Cruzando la
línea
—Vamos, Paul, ¿vas a sacudirme o a bailar el Lago de los Cisnes? —le preguntó levantando los puños y ocultando la sonrisa tras los guantes.
—Puede
que hoy veas un poco de ambas cosas... —replicó él acercándose despacio.
Rebecca se cubrió la cara cuándo recibió el golpe de aviso, tan sólo un tanteo suave. El segundo llegó acto seguido, directo a la boca del estómago.
No lo esperaba ahí, así que respondió con un rodillazo en el costado mientras trataba de no doblarse por la mitad. Joder, Paul tenía una buena derecha, pero su izquierda era aún mejor... Lo escuchó reír mientras descargaba una serie de toques allí dónde veía hueco. Nunca usaban las protecciones. Tampoco observaban ninguna clase de reglas. En la calle no existía la cortesía, así que lo mejor era adaptarse a esas necesidades. El ejercicio era gratificante, pero con aquel baile salvaje ambos disfrutaban de lo lindo. Se conocían a la perfección, y aún así... Aún así, el maldito irlandés tenía la capacidad de pillarla por sorpresa. Y ella a él. Lo confirmó haciéndole un barrido bajo y sucio en el tobillo que lo desestabilizó y lo dejó sentado en el suelo de lona.
Rebecca se cubrió la cara cuándo recibió el golpe de aviso, tan sólo un tanteo suave. El segundo llegó acto seguido, directo a la boca del estómago.
No lo esperaba ahí, así que respondió con un rodillazo en el costado mientras trataba de no doblarse por la mitad. Joder, Paul tenía una buena derecha, pero su izquierda era aún mejor... Lo escuchó reír mientras descargaba una serie de toques allí dónde veía hueco. Nunca usaban las protecciones. Tampoco observaban ninguna clase de reglas. En la calle no existía la cortesía, así que lo mejor era adaptarse a esas necesidades. El ejercicio era gratificante, pero con aquel baile salvaje ambos disfrutaban de lo lindo. Se conocían a la perfección, y aún así... Aún así, el maldito irlandés tenía la capacidad de pillarla por sorpresa. Y ella a él. Lo confirmó haciéndole un barrido bajo y sucio en el tobillo que lo desestabilizó y lo dejó sentado en el suelo de lona.
—¡Ja,
chúpate esa, chaval! —gritó triunfal.
Paul
la golpeó con rapidez y fuerza detrás las rodillas, y terminó en la misma
posición que él: sentada de culo. Sí, el maldito irlandés estaba en forma. Sudaban y jadeaban con la respiración
entrecortada rota por las risas cuándo Timmy, el chico de los recados, entró al
gimnasio buscándolos.
—Quiere
veros a los dos —anunció sin más.
Timothy
Elliot era alto y flacucho, tenía el pelo del color de las zanahorias y su cara
estaba completamente salpicada de pecas. Su mirada, clara e inteligente, decía
que no era una de esas personas de las que te puedes reír sin más. Era listo
como el demonio, y Rebecca estaba encantada con aquella mordacidad petulante
con la que el chaval solía desenvolverse. Era el más joven de todos, y también
ostentaba el fastidioso título de ser "el nuevo". Sentía
verdadera fascinación por Paul, a quién seguía a todas partes como un
cachorrito abandonado mientras estaban por allí. Cuando se conocieron, Timmy le
había tirado los tejos de una forma directa, delante de Paul, que aún sacaba el
tema para reírse a su costa de vez en cuando. Aparentemente ella se aproximaba
más a la edad del muchacho, y eso le había llevado a pensar que, por cercanía,
sus posibilidades se multiplicaban. Tardó dos minutos en sacarlo de su error,
pero lejos de sentirse incómodo o intimidado había cerrado el tema con un: «si
cambias de idea estaré por aquí». Y le había guiñado un ojo. Después
supo que había achacado su derrota a que había determinado que Paul y ella eran
pareja. Nadie le había informado de lo contrario –siempre había gran confusión
general al respecto– y, aún así, de vez en cuando seguía insistiendo,
detallando toda una plétora de virtudes personales que, según él, padecía en
abundancia. Aunque estaba claro que la modestia no se encontraba entre ellas. Puto
crío de los cojones. Había intentado mandarlo a la mierda pero, en cambio, le
había cogido cariño.
Puto
crío de los cojones.
Timmy, Timmy... Odiaba que lo llamasen
así. Prefería que utilizasen su nombre completo. ¿Qué clase de padre llama
Timothy a su hijo? Uno adicto al boxeo de segunda, admirador de "El
Gran" Timothy Daniels. Campeón de peso medio en su barrio durante la
década de los setenta. Le había preguntado al viejo por el crío; era demasiado
joven para rondar por allí. Julian le había dicho que lo sacó de la calle,
dónde lo encontró metido en apuestas turbias tras morir su padre. También le
había dicho que sabía cómo encajar un golpe y cómo propinar otro en
condiciones. Tenía madera, y el viejo sabía mucho de aquello.
Timmothy
la miró con aquella sonrisa pícara que marcaba aún más los hoyuelos de sus
mejillas. Después, miró a Paul. Sus ojos azules, como los del hombre, brillaban
de admiración. Siempre llevaba ladeada sobre uno de ellos una gorra clásica de
cuadros, estilo años veinte, que acentuaba aún más ese aspecto de pillo de la calle.
Exactamente el aspecto que él esperaba acentuar.
—Deberías
subir aquí un día de estos, Timmy. Con Paul —le dijo—. Él te enseñará lo que es
un buen gancho de izquierda...
—Preferiría
que fueses tú la que me lo enseñase... —contestó apoyándose descuidadamente en
las cuerdas, intentando que la excitación por la promesa implícita no se le
notase. Se le daba bien, pero aún tenía mucho que aprender sobre ocultar sus
estados de ánimo. Quizá Paul pudiese ayudarlo con eso también...
—Paul
está bien, Timmothy. Nunca apuestes contra un irlandés cuándo estés sobre un
ring —le caló la gorra hasta los ojos al pasar a su lado, algo que el chaval
detestaba—. No contra éste irlandés, al menos.
Timmy
hizo una mueca de fastidio mientras la devolvía a su lugar, pero no dijo nada.
Estaba encantado con el abanico de posibilidades. Paul y él con los guantes
puestos. Oh, joder, sí. Estaba más que encantado. El irlandés se pasó la toalla
por el cuello y le guiñó un ojo, saliendo del cuadrilátero tras ella, rumbo a
las duchas. Nadie hacía esperar al
viejo.
* * *
Julian estaba sentado tras el pulido escritorio de madera de su despacho, como siempre. El bastón descansaba apoyado en la pared, detrás de él.
Julian,
el viejo Ojo de Águila.
Estaba
casi segura de que lo llamaban así por aquel bastón. O quizá el bastón vino
después, a raíz del mote. Quién podía saberlo... Ella desde luego no. La
empuñadura de plata tenía la forma de una cabeza de águila, y sobre el hueco
del ojo izquierdo tenía engarzada una aguamarina verde pálido. Verde pálido
como sus propios ojos. Se dice que la aguamarina es la piedra de la
clarividencia, y bien podía achacársele ésta propiedad al viejo. Cuando clavaba
en ti aquellos ojos glaucos, te traspasaba hasta el alma. Siempre parecía saber
lo que los demás ocultaban en su interior, y todos temían mentirle. Ella era la
única que lo había visto haciendo uso de aquel bastón. No era un simple
ornamento, pues su pierna izquierda era prácticamente inútil. Aunque él trataba
de llegar el primero y marcharse el último para ocultarlo, en la medida de lo
posible, y nunca mostraba ninguna debilidad ante nadie. Ante nadie que no fuese
ella, al menos. En su día le había contado que se la había destrozado en acto
de servicio, y que la metralla que quedó alojada durante más de un mes sin
ningún tipo de tratamiento terminó de rematarla. Al menos no había perdido la
pierna, le había dicho ella. «¿Tú crees? Hay quien te diría que una pierna inútil es
una pierna de menos», le respondió el viejo. Se preguntó si para entonces tenía ya el cabello blanco, como ahora. Era una de esas personas en las que es casi
imposible determinar su edad. Parecía que hubiese vivido mucho, pero no había
en él ni rastro de la fragilidad propia de alguien de edad avanzada. Tullido o
no, Julian no era el tipo de hombre al que uno podía subestimar. Cuando lo
miraba no podía evitar pensar en Paul. Si él llegaba a envejecer, sería ese el
aspecto duro que ofrecería.
—Sentaos
—dijo Julian, señalando con un gesto los dos sillones que había frente al
escritorio.
Ella se arrellanó con confianza y Paul rígido, como siempre que estaba en presencia del hombre. Paseó aquellos ojos verdes de uno a otro, deteniéndose por fin en el irlandés.
Ella se arrellanó con confianza y Paul rígido, como siempre que estaba en presencia del hombre. Paseó aquellos ojos verdes de uno a otro, deteniéndose por fin en el irlandés.
—¿Cómo
te encuentras?
Habían
pasado unos meses desde el asunto de Clermont. Unos meses especialmente duros para Paul, aunque por suerte era fuerte y le había puesto ganas. Llevaba de vuelta
unas semanas, y ésta era la primera vez que pasaba por el despacho de Julian.
Aunque también era la primera vez que él lo llamaba para darle algo que hacer. Físicamente
estaba en forma, como demostraba en el gimnasio. En cuanto al resto... Bueno,
aún recordaba con claridad meridiana el eco de aquellas voces. Rebecca lo observaba
vigilante, descubriéndolo muchas veces como en pausa, con la cabeza en otra
parte. Eran esos los momentos que temía, y los que convenía evitar a toda costa.
—Me encuentro bien —contestó, un poco molesto por el exceso de atención. Julian lo miraba fijamente, y pocos eran los que podían mantener ese contacto sin romperlo. Paul estaría incómodo, pero nunca intimidado.
—Me encuentro bien —contestó, un poco molesto por el exceso de atención. Julian lo miraba fijamente, y pocos eran los que podían mantener ese contacto sin romperlo. Paul estaría incómodo, pero nunca intimidado.
—Me
alegro —repuso el viejo al fin, tras una larga pausa—. Sabes que si necesitas
cualquier cosa sólo tienes que pedirla.
—Gracias.
—No dudo de ti, Paul —dijo Julian sin detener su escrutinio, ganándose una mirada sorprendida de Paul a cambio—. Imagino que estarás arto de que la gente desconfíe. Es lo que suele pasar con los ex-adictos, que todo el mundo espera una recaída en cualquier momento. Y éste puede ser un trabajo emocionalmente complicado, a veces...
—No dudo de ti, Paul —dijo Julian sin detener su escrutinio, ganándose una mirada sorprendida de Paul a cambio—. Imagino que estarás arto de que la gente desconfíe. Es lo que suele pasar con los ex-adictos, que todo el mundo espera una recaída en cualquier momento. Y éste puede ser un trabajo emocionalmente complicado, a veces...
Había
dicho La Palabra. El irlandés la detestaba, pero a Julian le gustaba
hablar con propiedad y llamar a las cosas por su nombre. Sin paños calientes,
así era él.
—Estoy bien —respondió Paul algo tenso—. El trabajo, aunque emocionalmente complicado... me ayuda a centrarme.
—Estoy bien —respondió Paul algo tenso—. El trabajo, aunque emocionalmente complicado... me ayuda a centrarme.
Rebecca
tuvo ganas de cogerlo de la mano, pero se guardó bien de hacerlo en ese
momento. Sabía exactamente como se sentía, como si estuviese siendo evaluado. Y
sin lugar a dudas, así era. El viejo hubiese preferido que Paul pasase por allí
con cierta frecuencia durante su baja, pero Paul llevaba las cosas a su manera,
y presentar informes solapados sobre su estado de ánimo no entraría jamás en
sus planes. Quería apoyarlo de algún
modo, pero en cambio tuvo que permanecer en silencio, esperando a que terminasen
con todo eso.
—Bien,
bien —Julian hizo un gesto ligero con la mano, cómo restándole importancia al
asunto—. Sólo digo que confío en ti, Paul. Y que confío en que, de haber algún
problema, me lo dirías igualmente...
—Así
es —afirmó el irlandés de forma tajante.
Ella
no podía verle los ojos, puesto que tenía los suyos clavados en el escritorio
de madera, pero los imaginó fríos y distantes. Los dos hombres permanecieron
callados durante unos breves momentos, observándose con atención, hasta que Julian
habló de nuevo:
—En ése caso, ocupémonos del motivo de vuestra presencia aquí. Tengo trabajo para vosotros.
—En ése caso, ocupémonos del motivo de vuestra presencia aquí. Tengo trabajo para vosotros.
—¿Qué
tipo de trabajo? —quiso saber Paul, algo más relajado con el cambio de tema.
—Del tipo de trabajo del que nadie quiere saber nada —contestó—. No voy a chafaros la sorpresa, os esperan allí.
—Del tipo de trabajo del que nadie quiere saber nada —contestó—. No voy a chafaros la sorpresa, os esperan allí.
Les
tiró un papel con una dirección garabateada en él.
—Está
en la otra punta de la ciudad —dijo ella tras echarle un vistazo.
—Tenéis
una hora para llegar —el viejo se arrellanó en el sillón juntando las yemas de
los dedos, perdido en sus cavilaciones—. Quiero saber qué está pasando.
No perdieron más tiempo con los detalles. Le dio el papel a Paul y salieron del despacho.
Cuando llegaron al aparcamiento, Paul le hizo un gesto pidiéndole las llaves del mustang.
—Me apetecería cenar tranquilamente después, y si conduces tú eso será imposible...
No perdieron más tiempo con los detalles. Le dio el papel a Paul y salieron del despacho.
Cuando llegaron al aparcamiento, Paul le hizo un gesto pidiéndole las llaves del mustang.
—Me apetecería cenar tranquilamente después, y si conduces tú eso será imposible...
—Claro,
Paul, porqué no. Paseemos a Miss Daisy —respondió, dedicándole su mejor
sonrisa.
Le
lanzó las llaves –que él cogió al vuelo–, se metieron dentro y Paul repasó de
nuevo la dirección.
—¡Joder,
esto está en el Upper East Side! —exclamó, metiendo la llave en el contacto y
arrancando el coche.
El
motor ronroneó suavemente, música para sus oídos. Rebecca se acomodó en el
asiento con satisfacción. En realidad, le encantaba mirar por la ventanilla
mientras Paul conducía. Las luces de la ciudad por la noche la relajaban. Eso y
el traqueteo del vehículo. Y la música de fondo. Joder, Alice Cooper mientras
cruzaban La Gran Manzana es todo lo que una chica puede desear. Ahora sí, apoyó
su mano sobre la de él, que acariciaba el cambio de marchas, y le dio un
apretón. No le dijo nada, simplemente lo dejó a lo suyo. Conducir por la noche
era lo que lo relajaba a él. Después de Clermont habían vuelto a pasar mucho
tiempo juntos. Muchísimo. Paul había vuelto a su casa, porque necesitaba
atención y porque la necesitaba a ella. Como en los viejos tiempos, aunque ésta
vez había sido Rebecca la que se había mudado al incómodo sillón, dejándole a él
la cama. Cuando se recuperó regresó a su apartamento, y ella no podía
evitar echarlo de menos. Aunque pasaban gran parte del día juntos, ya no era lo
mismo. Por la noche se sentía sola... Algo que no le había pasado nunca hasta
que conoció al maldito irlandés. La extraña sensación de ausencia le dejaba
claro que hasta ella necesitaba de alguien en ciertos momentos. Necesidad de conexión humana: una debilidad que Rebecca jamás se permitía más allá de ése hombre.
Su único amigo.
Su único amigo.
Paul
subió el volumen de la vieja radio mirándola de reojo y, aunque pareció leerle
la mente, tampoco él dijo nada.
* * *
Llegaron justos de tiempo, pero contra el tráfico no se puede luchar.
Era
una de las viviendas unifamiliares de un barrio residencial de clase alta, una
enorme casa colonial de tres plantas. El cordón policial cerraba ya el paso. Después de todo... los ricos también lloran, pensó.
Sacaron su equipo del maletero del mustang y, tras
identificarse, cruzaron el umbral de la pesadilla. Si ellos estaban allí, tras
un cordón policial, es porque las cosas se habían descontrolado de lo lindo.
Y
joder, vaya si se habían descontrolado...
Encontraron
el primer cuerpo en el salón, sobre el sillón de tres plazas que había frente al
enorme televisor de plasma. La musiquilla de los dibujos animados de la Cartoon
les dio la bienvenida.
—¿Es
que no podéis apagar la puta tele? —le preguntó a uno de los polis que
custodiaban el cadáver.
Éste
se encogió de hombros, y fue Paul quien la apagó tras colocarse los guantes de
látex.
La
funda del sillón había absorbido casi toda la sangre. El pequeño cuerpo –o lo
que quedaba de él– aún no estaba frío del todo.
Se arrodilló a su lado, mientras Paul se cubría la boca con la mano y
miraba a otra parte. Siempre era mucho más duro cuándo se trataba de niños, sí.
«Trabajo emocionalmente complicado».
Una
gruesa trenza, que hace unas horas había sido de un bonito color dorado,
colgaba pegajosa y sin vida a un lado. Algo la había despedazado por completo. Algo, porque ningún ser humano podría
hacer una escabechina semejante ni queriendo. Parecía como semi-devorada por un
animal. Un animal muy grande que no consiguió identificar. Claro que tampoco es
que fuese una experta en animales...
—Voy
a echar un vistazo al resto —anunció Paul antes de salir de la habitación.
Tomó
algunas fotografías y fue en su busca.
Lo
encontró haciendo lo mismo en una de las habitaciones del segundo piso: un
adolescente. Estaba tumbado en la cama, sobre una colcha de Star Wars, en las mismas
condiciones que la niña.
—Los
padres están en la cocina —dijo Paul sin tratar de evitar la mueca de disgusto—.
Odio estas mierdas, en serio.
—Y
yo... —respondió, apretándole el brazo al pasar a su lado.
En
la cocina, un gran charco de sangre cubría el suelo. La mujer estaba bocabajo,
con un enorme mordisco en el cuello que abarcaba también gran parte del hombro.
No parecía faltarle nada, simplemente se había desangrado sin más. Había
corrido tratando de alejarse, sin llegar a conseguirlo. El hombre estaba junto
a ella. A su alrededor reinaba el caos. Todo estaba hecho un desastre, y otro
de los policías tuvo que señalarle dónde encontrar la cabeza, que se hallaba
oculta tras una pila de sillas volcadas. Ignoraba qué clase de animal podía
hacer algo así, pero un animal era lo que empezarían a buscar. Un animal suelto
de ésta envergadura...
—¿Son
las únicas víctimas? —le preguntó al mismo agente.
—Sí,
hasta ahora.
Era
extraño, no había ventanas rotas, ni había saltado la alarma. Habían sido los
vecinos quienes habían llamado a la policía tras escuchar los gritos.
Era
extraño.
—Por
mi parte no tenemos una mierda —dijo Paul cuando se reunieron abajo de nuevo.
—Por la mía tampoco. Pero sea lo que sea... esto apunta a desastre.
—No hay huellas —susurró contrariado—. Es raro que no haya ni una sola huella con toda esta carnicería...
—Por la mía tampoco. Pero sea lo que sea... esto apunta a desastre.
—No hay huellas —susurró contrariado—. Es raro que no haya ni una sola huella con toda esta carnicería...
—Es
cierto
Cierto y escalofriante.
Cierto y escalofriante.
* * *
Salieron a respirar aire fresco mientras elucubraban teorías que les sonaban absurdas.
—¿Un animal similar a un tiburón suelto por el centro de Manhattan? —preguntó Paul pasándose las manos por el pelo.
—El
tipo de mordisco me recuerda a un tiburón, sí. Uno de esos pequeños. Pequeños
para ser un tiburón, claro —añadió—, pero con la boca la hostia de grande si lo
sacas del agua y lo comparas con un perrito. Yo que sé, joder.
—Después de todo... no creo que vaya a cenar —dijo Paul.
—No
se me ocurre nada. Nada que pueda encajar con esto. Nada que conozcamos, al
menos.
Le
dejaron una tarjeta al forense cuando éste llegó, y salieron en busca del
coche.
Estaba agotada, sólo tenía ganas de meterse en la cama y taparse hasta las orejas. Paul buscaba las llaves en el bolsillo cuando ella sintió algo a su espalda. Se giró llevando la mano hasta la glock, enfundada en su costado, echando de menos la Python. De haber sabido lo que les esperaba en la casa, la hubiese cogido también. Tendría que conformarse, pensaba, cuando el aire fluctuó de una forma extraña y se le erizó el vello del cuerpo, como si el ambiente estuviese cargado de electricidad estática. Paul se dio la vuelta, sobresaltado, al ver la inquietud en su cara.
Estaba agotada, sólo tenía ganas de meterse en la cama y taparse hasta las orejas. Paul buscaba las llaves en el bolsillo cuando ella sintió algo a su espalda. Se giró llevando la mano hasta la glock, enfundada en su costado, echando de menos la Python. De haber sabido lo que les esperaba en la casa, la hubiese cogido también. Tendría que conformarse, pensaba, cuando el aire fluctuó de una forma extraña y se le erizó el vello del cuerpo, como si el ambiente estuviese cargado de electricidad estática. Paul se dio la vuelta, sobresaltado, al ver la inquietud en su cara.
—Hay
algo ahí —susurró sin apartar la mirada de la calle.
Era
raro, como una ondulación de la realidad. Como cuando algo se está quemando, o
hay altas temperaturas y vemos a través del exceso de calor.
—No
veo nada...
—Ssssh
—levantó el arma y apuntó.
Sabía
que había algo allí, no le hacía falta verlo... Los estaba acechando, eso
también lo sabía. Durante los últimos meses había notado esa misma sensación de
ser observada. Aunque la percibía menos intensa que ahora, menos inminente...
Menos peligrosa. El aire volvió a fluctuar de esa forma y una bestia enorme
salió de repente de la nada. Una bestia enorme y albina, de vacíos ojos
blancos. Muertos, como los de un tiburón... Una bestia monstruosa que ella ya había visto antes una vez, en la vieja habitación de sus padres. Y... ¿en otro lugar? Había algo más. Algo que se le escapaba, como la letra de una canción que intentas recordar, disparando todas las alertas de su mente. Trataba de emerger a la superficie para retraerse acto seguido, dejándola en la oscuridad. A solas, con una inquietante sensación de desasosiego, sin poder averiguar de qué se trataba.
—Oh... joder, ¿qué coño es eso?
—Oh... joder, ¿qué coño es eso?
La
voz de Paul la sacó de su estupor. Sonó ronca, y Rebecca pudo ver, de reojo, como sacaba su arma y
apuntaba también. El animal la miraba fijamente, si es que podía decirse que
la veía –algo que dudaba–. Más bien presentía que captaba su olor, puesto
que desplegó en su dirección las aletas nasales, similares a unas branquias. Abrió
la boca, mostrando dos hileras de afilados dientes, y Paul disparó tres veces.
Las balas se introdujeron en el costado de la bestia, haciéndola sangrar un
líquido marrón oscuro. Un insoportable hedor a podredumbre se extendió, y el recuerdo perdido se agitó de nuevo con fuerza. El animal pareció no
inmutarse, y ni siquiera se giró hacia Paul; aquellos ojos vacuos seguían fijos
en ella, y de su pecho brotó un sonido profundo y hueco que helaba la sangre. Se agazapó, si es que un animal de semejante envergadura es
capaz de hacer algo así, y Rebecca supo entonces que estaba perdida. Contempló
aquellos dientes y recordó los cuerpos que habían dejado en la casa. Y aún
así... eran sus ojos lo que le aceleraba el pulso. No soportaba su mirada a
través de esos ojos lechosos.
La
bestia volvió a emitir ese rumor cavernoso, lista para saltar, y fue ella la
que disparó ésta vez. Se estremeció con cada impacto, cinco en total, pero tampoco
obtuvo resultados... Ni siquiera pareció enfurecerse. Se aferró a la glock sintiéndose impotente. Completamente inútil. No tenía nada que hacer contra esas
filas de dientes.
—Paul...
—su propia voz le resultó pastosa y lejana. Y la bestia saltó.
La
realidad se retorció una vez más y otro animal tomó forma, negro como la
noche. Similar a una enorme pantera, pero más grande. Mucho más grande. Casi
tanto como el primero. Se abalanzó sobre él, capturándolo en el aire, y ambos
rodaron por el suelo entre chasquidos de mandíbulas. La pantera evitando las
nauseabundas fauces de la bestia, y ésta las afiladas garras. Se movieron
girando, hasta que el felino se lanzó a por el cuello y logró hincar los
dientes a conciencia, desgarrando la piel lampiña. La macabra danza duró un par
de minutos, en los que ni Paul ni ella dejaron de apuntar y, finalmente, la
bestia consiguió zafarse de la pantera y desapareció repentinamente. Tal y como
había llegado.
El
felino bufó y jadeó cansado, volviéndose a mirarla desde unos ojos grises
llenos de vida, todo lo contrario a los pozos albos del otro animal. Ella
bajó el arma, e hizo bajar a Paul la suya. El brazo le temblaba y se resistió
durante unos segundos, hasta que al final cedió. Quizá más por no poder mantenerlo
ya en alto, que por querer bajarlo de verdad. Ninguno de los dos dijo nada, se
limitaron a observar a la pantera, que rugió antes de girarse y desaparecer por el
mismo punto por el que había desaparecido la bestia.
—Jesucristo,
Rebecca, ¿qué cojones era eso? —el irlandés dejó escapar el aire que había
estado reteniendo sin apenas darse cuenta—. No es un tiburón, pero joder, ¿has
visto esos ojos?
—Eso,
Paul... era lo que estábamos buscando —miró por primera vez al hombre, que a
duras penas se sostenía en pie a su lado—. Es el mismo animal que mató a mis
padres.
Y sólo entonces se dio cuenta de que ella también temblaba...
Y sólo entonces se dio cuenta de que ella también temblaba...