aún más después de conocer algunos detalles de la misma. Le repugnaba aquella sensación que se le pegaba al cuerpo, viscosa como la melaza. Sus hermanos lo miraron asintiendo, listos para lanzarse de cabeza hacia dónde él les pidiese, sin dudar. Y se alegró de no haber venido solo. «A estas horas ya sabrá que algo ha ido mal, aunque por mucho que busque, no encontrará la puerta. Solo tú puedes encontrarla, Vörj, lleva tu nombre escrito en el pomo» le había dicho Yo. Deseaba que tuviese razón y que el sumerio llevase siempre la piedra encima. De no ser así, la dichosa puerta se quedaría como estaba y ni los dioses sabían lo que sería de ellos.
         Caminaron hacia la casa despacio, dándole tiempo a salir y prepararse. Echaba en falta la presencia de Hylissa, que sentía como un silencio interno; soledad en su origen más primitivo. Una ausencia casi física después de esas semanas en las que había estado allí, bajo su piel. Pero no estaba solo; percibía a sus hermanos a su lado, y también lo percibía a él. Lo mejor de zanjar ese asunto sería perderlo de vista por fin, dejar de tenerlo presente a todas horas. En su caso, no añoraría aquel contacto. La unión que compartían no era ni la mitad de fuerte que la que había compartido con la mujer y, aún así, ya le parecía demasiado. Y pensar en tenerlo de la forma en la que ella lo había tenido bastó para empujarlo los últimos pasos, los que lo separaban de los límites de las protecciones.
         Emesh los estaba esperando, y salió. Salió con paso firme y decidido, como si fuesen viejos amigos que hubiesen quedado para tomar un café.
         —Siempre eres bienvenido, hermano —le dijo con una sonrisa torcida—. Aunque deberías dejar que te devuelva las visitas… Eso sería lo más cortés.
         —Bueno, ya sabes, no hemos venido de visita y creo que no he sido cortés en mi puta vida, así que no veo la necesidad de empezar ahora… Todos sabemos lo que va a pasar, así que vamos a dejarnos de historias.
         —¿Y qué es exactamente lo que va a pasar? No sé si lo tengo muy claro…
         —Nada bueno; eso es lo que va a pasar.
         —¿Para ti o para mí? —preguntó divertido.
         —Para ninguno de los dos, imagino.
         —Ya te has decidido, entonces. No desaparecerás antes de que podamos charlar con tranquilidad, como la última vez. No puedes matarme, Viridiel, sólo yo puedo romper el vínculo que nos une y no lo hare. No lo haré hasta que te tenga de rodillas…
         —Ah, pero es que tampoco hemos venido a charlar, y no tengo ninguna intención de matarte, aunque ganas no me falten.
         Hubo una pausa que Emesh aprovechó para acercarse más a él, olfateándolo sin disimulo.
         —Está contigo, hueles a ella… Pero no del todo —susurró—. ¿Sabes por qué se la di a mi hermano? Porque sabía que era lo que más le aterraba. Se la di porque él la deseaba y porque a ella le aterrorizaba… A veces la vida confluye de manera satisfactoria para todos, ¿no crees?
         —Eres un bastardo… —repuso apretando los dientes.
         Volvió a sentir la necesidad de destrozarlo, aún más intensa si pensaba en aquellos ojos verdes semicerrados en la oscuridad. Y apartó todo eso, haciéndolo a un lado para concentrarse en lo que importaba de verdad.
         —Lo supongo… —lo oyó decir. Aunque ya no le estaba prestando atención.

         Sus hermanos se separaron un poco mientras él extendía sus sentidos, dejándolos sobrevolar la zona. Palpando el ambiente en busca de lo que necesitaba. Enviándolos al laberinto, entremezclándolos con la desesperación que de allí emanaba. Escuchó a lo lejos el rugir de una garganta ronca, llena de furia. Lejos, muy lejos ya de él… Extrajo todo el pesar y el dolor que encerraba ese lugar convirtiéndolo en una oscura tormenta, arremolinándolo a su alrededor como si formase parte de él, pues así era. Lo sentía dentro, consumiéndolo poco a poco…
         Palpando buscó la piedra, que estaba dónde tenía que estar: en el bolsillo del chaleco de Emesh. La visualizó mentalmente, tal  como Yo le había enseñado, tirando de ella, desgarrándola, obligándola a ceder por la fuerza… Mientras la lóbrega opacidad entraba por cada poro de su piel y lo envolvía todo, sumiéndolo en una especie de sopor en el que no existía nada más que él y aquel lugar. Un sopor en el que se esforzaba por no caer del todo…
         Y no supo cuanto tiempo aguantó así, en un esfuerzo titánico, sin ver nada de lo que lo rodeaba. Hasta que escuchó la voz de Ash muy cerca de él, o tal vez a lo lejos… Ananta, gritaba. Ananta.
         La llave que abrió la puerta dejando a su paso un puñado de sueños muertos.

* * *


         Emu sintió el primer impacto en el pecho, cerca del corazón. Había pasado mucho tiempo desde que su hermano le diese suelta a sus habilidades por última vez. Mucho tiempo en el que él había olvidado lo intenso que podía resultar, si no se estaba preparado para recibirlo. Y parecía que nunca estaba lo suficientemente preparado…
         Vörj miraba al cielo como si hubiese algo allí que solo él pudiese ver. Tenso, con la frente empapada de sudor. El ambiente se había vuelto denso y le costaba respirar. Era como estar nadando en queroseno, esperando a que alguien tirase una cerilla. Y él era la cerilla…
         Unos metros delante de su hermano, mirándolo con sorpresa, Emesh rugió sacando la espada de su funda solo para quedar congelado en el tiempo. Sujeto por los lazos que Vörj apretaba a su alrededor. Trataba de resistirse, de imponerse a las ataduras que lo sometían con un esfuerzo descomunal. Lograría soltarse, lo sabía, igual que lo sabía Vörj. Aunque ese era el tiempo que necesitaba su hermano para conseguir lo que pretendía. Él sólo esperaba mantenerse lo más lejos posible de lo que se avecinaba, confiando en la habilidad del serafín para manejar todo lo que estaba a punto de liberar.
         Transcurrieron unos escasos minutos en los que únicamente valoró la situación, hasta que la densa atmósfera pareció solidificarse hasta un punto insostenible. Hasta que el aire a su alrededor se convirtió en un muro de hormigón imposible de atravesar. Moverse les costaba toda una vida, como si fuesen mosquitos atrapados en ámbar. Y fue en ese justo momento en el que Emesh se soltó.
         Extendió un brazo, dónde pudo distinguir con claridad el dibujo de la serpiente que se movía inquieta. Reptaba descendiendo en dirección a su muñeca, asomando la cabeza que atravesaba la piel, sacando la lengua bífida que tentaba el camino, olfateándolo a su paso. Y llegó a su destino, y aún más allá, dejando atrás la palma de su mano. Bajando, emergiendo mientras crecía hasta caer al suelo con una perezosa elegancia. Cambiando la muda, liberándose. Creciendo. Creciendo… Y fue entonces cuando el aire volvió a ser aire y  pudo respirar con normalidad, inhalando el vapor que emanaba del suelo. Era como si la tierra hubiese expulsado todo rastro de humedad dejándola flotar a su alrededor, empapándolos a todos. El primer síntoma de lo que estaba por llegar… Y aún así, lo que lo tenía totalmente absorto era el espectáculo que se desarrollaba ante a él.
         El ofidio se arrastró por el suelo unos metros, los justos para alejarse un poco de ellos. La escamosa piel se rasgó y de ella brotaron extremidades nuevas. Extremidades humanoides cubiertas por brillantes escamas rosadas… Y la cabeza triangular fue tomando, poco a poco, una forma más redondeada y femenina de nariz chata. Sus ojos, entre  púrpuras y amarillos, lo miraban todo con interés, y cuando se posaron sobre él logró salir de su ensimismamiento. Ya tenía la espada corta en la mano, la había sacado en el mismo instante en que su hermano entró en su trance oscuro, y no esperó más para hundírsela en el vientre.
         Ella se retorció de dolor, haciendo una extraña mueca que él tomó como invitación a repetir el movimiento, clavándole el arma una vez más. Y otra, y otra… Escuchó a Ash, gritando su nombre: Ananta, el nombre de la bestia. Y ella se enroscó sobre sí misma rabiosa. Trató de decapitarla lanzándole un tajo al cuello, sin embargo ella saltó hacia delante, y no había ya herida alguna en su torso. Perdió el pulso de la espada, que salió disparada lejos de su alcance. Vio de reojo a Ash, enzarzado con el sumerio en una lucha encarnizada que no debía ganar. Su hermano consiguió alejar a Emesh un par de metros y se giró en ese momento, hundiendo uno de sus estiletes en el costado de la Devoradora. Justo cuando ella lo abrazaba ceñida a su cuerpo, constriñéndolo con una fuerza bruta que lo dejó sin aliento. Apretaba, salvaje, en un intento de destrozarle las costillas, que crujieron bajo el enorme peso del reptil.  Hasta que él dejó salir aquello trataba de dominarlo desde hacía días, mucho antes de que todo comenzase. Dejó que el fuego se condensase en su interior, concentrándose en su pecho y en las yemas de los dedos que ardían ya, quemando las escamas que tocaban, que se desprendían de la piel volatilizándose convertidas en ceniza. Ella aflojó la presión un poco, dándole un respiro, gritando y gruñendo ante el abrasador contacto. Pero eso no fue suficiente y solo consiguió enfurecerla aún más. La criatura siseó en su oído llena de odio, arrastrándolo hacia atrás para aislarlo de los demás.
         Y comprendió que no le quedaba más remedio que dejarlo salir todo fuera, de golpe. Dándoles el tiempo necesario a sus hermanos para terminar lo que sea que tuviesen que hacer allí. Y eso es lo que hizo, dejarlo salir… Y la implosión fue, de lejos, mucho más dura que los brazos que lo sujetaban.

* * *

         Ash se encaró con Emesh impidiendo que dañase a Vörj, que ya estaba muy lejos de allí. No le gustaba nada de aquello. Jugar con un demonio sumerio que portaba a uno de los antiguos, un Ignoto. La sola idea le paralizaba el corazón.
         Emesh estaba sujeto por cadenas invisibles, las que su hermano le había puesto. Sentía el hedor de todas aquellas emociones que manejaba en la boca… Las mismas que envolvían toda la zona, cubriéndola como una carpa dónde nada más podía entrar o salir. Se habían hecho fuertes, resguardadas por la amalgama de protecciones que se desperdigaban alrededor del terreno. Unas protecciones que les laceraban la piel, aún estando en sus lindes. Vörj había tenido el tino de no adentrarse demasiado, solo lo justo para animar al sumerio a salir a su encuentro.
         Pese a mantenerse inmóvil, Emesh era alguien a quien tener en cuenta. En esos momentos era como un animal acorralado que haría cualquier cosa por eludir su destino. Vörj lo había pillado por sorpresa con su descabellado plan, pero el desconcierto inicial había pasado y trataba de liberarse de unos tentáculos que no podía ver. Tiraba de ellos en un esfuerzo titánico, todo músculo tenso.
         Y el tiempo pareció detenerse… Los movimientos se volvieron lentos y era como estar atrapado entre dos placas de cristal, con esa distorsión propia del cambio de planos, pero sin haberlos cruzado. Atrapados en una fase intermedia sin apenas poder moverse. El momento justo en el que el sumerio se soltó por fin.
         Vio como la serpiente escapaba del cuerpo, justo lo que habían imaginado que sucedería. Cambió ante sus ojos y, una vez que la pausa terminó, Emu se lanzó sobre ella rápidamente, apuñalándola una y otra vez. El dolor de la bestia se dispersó en todas direcciones, vibrando en su interior, indicándole el momento preciso. El momento de debilidad… Uno fugaz, que pasaría en un instante. Y antes de que eso sucediese gritó el nombre de la antigua criatura, esperando que Vörj lo llegase a escuchar. Y se lanzó contra Emesh, que trataba de aprovechar el trance que dejaba indefenso a su hermano.
         Le asestó un tajo a los riñones que él paró girándose en el momento preciso. Separó los labios mostrándole los dientes, lleno de rabia. Probablemente, las cosas no iban como las había imaginado. No tuvo que esperar su respuesta; llegó de forma inmediata con una estocada que esquivó. Y así, cuerpo a cuerpo, se mantuvieron uno pegado al otro. Descargando golpes sin descanso, él tan solo entreteniéndolo, sabiendo que no debía acertarle. De vez en cuando miraba de reojo a Emu, que hacía lo que podía con la bestia. O más bien era ella lo que hacía lo que quería con él. Se le hizo un nudo en el pecho cuando la vio alzarse a su espalda, apretándolo hasta la muerte con sus miembros escamosos, con los que ejercía la misma presión que una anaconda que trataba de devorar a un cocodrilo. Aprovechando un breve distanciamiento le asestó al sumerio una patada en el pecho. Lo suficiente como para hundir el estilete en el costado de la criatura sin mucho éxito, pues el corte se cerró casi inmediatamente. Después de eso, Emesh cargó nuevamente contra él.
         La criatura consiguió alejar a Emu, separándolo demasiado de su alcance. Pero vio la determinación en sus ojos, justo en el mismo instante en el que el olor de la carne quemada lo atravesó.
         —¡Emu, no! —le gritó. Pero ya era demasiado tarde. Una vez que dejaba salir lo que guardaba dentro, era imposible volver a contenerlo. Los ojos cobres brillaron como ascuas, y cuando la Devoradora lo soltó por fin, fue él el que se agarró a ella.
         Trató de evitar la hoja del sumerio una vez más, y una vez más lo consiguió. La tormenta que se acercaba cubrió por completo el cielo, volviéndolo oscuro como la noche. La opresión en el pecho le hizo soltar las armas, que cayeron al suelo al mismo tiempo que la espada de Emesh. Quiso tumbarse a morir, dejar que todo transcurriese sin él, sin importarle otra cosa que no fuese tumbarse allí mismo. El viento arrastró unas voces a lo lejos que anidaron en su interior. El pelo le azotaba la cara con fuerza, mientras veía como el sumerio se tiraba del suyo cayendo de rodillas frente a él. «No volveré allí», decían sus ojos, «no puedo volver allí…»
         Pensó en Emu, que yacía inmóvil más allá. En sacarlo del epicentro cuanto antes. Antes de que el suelo se abriese y se los tragase. Y aunque tomar la decisión le resultó lo más duro que había hecho en su vida, consiguió llegar hasta él y arrastrarlo varios metros. Buscó a su alrededor un sitio en el que poder resguardarse de lo que se avecinaba. Observó a Vörj, el único que seguía en pie mirando a la nada. Cantaba una oscura melodía que jamás pensó que volvería a escuchar, aún menos fuera de su hogar... Él era la tormenta que veía en los ojos de Yeialel cada vez que lo miraba. La tormenta que estaba a punto de engullirlos sin hacer distinciones. Allí, con esa mirada salvaje y el largo cabello ondeando al viento como una bandera, volvió a ver al hermano que había recordado durante todo ese tiempo. El mismo que había dejado atrás al irse; el serafín.
         Vio a lo lejos un tocón hueco. Abrazó a Emu y se desvanecieron apareciendo allí un momento después. El dolor fue insoportable. La traslación en aquellas condiciones lo dejó aún más exhausto y tardó unos segundos en recobrarse lo suficiente como para comenzar a moverse de nuevo. Se arrastró al interior del tronco el primero, tirando después de su hermano. Era muy estrecho, pero lo suficientemente largo como para que los dos pudiesen quedar a cubierto tumbados, pegados uno junto al otro. Olía a carne quemada y a humedad. A tierra revuelta. A tormenta.
         La respiración de Emu era débil, acompañada de un gorgoteo que no le gustó nada. Tan apretados como estaban no podía verlo bien, pero antes de entrar había advertido las quemaduras que le cubrían los brazos y el torso. La ropa había desaparecido consumida por el fuego y tenía la piel fría y húmeda. Su cuerpo ya no desprendía ese calor característico, como si tuviese fiebre, como si se quemase por dentro. Estaba frío, y la vida se le escapaba... Lo abrazó con cuidado tratando de resguardar lo poco que quedaba de él. Lo abrazó apoyando la cabeza contra la suya, susurrándole palabras tranquilizadoras al oído que no escucharía. La tormenta rugía llena de pánico, angustia y malos presagios y él permaneció allí, pidiéndole a su hermano que no lo dejase solo y rogando en silencio por el que se había quedado fuera.
         Hasta que perdió el conocimiento.
   

* * *

         No sabía cuánto tiempo había pasado. Bien podían haber sido horas, o días enteros. La luz se filtraba por el agujero, y encontró el cielo despejado cuando levantó la cabeza para mirar por él. Emu estaba muy quieto. Y frío. Siempre se quedaba helado tras una combustión, pero esta vez se había consumido completamente. Era como la cáscara de un sol difunto, ennegrecida y hueca. Ya no escuchaba el murmullo cuando respiraba y, tras la alarma inicial, comprobó aliviado que seguía haciéndolo. Necesitaba llevarlo de vuelta. No a la casa; al Jardín. A su hogar. Dónde Yo pudiese hacer por él mucho más que aquí, en una tierra mortal ajena a ellos.
         Lo arrastró fuera del tocón y lo examinó detenidamente. Estaba peor de lo que le había parecido, y ya le había parecido suficientemente malo. La carne se había secado y agrietado, e incluso en algunos puntos, había desaparecido completamente.
         Miró atrás en busca de Vörj; el paraje era desolador… La casa había desaparecido y tampoco quedaba ni rastro del laberinto. Sólo alguna piedra suelta que podía sugerir que alguna vez allí hubo algo más que barro y polvo. Su hermano caminaba hacia ellos arrastrando los pies, la cabeza baja y los hombros hundidos.
   
         —No os veía —dijo con una voz áspera que no parecía la suya—. Pensé que habíais desaparecido con todo lo demás. Emu… Casi no puedo sentirlo…  
         Tenía la cara tan sucia que apenas se le distinguían los rasgos, únicamente los ojos dorados, que brillaban con intensidad, y estaba completamente empapado. Se arrodilló junto a Emu apartándole un mechón de pelo del rostro, dejando al descubierto su semblante, congelado en un gesto de dolor que le revolvió el estómago.
         —Hay que llevarlo al Jardín. Ahora —le dijo a Vörj.
         —No puedo llevarlo yo —repuso hundiendo las manos en la tierra, totalmente agotado—. No puedo llegar hasta allí…
         —Está bien, me encargaré de eso. Vuelve a casa, explícale a Yo lo que ha pasado y dile que se reúna con nosotros.
         —Elariel… —susurró Vörj antes de agacharse a besarlo en la frente.
         —Tengo que irme ya, Vörj.
         Su hermano asintió sin dejar de contemplar el cuerpo laxo. Sujetó con fuerza a Emu y desaparecieron, rumbo al sitio dónde no hubiese regresado jamás. Porque Vörj tenía razón; no hubiese vuelto. Únicamente por persuadir a Yo, o ahora, por salvarle la vida a Emu. Por cualquiera de ellos, pero jamás por iniciativa propia.


* * *

         Vörj regresó, antes de irse de allí, al lugar en el que el sumerio había desaparecido engullido por el portal. Más que verlo lo había sentido, como si él mismo lo hubiese empujado a cruzarlo. Porque eso es lo que había hecho. Se había resistido, retorciéndose hasta el último momento, pero sus esfuerzos habían sido en vano. Y ahora ya no estaba, había desaparecido por completo, borrado de la faz de la tierra y de su piel. La Devoradora se había extinguido junto a él, perdiendo la capacidad de encarnarse de nuevo gracias a Emu. Ella no había cruzado, no tenía poder suficiente como para desterrar a un ignoto, pero había quedado atrapada en la piedra. O eso esperaba.
         La buscó por los alrededores y no tardó en encontrarla. Negra y brillante, como si el desastre que la rodeaba no la hubiese tocado. La cogió percibiendo la presencia en el interior; una presencia atávica y oscura que le puso la piel de gallina. Ella lo observaba cuando entraba en contacto con la piedra. Estaba casi seguro de que podía verlo, y se la echó al bolsillo sin ceremonias, tratando de evitarla en todo lo posible. Primero lo primero.
         Regresar a casa.


         Cuando abrió la puerta se encontró con un Yo lloroso y fuera de sí que se arrojó a sus brazos.
         —Se la ha llevado —gemía—. Lo siento, Vörj, no pude hacer nada… Se la ha llevado…
         Hylissa no estaba, así que no le costó deducir a quien se refería su hermano. El corazón le dio un vuelco. A este paso terminaría por salírsele del pecho, pensó con angustia recordando a Emu.
         —¿A dónde se la ha llevado, Yo? —le preguntó apretando los dientes. No le hacía falta que le dijese quien, él ya lo sabía. Cuando creía que no podía ser más estúpido, siempre quedaba demostrado que se equivocaba. Y ahora dudaba de que pudiese volver a superarse, joder. No, no podía superarse… Esta vez había llegado a lo más alto. 
         Su hermano levantó la cabeza, mirándolo desde aquellos ojos azules empañados. Le deslizó algo en la mano; la gema. No sintió nada allí. Nada.
         —Quiere que te reúnas con él… —le dijo con voz ahogada.


* * *

        Se sintió como un feto devuelto al útero tras ser alumbrado. Ni siquiera era capaz de decir cuánto tiempo había estado allí antes de que el serafín lo sacase y, ahora, regresar de nuevo tras haber estado fuera, caminando bajo la luz del sol, se le hacía insoportable. Y esta vez estaba completamente solo. Marduk había muerto, Ananta se había quedado atrás… Solo.
         La palabra resonó diluyéndose en su cabeza. No estaba solo, en realidad. Allí, en la oscuridad, había cosas que se arrastraban en la linde de la cordura, en los márgenes del tiempo. Cosas que él conocía muy bien… Y también ellos que, contentos de volver a verlo, lo recibirían con los brazos abiertos. Los ignotos, que extraerían de él cada gota de sangre de su cuerpo, cada pensamiento, cada latido de su negro corazón. Una y otra vez, hasta el fin de los días. O hasta que alguien fuese lo suficientemente estúpido como para sacarlo de nuevo. 
         Algo crujió como madera vieja a su lado, la cacería había empezado. Y él… comenzó a correr.