~ Rebecca y Ash ~
El
bebé tenía los ojos cerrados y trataba de arañarse la cara con sus diminutas
uñas mientras bostezaba agotado. Imaginó que para él también había supuesto un
gran esfuerzo… No había llorado al salir, simplemente había suspirado de una
forma tan trágica que la hizo reír hasta encogerse de dolor. No había querido
que le pusiesen nada pensando que aguantaría bien, y no se había arrepentido,
pero lo cierto es que había sido peor de lo que había supuesto en un primer
momento. Aún así, estaba contenta; todo había ido como la seda. Yeialel se lo
había arrebatado a la matrona sin contemplaciones y había asentido satisfecho,
y sólo entonces se permitieron respirar relajados. Había querido tener al bebé
en el hospital de la forma más natural posible. Más "normal", pensó. Pero no habían renunciado a la presencia
de Yo. Por si acaso. Y ahora todos habían salido de la habitación dejándolos a
solas.
A
solas a los tres.
Ash
acarició la cabeza de su hijo, completamente cubierta por una espesa capa de
pelo negro, como el suyo, y su mano se veía inmensa en comparación. Pero no era
al bebé a quien observaban sus ojos grises. Aquellos ojos estaban fijos en ella,
y la miraba de una forma totalmente distinta a cómo la había mirado hasta
entonces.
—Sigo
sin saber qué coño vamos a hacer con un bebé… —admitió con una sonrisa.
—Haremos
lo que hacen todos, supongo —repuso él, inclinando también la comisura de los
labios hacia arriba.
Un
niño. Era un niño. Lo habían sabido desde el principio, y durante todo el
embarazo -que se le había hecho interminable- habían sido incapaces de ponerse
de acuerdo en el nombre. Era simplemente el bebé, y dentro de un tiempo… no le haría
mucha gracia que lo llamasen así. Habían sido incapaces de ponerse de acuerdo
en el puñetero nombre, ¿cómo iban a ponerse de acuerdo en todo lo demás? «Haremos
lo que hacen todos», repitió para sus
adentros. Y, realmente, no le sonó tan mal.
Se
lo acomodó mejor en los brazos. Cuatro quilos, había pesado. Al parecer era
grande -para ser un bebé, claro está-, pero ella lo veía tan pequeño... Acercó
la nariz a su cabecita y respiró. Y era lo mejor que había olido en su vida.
Era suyo. De los dos.
—Está
tan arrugado como uno de esos perrillos… —dijo sin apartarse de él ni un
centímetro—. Cuándo lo miro me dan ganas de plancharlo.
—Bueno,
creo que eso está descartado…
Y deseó que cuando aquella
cosa diminuta abriese los ojos, fuesen de ése gris intenso, como los de su
padre. Y Arikel se acercó para besarla. Uno de esos besos que hacían que perdiese
el norte y se convirtiese en gelatina.
—Hey
—susurró cuando sus labios se separaron.
—Hola
a ti también —respondió él, como siempre.
Y
alguien -una enfermera- llamó a la puerta con suavidad.
—Disculpen,
vamos a subirla a una habitación —dijo con una sonrisa tímida.
Rebecca
tenía una familia.