Mar

~ Emu ~



         Silbó a los perros que aceleraron la marcha. Se abrían paso entre la nieve como si ésta no existiese, arrastrando el trineo con ellos. Nada los detendría salvo él. Corrían, porque para eso estaban adiestrados; corrían como si escapasen del mismo infierno, porque era eso lo que les exigía. Y tras una marcha de varias horas los apuraba ya, acercándose al final del trayecto. Los condujo a lo largo del cañón, hasta que éste se abrió dejando a la vista el mar. A pesar de las bajas temperaturas, aún no se había helado. Hizo frenar a los animales y ellos tomaron el camino sin necesidad de indicaciones, pues sabían de sobras a dónde iban. Llegaron al límite y se detuvieron, esperando que soltase los arneses y los dejase libres. Sacó de los petates comida y agua para ellos, y los recompensó con unas palabras de afecto y unas breves caricias. No se entretuvo más de la cuenta porque se sentía ansioso. Se despojó de la ropa; a partir de aquí ya no la necesitaba. Hacía frío y, aunque era consciente, no le molestaba en absoluto. Su piel seguía caliente como si fuese pasto de la fiebre, pero eso era lo normal en él. Anduvo por la nieve hasta llegar a la orilla, buscando ese punto desde el que poder ver el mar abierto entre los enormes pedazos de hielo. La aurora boreal brillaba en un espectáculo de luces inigualable, iluminando la noche con sus colores fantasmales; las luces del norte en una larga noche que aún duraría otros tres meses. Se zambulló de cabeza en el agua y se sumergió, sintiendo el frío extenderse por su cuerpo. Era una sensación placentera, por eso estaba allí. 
         Nadó. 
         Nadó hasta que los bordes de la orilla se desdibujaron y se perdieron en el horizonte. Nadó hasta sentirse completamente solo, y sólo entonces se detuvo. Contempló como el reflejo de las estrellas incidía en la superficie. Como si de un hermoso cristal se tratase, absorbía los destellos convirtiéndolos en plata. Algunos trozos de hielo flotaban a la deriva, como él en ese mismo instante. Se dio la vuelta para contemplar el cielo mientras flotaba inerte, pensando en la gran ironía de la inmortalidad.
         De allí de dónde venían todo era precioso, pero de una belleza artificial, como si de un espejismo se tratase. El Jardín era un oasis yermo; un oasis impertérrito y estático que jamás cambiaba, incapaz de albergar una nueva existencia. Le faltaba el fluir del tiempo, la caducidad de las cosas que aquí estaba impresa en cada pedazo de hielo, en cada gota de agua. La vida y la muerte se agitaban en cualquier rincón del planeta. La humanidad, tan efímera y, aún así… Tan plena.

         Permaneció mucho tiempo así. Horas, quizá, contemplando cómo el vaho salía de su boca al respirar. Escuchando únicamente el sonido del mar, con las luces del norte desparramándose sobre su cabeza. Y se sintió tan vivo y pleno como las aguas que lo sostenían.