Yeialel
miraba desde lo alto del muro de las Fuentes de Plata. Había pasado allí toda
su vida y nunca, hasta hoy, había sentido esa necesidad urgente de saltar al
otro lado. Sí que subía allí muchas veces, algo extraño entre los querubines,
puesto que ninguno había mostrado tales inquietudes. Pero hoy no era un día
cualquiera; hoy sus hermanos habían salido del Jardín, y muchos de ellos no
regresarían ya. La guerra estaba a punto de zanjarse de la forma más horrible.
La primera de muchas otras que la seguirían… Demasiadas como para contarlas.
Miguel
los había llamado a todos antes del alba, susurrando sus nombres uno a uno.
Ellos le habían seguido, porque era eso lo que él esperaba que hiciesen. Los
había visto partir, cabizbajos, sin volver la mirada atrás, siguiendo aquella
espada flamígera que iluminaba el camino. Miguel, rodeado de sus serafines y,
tras ellos, sus hermanos y hermanas, avanzando en silencio, rompiendo la
quietud de la noche. Y el día amanecería tan gris como sus corazones.
Todos
escuchaban los lamentos del Padre que
no quería perder a ninguno de sus hijos. Pero así era la guerra, le habían
dicho algunos. Y muchos de ellos no regresarían ya. Dos veces antes otros se
habían revelado y habían sido expulsados, pero no habían empuñado las armas. En
cambio ahora, ésta vez, se habían negado a obedecer. No habían acatado su
castigo, porque pensaban que no merecían ninguno. Así que las cosas se
solucionarían con violencia.
Miró
atrás y contempló a sus hermanos querubines, jóvenes, como él mismo, pero
ajenos a todo. No habían escogido aún sus formas definitivas, todos ellos
inocentes. Se bañaban en las Fuentes y cantaban porque no habían visto partir a
los demás, y las nubes no oscurecían el cielo allí, que seguía siendo de un
azul brillante, como siempre. Ellos no sabían nada de lo que sucedía al otro
lado, y de ése modo su Padre los
protegía de todo. La guerra jamás llegaría hasta allí, y el horror nunca los
tocaría. Vivirían felices en su ignorancia, inocentes, tal y cómo se esperaba
de ellos. Los niños eternos.
Y
por primera vez se sintió fuera de lugar.
Había
soñado que saltaba el muro. Había soñado que buscaba algo. Que lo buscaba
desesperadamente.
Así
que saltó. Salió descalzo hacia los Campos Antiguos. Había recorrido ese
camino únicamente en sueños y, a pesar de ello, sólo tuvo que seguir la estela
de amarga aflicción que sus hermanos dejaron al pasar.
Caminó descalzo durante mucho tiempo, tanto que no supo decir cuánto. Caminó
hasta contemplar los primeros cuerpos, atravesados por las brillantes lanzas, o
pasados por la espada. Sus bocas
abiertas en gritos mudos, los de un bando y los de otro, juntos ahora en la
muerte. Y observó a los que quedaban cavando tumbas. Y había muchas. Siguió el
rastro de cuerpos inertes y columnas de humo, con un nudo en la garganta y los
ojos anegados en lágrimas. Siguió hasta distinguir una figura solitaria
recortada en el horizonte, y fue hacia ella. Y cuando se acercó lo reconoció de
inmediato, aún sin haberlo visto nunca. Lo reconoció, y recordó su nombre; su
nombre verdadero, porque le había sido revelado mientras dormía. Y supo que era a él a quien había estado buscando
desesperadamente.
Se
hallaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y las manos reposando
sobre sus rodillas. Unas manos delicadas, de largos y elegantes dedos. Unas
manos que nunca deberían empuñar una espada. Su cabello era tan rojo como el
fuego y el viento lo azotaba impidiéndole ver su rostro. No levantó la vista,
estaba perdido en sus pensamientos o quizá, perdido sin más, rodeado de
cadáveres carbonizados. Y se sentó junto a él, deslizando su mano en la del
extraño, enredando los dedos en torno a los suyos, como si siempre hubiesen estado
así. Y él no dijo nada. Siguió mirando los cuerpos con ese mudo lamento que
arraigaba en sus entrañas.
Y
pasaron las horas. Apoyó la cabeza en el hueco de su hombro, donde encajaba
perfectamente. Y esperó.
—A
veces tengo la sensación de que el mundo que conocemos se vuelve cada vez más
frío y ajeno… —dijo el extraño
rompiendo el silencio por fin—. Hoy he dado muerte a mis hermanos. Les he dado
muerte por pensar lo mismo que yo pienso.
Y él no supo que contestarle, así que no dijo nada. Y lo abrazó con fuerza esperando que fuese suficiente. Pero no lo era.
Y él no supo que contestarle, así que no dijo nada. Y lo abrazó con fuerza esperando que fuese suficiente. Pero no lo era.
Y
cuando se hizo de noche y los demás llegaron para llevarse los restos, el
extraño se puso en pie y le tendió la mano. Y por primera vez vio sus ojos,
brillantes como ascuas. Ojos cobres. Unos ojos que había visto antes, en sus
sueños. Y cogido de su mano volvió al Jardín. Y no quiso entrar en las Fuentes
de Plata, ya no podía. Porque había visto la muerte y ya no era inocente. Así
que siguió al extraño hasta sus estancias, dónde lo ayudó a lavarse la sangre.
Le frotó la cara, y el torso, y esas manos delicadas que no estaban hechas para
empuñar un arma. Y lo cubrió de besos esperando que fuese suficiente. Pero no
lo era.
Y
nunca antes había besado a nadie, ni lo había tocado tan íntimamente. Ni había
sido acariciado como lo estaba siendo ahora. Y sintió como su cuerpo tomaba
formas al fin, inesperadamente, bajo el roce de aquellas manos. Y tomó las
formas que vio reflejadas en sus ojos cobres. Y él le sonrió, y lo amó de una
forma extrañamente dulce que le gustó más de lo que jamás hubiese imaginado o
deseado. Y pronunció su nombre percibiendo el familiar tirón bajo la piel y él
se estremeció al reconocerlo en sus labios, pero no se sorprendió. Pensó en
sus hermanos, que nunca padecerían el dolor de una pérdida, pero que tampoco
amarían de verdad, y sintió una profunda lástima por ellos. Y se durmió en
sus brazos, apoyado en el hueco de su hombro, con las manos enlazadas a las
suyas. Esperando que fuese suficiente. Pero no lo era.
Regresaron
a aquel lugar tres días después para enterrar a sus hermanos tras honrar los
cuerpos debidamente, como dictaban sus costumbres. Los sepultaron bajo las
frías lápidas de piedra, mirando al norte. Y llovió hasta empaparlos por
completo. Hasta que se formaron ríos que arrastraron la sangre de los Campos
Antiguos. Ríos rojos. Y desde ese día se llamaron los Campos de Sangre –y a las
tumbas que allí había se sumarían muchas más–. Y seguía a su lado, contemplando
aquella melena roja como el fuego ahora lacia por el agua, las manos de ambos
entrelazadas. Y él no había vuelto a decir nada desde que hablase por primera
vez, pero tampoco había nada que decir.
Y
cuándo sus hermanos se acercaron para cubrir los cadáveres, él no se movió.
Siguió impasible, mirando los bultos cubiertos por las suaves mortajas blancas.
Hasta que éstos desaparecieron, devueltos a la tierra a la que pertenecían, y
por la que habían muerto. Y todos pronunciaron las palabras que los
recordarían, y cantaron las melodías fúnebres. Menos él, que permaneció en
silencio. Y siguió abrazado a su cintura, sujetándolo, o sujetándose a sí
mismo.
Esperando
que fuese suficiente. Pero no lo era...