Capítulo 4




Salto de fe



       La puerta se cerró y él dejó escapar el aire respirando profundamente. Estaría segura, de momento. Había matado al abaddon, y aquel que lo hubiese invocado necesitaría su tiempo para traer una nueva bestia.
       Las cosas con Rebecca no habían ido tan mal como cabía esperar. El rasgo que predominaba en ella era su capacidad para adaptarse a las circunstancias. Las revelaciones de esa noche la habían aturdido... los primeros cinco minutos. Después, su mente había empezado a pensar en todo lo que esas revelaciones implicaban. Aunque las cosas entre ellos se habían distendido considerablemente, seguía furiosa. Con él, con ella misma... Se sentía atraído por la mujer. Por su mente ágil y curiosa, pero también por el juego que representaba. Su mente era como un puzle de piezas dispersas que necesitaba juntar. Y a pesar de que la deseaba, había algo que aún deseaba por encima de todo lo demás: su confianza. Rebecca era una persona extremadamente cerrada y reservada, para todos excepto para Paul –y para él–. Paul se había ganado su lugar; él en cambio... lo había cogido sin más. Y precisamente por eso, porque sabía que tenía esa parte que Rebecca no había querido entregarle voluntariamente, le iba a costar más llegar hasta ella. Era una mujer solitaria que, con un poco de suerte, tendría una larga vida por delante, y él sería el único contacto que tendría con la inmortalidad. A veces, todos necesitaban una cara conocida en medio de las mareas del tiempo. Por mucho que les gustase pensar que sí, ni Rebecca, ni él mismo, eran una excepción.
       Y por eso, a pesar de que la deseaba... una parte de él no quería implicarse demasiado. Aunque esa parte empequeñecía considerablemente cuando ella estaba cerca.


* * *


       El ejercicio siempre era gratificante. Correr la ayudaba a pensar, a mirar las cosas con perspectiva. Toda aquella larga noche había quedado algo más lejos tras los tres primeros kilómetros, y siguió alejándose aún más a medida que avanzaba. Enseguida se sintió despejada a pesar de no haber dormido nada. Se sintió capaz de tomar decisiones. Quería cabrearse con Ash, y sin embargo estaba enfadada consigo misma por no ser capaz de hacerlo. En el fondo entendía el por qué. Por qué había borrado o bloqueado sus recuerdos de aquella noche. Y aunque siempre se decía a sí misma que uno no puede permitirse el darle vueltas a lo que ya está hecho, la realidad era que, casi con total seguridad, ese hombre le había salvado la vida a Paul. Quizá lo que la enfurecía de verdad era comprobar, con una claridad meridiana, que hubiese dejado a su único amigo en la estacada para resolver sus propios problemas a solas. Ash le había puesto un espejo delante, y no le gustaba lo que había visto. Además, haciendo a un lado lo sucedido en Clermont, a Paul le hubiese dolido saber que no había sido capaz de contar con él. Especialmente después de todo lo que habían pasado juntos. Después de todas las cosas personales que él había puesto en sus manos –únicamente en sus manos y en las de nadie más–. Siempre se lo habían contado todo, era la máxima de su relación. Y estaba más que segura de que, cuando esa misma mañana, le confesase su pequeña traición al irlandés... sería absuelta de inmediato. Y eso la llevaba al primer punto del día. Si ella podía ser perdonada con esa facilidad, ¿por qué iba a seguir cabreada con Ash? Rebecca quería ocuparse de sus propios problemas, especialmente de los que llevaban atormentándola en pesadillas desde que era una niña. Pero pensar que podía hacerlo sola... la convertía en una estúpida. En una estúpida muerta. Después de todos aquellos años preguntándose qué es lo que había de distinto en ella, por fin conocía la respuesta. Y eso le daba cierta... paz. Aunque hubiese preferido mil veces otra versión. Paul era el creyente, no ella.
       Joder, ¿cómo coño iba a contarle a él todo eso? De una forma delicada, por supuesto. No quería destrozar su fe con su habitual sentido práctico y su inexistente savoir faire... Esperaba recibir ayuda del lector, que su habilidad para entrar en las mentes ajenas le indicase por dónde moverse... Paul provenía de una familia católica, aunque él no era de ir a la iglesia; simplemente hacía las cosas a su manera. Sólo mantenía su fe en Dios, en que había algo más esperándolo al otro lado. Y puede que todo eso no fuese, en realidad, cómo él lo imaginaba... Y ella tenía que confiar en que Ash pudiese suavizar de algún modo esa ausencia. La ausencia de un ser superior.
       Maldita sea, ¿de verdad había estado con él? ¿Había pasado la noche hablando con un ángel? ¿En serio? Apretó el paso con el único propósito de sentir el compás de su corazón acelerado y el rítmico sonido de las Nike sobre el asfalto. Familiaridad. Su mundo se construía en torno a ciertas rutinas. Las necesitaba para no perder la cabeza. Se concentró en eso el resto del trayecto. Pensaría en todo lo demás cuando llegase el momento.

       Paró en el Drifter, la cafetería dónde solía pertrecharse de café a primera hora. Llevaba años haciéndolo, desde que estaba en el apartamento, y el agradable olor la hizo sentir como en casa cuando cruzó la puerta.
       —Buenos días Thomas, ponme... dos.
       Casi se había olvidado de él. Probablemente estaría en casa cuando regresase, y no sabía si tomaba café. Ni siquiera sabía si necesitaba desayunar, pero por si acaso... En su casa nunca había nada que se pudiese ingerir.  
       —Hoy te has caído de la cama, ¿eh? —dijo Thomas con una sonrisa, mientras se ponía manos a la obra. ¿Cómo coño hace la gente para sonreír tan temprano?
       Le pidió también unos donut, el desayuno de los campeones, y pagó cuándo todo estuvo listo dejando una buena propina. Es importante tener contenta a la persona que te alimenta.
       —Que tengas un buen día, Rebecca, dale recuerdos a Paul.
       —Lo haré —respondió antes de irse, sin sacarlo de su error.
       Thomas los conocía bastante a los dos, Paul rondaba por allí muchas mañanas, especialmente cuando se quedaba a dormir. Y como casi todo el mundo, el camarero daba por sentado que eran pareja. Le importaba un pepino lo que los demás opinasen, así que para qué molestarse en corregirlos.

       Cuándo entró en casa lo vio sentado dónde lo había dejado. Había tenido la esperanza de que se hubiese largado, pero en el fondo sabía que no sería así.
       —Hey —dijo a modo de saludo.
       —Hola a ti también —respondió él sin alzar la mirada.
       Le había parecido verlo haciendo girar algo entre los dedos, algo oscuro que hizo desaparecer en un visto y no visto. Estaba completamente absorto, perdido en sus propios pensamientos.
       —¿Te apetece un café? No sé si sueles desayunar, así que te he cogido uno...
       —Depende del día —le respondió sin levantar la vista, alzando una mano para que le pasase el vaso de cartón.
       Lo hizo, y dejó ante él la bandeja de los donut tras cogerse uno.  Lo mordisqueó mientras lo observaba: Ash retiró la tapa de plástico y se lo llevó a los labios, haciendo una mueca de desagrado antes de que el líquido los llegase a tocar; demasiado caliente. Lo dejó sobre la mesa, junto a los donut, y se pasó las manos por el pelo distraídamente.
       —Voy a darme una ducha —anunció Rebecca.
       Él asintió, aún sin mirarla.

       Preparó ropa limpia y se encerró en el pequeño cuarto de baño. Lo prefería cuando estaba juguetón a cuándo parecía indiferente a su presencia. Y no era por la indiferencia en sí, era porque parecía estar en otra parte, a un millón de años luz de su casa. A un millón de años luz de todo. Esa actitud dejaba en ella una sensación de inquietud… Tan cerca, y al mismo tiempo tan lejos… En un lugar al que no podría llegar jamás. Esa actitud era la línea visible que marcaba la gran diferencia entre ambos. 
       Se dio una ducha rápida, se vistió y salió.
       —Bien, ¿cuál es el plan? —preguntó, tomando asiento de nuevo junto a él y cogiendo otro donut de la bandeja.
       —No hay plan —respondió Ash, mirándola por fin.
       —Pensaba que tendrías al menos uno... —dijo un poco decepcionada. Si él no sabía qué hacer...
       —Podría llevarte a un sitio seguro, dónde estarías a salvo mientras descubro quien quiere hacerte daño, pero...
       —Ni lo sueñes —sentenció tajante.
       —Pero —repitió, haciendo un gesto de impaciencia—, si tú eres el objeto de su... "castigo" eso no sería una buena idea. Probablemente sólo serviría para enfurecerlo.
       —Y quien sabe lo que haría entonces... —la idea de que alguien estuviese matando a gente inocente en su nombre le llenaba la boca de bilis. Podía con la muerte, siempre estaba rodeada de ella, pero esto era diferente... Así no.
       —Creo que deberías mentalizarte, Rebecca... —y ella supo a qué se refería de inmediato. Dejó el donut a medio comer y se limpió con una de las servilletas de papel que Thomas le había metido en la caja.
       —No creo que pueda mentalizarme, joder —lo miró atónita—. ¿Estás diciéndome que tengo que asumir que va a seguir matando mientras me quedo aquí sentada?
       —No sabemos quién está detrás de todo esto, ni porqué —dijo tratando de tranquilizarla—. Creo que solo podemos esperar a que él mismo nos lo diga.
       —¿Y tú no puedes hacer nada? —había tenido la esperanza de que él pudiese sacar algún conejo de un sombrero, o algo así.
       —Esto no funciona así, lo siento —parecía molesto, pero no con ella, sino en general—. He intentado rastrearlo, dar con él a través del animal...
       —¿Lo has seguido?
       —Anoche, antes de venir —respondió asintiendo, de nuevo sumido en sus propios pensamientos—. Él quería que lo hiciese. Es muy cuidadoso y no deja tras de sí nada que yo pueda sentir...
       —¿Y ese bicho, el abaddon?
       —Está muerto —le dijo confirmando sus sospechas—. Pero no tardará mucho en traer otro, ni siquiera hemos ganado tiempo con eso.
       Recordó la primera imagen que tenía de él, con el cabello revuelto y la respiración agitada, inclinado sobre el enorme cuerpo del animal sin vida, con una de esas extrañas dagas en la mano. Sopesando las alternativas y valorando las perspectivas... se alegró de tenerlo allí ahora.
       —¿Crees que se pondrá en contacto?
       —No es que lo crea, estoy seguro —afirmó, entornando aquellos ojos grises—. Querrá que sepas porqué hace lo que hace. Querrá hacerte sentir culpable, tirar de ti hasta que te rompas, destrozándote de ese modo, y cuando lo consiga...
       —Ya veo —lo detuvo alzando la mano. Podía imaginarse el resto perfectamente—. ¿Crees que Paul estaría a salvo si lo mantengo al margen?
       —No —dijo Ash con absoluta seguridad. Y esa respuesta le secó la boca—. Creo que lleva mucho tiempo observándote. Creo que es precisamente eso lo que ha estado haciendo... Ha estado conociéndote.
       —¿Cómo puedes saber todo eso?
       —Bueno, Rebecca... no puedo hacer aparecer conejos de un sombrero, pero conozco muy bien las mentes ajenas. Y puedo decir, sin temor a equivocarme, que sé muy bien cómo terminan las cosas que empiezan así.
       Suspiró dejando escapar el aire. Sentía un peso en el pecho que no la dejaba respirar. Las manos le temblaban de nuevo. Sería un ataque de pánico... o de ansiedad, pensó. Nunca había sufrido ninguno, pero había visto unos cuantos. Los oídos le pitaban y la habitación le daba vueltas.
       —Respira —su voz le llegó lejana, y sintió el peso de sus manos en los hombros—… Respira despacio, Rebecca... Eso es...


* * *


       Paul llegó a mediodía.
       Le había mandado un mensaje de texto pidiéndole que aparcase el coche y subiese, algo que, por lo general, no solía hacer. Ella bajaba e iban directamente a algún sitio a almorzar. Pero hoy no podían hacerlo así. No podía contarle todo en un lugar público, aunque se moría de ganas de salir de aquella casa y respirar el aire contaminado de la ciudad.
       El irlandés contestó con un simple «Ok».
       —Ya sabes que se lo voy a contar todo... ¿Estás de acuerdo?
       —¿Tengo otra alternativa? —contestó Ash, respondiendo a su pregunta con otra—. Sé el tipo de relación que tienes con Paul, puedo comprenderlo. Sin embargo preferiría... que esto no trascienda más allá de él.
       —Confío en Paul, sé que no hablará de esto fuera de aquí si se lo pido. Joder, sé que no hablará de esto aunque le pidiese que lo hiciera...
       —Veo en ti una imagen muy clara de él, pero a veces las imágenes que tenemos de los demás distan mucho de la realidad.
       Trataba de decirlo amablemente, pero ella sabía leer entre líneas.  Si veía en Paul algo que no encajaba con la persona que ella pensaba que era... Estaba segura de que haría lo necesario para protegerse de un extraño. Bien, no encontraría nada. Paul era exactamente la persona que ella veía. Lo conocía mejor que nadie, y él la conocía a ella.
       —No es que dude de ti. O de él —añadió Ash—. Sólo que es mucho más frecuente de lo que piensas depositar la confianza en alguien que no es lo que parece. Y la mayoría de las veces, ni siquiera se trata de que esa persona en particular quiera hacerse pasar por otra cosa, son los demás los que le atribuyen unos méritos de los que siempre ha carecido.
       —Está bien, si ves en Paul algo que te haga pensar que no es la persona que yo creo que es, lo mantendremos al margen —dijo para hacerlo callar.
       Los ojos grises se veían ahora algo más duros, como acero líquido. «Veremos», decían... «Veremos».

       Y bueno, allí estaban los tres.
       La cara de Paul cuando se encontró a Ash apoltronado en el sillón fue un poema. Sabía que nunca antes había llevado a nadie a su casa, salvo a él, y el cambio lo había desorientado. La confusión fue a más cuando ella le contó todo lo que sabía. Todo.
       —No se lo cree —anunció el lector, observándolo con atención—. Es decir, no duda de ti, cree que tú crees lo que le has contado, pero piensa que es algo que, de alguna forma, yo te he metido en la cabeza...
       —Gracias por el resumen —respondió Paul con sarcasmo.
       —Te dije que sería mucho más difícil de convencer que yo... —dijo ella, mirándolos a ambos de hito en hito.
       —Oye, no es que tengas que convencerme. Yo creo en lo que creo, pero... Rebecca... esto es...
       —¿No podrías llevarlo a ese lugar? —le preguntó a Ash, refiriéndose al espacio entre los planos dónde ella misma había estado unas horas antes. Él la observó un buen rato, durante el cual ella siguió insistiendo mentalmente: «Vamos, ya sé que no tienes porqué demostrarle nada a nadie, pero sería más sencillo hacerlo así... Por favor
       —Está bien... —dijo por fin, tras suspirar con resignación.
       Se acercó a Paul, que los miraba a los dos sin comprender absolutamente nada, lo sujetó del hombro sin preámbulos, y ambos desaparecieron.

* * *


       “Dejad que hable de la angustia y de la pérdida de Dios. Errando. Errando en la noche sin esperanza. Aquí fuera, en el perímetro, no hay estrellas. Aquí fuera estamos flotando, inmaculados.”
-Jim Morrison-


       —¿Sabes dónde estamos, Paul?
       Paul afianzó los pies en el suelo, tratando de recomponerse del vértigo. Cuándo alzó la cabeza, los ojos grises de aquel hombre estaban fijos en él. Escrutadores e inquisitivos. Indescifrables. Miró a su alrededor, asombrado por el cambio de paisaje: ya no era mediodía, los últimos rayos de sol del atardecer se colaban entre las piedras de las ruinas. Sí, sabía perfectamente donde estaban, y el nudo que había comenzado a formársele en el pecho al llegar a casa de Rebecca se apretó aún más, hasta casi impedirle respirar.
       —Reconocería éste lugar con los ojos cerrados —dijo en voz baja. Sólo por el olor en el ambiente. Le bastaba únicamente eso para regresar—. ¿Estamos aquí realmente?
       —Estamos aquí y ahora. Los fantasmas del pasado siguen perteneciendo al pasado.
       —¿Por qué has escogido éste lugar? De entre todos... ¿porqué éste en particular?
       Paul contempló las viejas rocas que formaban los restos del muro del priorato. Lo recordaba perfectamente, y sólo había estado una vez. Una vez, hace mucho tiempo. Tanto, que los recuerdos parecían pertenecer a otra vida –y en realidad, así era–.
       —Sabes por qué, Paul. Tú... necesitabas creer.
       No sabía si se refería a ése momento en particular, o a su vida en general. En cualquier caso no importaba demasiado porque en ambos, sí, él necesitaba creer. Su fe era el pilar que sustentaba todo lo que había dado por sentado a lo largo de su vida.  Pensó en todo lo que le había contado Rebecca, y también en aquel hombre, el lector. Se agachó para tocar la hierba. Hacía tanto tiempo... No había vuelto a Irlanda desde que su hermano lo sacó y, hasta hoy, no había sido consciente de lo mucho que añoraba su tierra. Allí el verde estaba por todas partes. El verde de su niñez. Recordó a su madre cantando en gaélico y se le partió el corazón.
       —Y tú, ¿en qué crees? —se levantó y miró de nuevo al extraño a los ojos, esperando una respuesta.
       —En lo mismo que tú —respondió éste tras meditar un buen rato.
       Se refería –por supuesto– a lo que él había estado dando vueltas en la cabeza desde que pisó las ruinas. Ése hombre y los suyos afirmaban que su Padre había desaparecido. Paul siempre creyó en Él, aunque nunca lo había visto. En cambio ellos... Ellos habían perdido el rumbo cuando dejaron de oír su voz. Quizá se había retirado para que encontrasen el camino solos, de la misma forma en que la humanidad lo había hecho aquí siempre. Pero estaba, aunque ahora nadie pudiese verlo o escucharlo, estaba. Y no iba a perder la esperanza sólo porque las cosas pareciesen distintas a como él había pensado que serían.
       —Su voz nos acompañó a lo largo de toda nuestra existencia, fue como tocar el sol y verlo desaparecer. Para nosotros... sólo quedó una terrible oscuridad y un vacío que nunca seremos capaces de llenar. No seas demasiado severo en tu juicio, Paul, hay cosas que, por mucho que lo intentes, nunca podrás imaginar... Y ésta es una de ellas.
       Había una angustia latente en esas palabras, aunque Paul no se alegró de no poder imaginar cómo sería tocar el sol. Ash llevó la mano hasta la pequeña cruz de plata que descansaba sobre su pecho, la misma que le dio su abuelo antes de morir. La acarició con reverencia durante unos segundos, como aprendiéndosela de memoria.
       —La esperanza es lo que mueve el mundo, no deberías perderla sólo porque las cosas parezcan distintas a cómo tú habías pensado que serían —dijo, recitando aquella frase que bailaba en su mente, palabra a palabra.
       —Hubiese pagado el precio... —susurró Paul. Lo hubiese pagado. Por escuchar su voz, por sentir su calidez, por sentirse completo, aunque fuese una sola vez.
       —Y hubiese merecido la pena —afirmó el lector con una seguridad absoluta.

       Permanecieron en silencio un rato, Ash observándolo –siguiéndolo, de aquella extraña forma en que podía seguirlo–. Él, contemplando lo que quedaba del priorato.
       —¿Y qué es lo que quieres de ella? —le preguntó, refiriéndose a Rebecca.
       —Lo mismo que tú.
       —Permíteme que lo dude, amigo, he visto como la miras...
       Había visto a muchos hombres mirándola así, pero ella no había correspondido a ninguno. Hasta ahora.
       —¿Vas a hacer de hermano mayor? —Ash inclinó ligeramente el labio hacia arriba, a la sombra de una sonrisa—. Eso, Paul, no es asunto tuyo. En ése sentido yo... no quiero nada que ella no desee darme. En cuanto al tema que nos preocupa a ambos, lo que quiero es que siga viva cuándo esto termine. Tú la salvaste una vez. La salvaste de sí misma. Pero ahora... Ahora no podrás salvarla solo.
       —Maldita sea, si todo lo que dices es cierto, no sé qué es lo que podría hacer yo.
       —Lo mismo que has estado haciendo hasta ahora —la inclinación de la comisura de sus labios se acentuó un poco más y sus ojos se suavizaron—, estar a su lado.
       —Ella está a medio camino entre tu mundo y el mío...
       —Por eso nos va a necesitar a los dos, aunque aún no lo sepa. Es hora de regresar. No quiero alejarme de ella demasiado tiempo, no es seguro —dijo apoyando la mano en su hombro—. ¿Estás listo?
       Se hubiese quedado un poco más, pero él tampoco quería alejarse demasiado. En ningún sentido... Echó un último vistazo a su alrededor con una mezcla agridulce de nostalgia y culpabilidad. Nunca pensó que volvería allí. Después de todos aquellos años, nunca hubiese vuelto por su propio pie. En cualquier caso, se alegró de haberlo hecho. Ahora podía ver las cosas de otra forma.
       Gracias a Rebecca, ahora podía mirar atrás sin el único deseo de estar muerto.