~ Yo ~
Recorría,
casi como cada día, el camino hasta la enorme cúpula de nácar de los jardines.
El sendero transcurría atravesándolo todo, como una enorme serpiente verde; bifurcándose
una y otra vez en cada fuente de piedra y plata, en cada estatua de cristal. La
vegetación lo envolvía todo, enrollándose, creciendo, floreciendo. Estallando
en mil colores. Los olores de las diferentes plantas se mezclaban consiguiendo
uno sólo que a él siempre le recordaba a su hogar. Así es como olía siempre el
Jardín. Le encantaba sentir la suave hierba en sus pies descalzos. Era fresca y
reconfortante, como todo lo demás.
Dobló
el recodo y llegó hasta el puente. Desde allí veía la enorme construcción
enrejada. El sol se estaba poniendo y reflejaba en todas partes, haciendo que el
nácar brillase aún más de lo normal. Era un espectáculo tan hermoso que, aún
contemplándolo a diario, siempre se sobrecogía. Jamás se perdía una visita al
atardecer cuándo se hallaba en casa. Se llevó una mano a los ojos para ver
mejor, y la sonrisa murió antes de tocar sus labios. Algo no iba bien ese día.
Escuchó con atención: nada.
Hizo
el resto del camino corriendo. Cuando llegó hasta la enorme pajarera, sólo
sentía el latido de su corazón martilleándole con fuerza en los oídos. Lo sabía
ya antes de abrir la puerta metálica. Horrorizado, se llevó las manos a la boca
intentando no gritar, cayendo de rodillas.
Estaban todos muertos. Muertos. Yacían desparramados por el suelo como
una macabra alfombra de de colores.
Cogió
con delicadeza una de las pequeñas aves que había junto a su pierna, de plumas
tan rojas como los cabellos de Emu. Parecía dormida, tan frágil... Miró a su
alrededor, las lágrimas corrían ya por sus mejillas impidiéndole ver con claridad.
Casi sin darse cuenta se llevó el pájaro a los labios y depositó un beso en su
pecho, masajeándolo con los pulgares, hasta que notó la chipa allí, justo en el
centro, como una pequeña llama prendiendo. Con los ojos cerrados lo lanzó al
aire y escuchó el aleteo cuando emprendió el vuelo. Sintió náuseas, notó como
la ácida arcada se abría paso por su garganta y a duras penas pudo contenerla.
Gotas de sudor frío resbalaban por la espalda. Lo que había hecho estaba
prohibido. Y aún así… Tuvo que esforzarse de verdad para evitar el impulso de
devolverles la vida a todos. Cayó de lado enroscado sobre sí mismo, y lloró
amargamente.
Le
costaba respirar y unos brazos lo sujetaban con firmeza. Abrió los ojos y se
encontró con los de Emu, que lo miraba con inquietud.
—Has tenido un sueño —dijo sin más.
—Has tenido un sueño —dijo sin más.
—Sí, pero ésta vez sólo ha sido un sueño —repuso,
llevando la mano a los collares de cuarzos que reposaban en su cuello.
A
veces los sueños eran simplemente sueños, buenos o malos. Sin augurios, limpios
de premoniciones. Apoyó la frente contra el pecho de su hermano y cerró
los ojos, dejando que éste lo abrazase con fuerza.