Cenizas y silencio




       Islandia, 780 d.c



       A pesar de que el fuego ardía en el hogar la estancia estaba helada, o a él así se lo parecía. Ella tiritaba en sus brazos mientras la acunaba con suavidad.
       —No te veo...
       —Aquí estoy, a tu lado —buscó su mano bajo las pieles y la apretó con fuerza. Estaba fría e inerte.
       —No oigo llorar al bebé... ¿Está bien?
       —Está dormido. Está bien, es fuerte, como tú. Descansa... —dijo besándola en la frente.
       —Se parece a su padre... Tiene tus ojos, y tu pelo... — ella sonrío débilmente, una vez más.
       —Así es, tiene mis ojos y mi pelo, pero también hay cosas de su madre en él. Tiene tu nariz y tu barbilla... y el mismo mal humor cuando tiene hambre —le susurró en el oído, y su sonrisa se ensanchó un poco más.
       —¿Cuidarás de él?
       —Sabes que lo haré.
       —Está bien. Lo siento, sé que no querías un hijo…
       Una lágrima solitaria descendió por su mejilla y él la atrapó con un beso; era salada, como el mar que ella amaba. Todo lo que había pasado y aquella era la primera lágrima que derramaba.
       —Sssh... No pasa nada, ástin mín, no importa. Ya no importa… Duerme…
       Ella sonrió una última vez y cerró los ojos. Y descansó. Descansó por fin. Y la abrazó fuerte, ya sin miedo a romperla.

       Lejos estaban hoy los tiempos en los que a él le parecía que tenía toda la vida por delante. La encontró en una aldea dónde la iban a vender como esclava; no tendría más de doce años entonces y su pelo, rojo y alborotado, llamaba la atención sobre todo lo demás. Rojo como el fuego. Levantaba la nariz orgullosa pese a los moratones y la soga de las muñecas, y cuándo sus ojos se encontraron no vio miedo en ellos. Solo el reto, lanzado al aire con aquel mohín tan peculiar que llegaría a adorar mucho más tarde. Sintió lástima por aquella muchacha menuda y el destino que le aguardaba. El orgullo no casa bien con la esclavitud, sólo la obediencia lo hace, y de eso no encontró ni rastro en aquellos ojos azules. Antes de pararse a pensar en lo que hacía estaba pagando un buen precio por ella, mucho más de lo que valía. El cerdo que se la entregó lo miró desde su sonrisa sin dientes como compartiendo un chiste, y sabía exactamente la clase de ideas que se le pasaban por la cabeza. Se guardó las ganas de destriparlo y le devolvió la sonrisa, tirando de la muchacha para alejarse rápidamente, antes de que esas ganas resurgiesen con energías renovadas. Ella lo miró con desprecio y no le sorprendió. Lo peor de todo era saber que una niña pudiese imaginar aquel destino –y las circunstancias que la habían llevado a imaginarlo–.
       Durante todo el camino estuvo callada, sin quejarse ni protestar, sin pedir agua o una pausa. Nada. Varias horas a paso ligero subiendo por un camino de cabras, hasta su casa. Una casa en la que no solía pasar demasiado tiempo, pero suya, a fin de cuentas.
       —Puedes irte o quedarte, haz lo que te plazca —le dijo una vez allí. Ella lo miró sorprendida, probablemente porque era lo último que esperaba escuchar... Y no se fue.
       Limpiaba, cocinaba, se encargaba de todo durante sus largas ausencias y, a su vuelta, ella seguía allí. Siempre seguía allí. Hasta que un día se encontró mirando a los ojos a una preciosa mujer de pelo rojo como el fuego. Una mujer que lo hacía reír y olvidarse de las preocupaciones; que no hacía preguntas, por muy extrañas que le pareciesen las cosas. Eydís era tan obstinada y terca como él mismo; era una mujer que nunca aceptaba un no por respuesta. Y sin saber muy bien como había sucedido, se encontró queriendo volver a su casa cuando se iba, y echándola de menos cuando no estaba.

       No supo cuanto tiempo había pasado así, salió de su ensimismamiento al sentir la mano de Arikel apoyada en el hombro.
       —Es la hora, está todo listo. Lo haremos según sus costumbres, si te parece bien —él asintió para dar su consentimiento, sin ganas ya de hablar. Ni siquiera le parecía estar allí—. No te atormentes así, no es culpa tuya. Ella debe seguir su camino, y tú el tuyo.
       Y era cierto, pero eso no significaba que tuviese que gustarle. Sus ojos escaparon una vez más hacia el pequeño bulto que había a los pies de la cama; no podía. Por los dioses que lo había intentado, pero no podía. No se sentía capaz ni de mirarlo. Le había prometido a Eydís que cuidaría de él y había fracasado.
       —Yo me ocuparé del bebé —repuso su hermano, envolviéndolo rápidamente en la manta de lana.
       Había muerto poco antes que ella. Desde que se puso de parto todo había ido de mal en peor. Yeialel la había atendido lo mejor que pudo, pero no fue suficiente. Nada fue suficiente. Después de dos días había perdido mucha sangre y estaba agotada, y el niño tenía la suerte echada nada más llegar. Yeialel lo había examinado y lo vio en sus ojos cuando le devolvió la mirada: no podía hacer más, la naturaleza sigue su curso.
       Era cierto que él no deseaba un hijo, pero después de tanto tiempo era lo único que ella le había pedido. Era injusto negárselo, después de todo... El niño podría crecer con su madre y, cuando llegase el momento en que ésta faltase, tendría un recuerdo vivo de un momento feliz. ¿Acaso había sido un egoísta pensando que podría tener algo realmente suyo? Había cedido y ahora… Ahora ambos estaban muertos.
       —Te esperaremos fuera —dijo Arikel, antes de salir de la casa con el bebé en brazos. Su bebé. Oh, padre…

       Lavó el cuerpo y lo envolvió en el lino blanco. Le cepilló el largo cabello rojizo y lo trenzó como a ella le gustaba llevarlo. Como tantas veces se lo había trenzado él mientras se daban un baño. Cuando hubo terminado la tomó en brazos y salió. Hacía frío, pero no le molestaba. Necesitaba sentir el invierno en la cara para despejarse. Había creído que podía hacerse a la idea de perderla, emparejarse con un mortal era la crónica de una muerte anunciada. Y aún así se dio cuenta de que nunca hubiese estado preparado; jamás podría haber estado listo para decirle adiós.
       Bajó el camino hasta llegar a la pira que sus hermanos habían preparado y la depositó allí con cuidado. Su hermano colocó al bebé a su lado. No tenía nombre, su paso había demasiado sido fugaz. Demasiado humano. Y el eco de su fracaso lo golpeó una vez más en la garganta. Rodearon los cuerpos con las ofrendas, y se acercó para besarla una última vez y cubrir su rostro. Sus ojos se desviaron al pequeño bulto de nuevo, vislumbrando un dorado e hirsuto rizo que escapaba de la manta azotado por el viento. Apartó enseguida la mirada y Arikel volvió a cerrarla correctamente –adelantándose, como siempre, a lo que él necesitaba–. Sus hermanos recitaron las palabras rituales; él permaneció callado. Malditos fuesen los dioses. Los antiguos y los nuevos. Al infierno con todos ellos y con su intervención divina.

       Elariel pasó la mano por la madera recién cortada y esta ardió. Ardió, y Elariel dio forma a las llamas, como si fuesen una extensión de sí mismo, e hizo que se extendiesen devorándolo todo. Ella ya no pasaría frío.
       Y cantó una vez más, mientras el dolor le desgarraba el pecho. Cantó. Y sus tres hermanos permanecieron a su lado, hasta que sólo quedaron cenizas y silencio.