Cara/Rostro

~ Vörj ~



       Viridiel recorría los descuidados jardines más allá, mucho más allá, dónde la espesa vegetación se había apoderado del camino dejando en su lugar una estrecha senda semioculta.  Sabiendo siempre dónde encontrarlo, porque sólo él visitaba aquella zona desde que su Padre se fuese. Sólo él. Ninguno de los otros se atrevía a poner los pies allí, temerosos de que los recuerdos se abalanzasen sobre ellos para devorarlos. Quizás, pensaba, si regresasen, dejarían de imponer sus deseos aplacándolos con lo que era correcto. O quizás solo tuviesen más ganas de destruirlo todo.
       Como él mismo.
       Pasó frente a los arcos de piedra cubiertos de hiedra y siguió hasta la capilla, una cúpula abovedada con un inmenso ojo en el centro desde el que admirar el firmamento infinito. Pero eso era antes. Antes de que las hojas lo hubiesen cerrado por completo sumiéndolo todo en la penumbra. Porque era, aquel, un lugar en el que hacía demasiado tiempo que no entraba el sol. Y allí encontró a su hermano, frente a la estatua del arcángel sin rostro. A pesar de los años transcurridos y del musgo que se asentaba en sus curvas seguía siendo magnífica; sus alas, desplegadas en toda su envergadura, lo habían resguardado de los rayos del astro cuando éste aún lograba penetrar la maleza.
       El arcángel sin rostro.
       Miguel permaneció de espaldas y aunque no podía verle la cara podía sentir su taciturno estado de ánimo: las decisiones estaban tomadas.
       —¿Sabes que una vez tuvimos alas? —le preguntó su hermano refiriéndose a los suyos, los arcángeles.  
       —Sí, lo sé —respondió—. Algunos no dejan de recordárnoslo.
       —Las tuvimos —susurró Miguel, dejando que el dolor que sufría los desgarrase a ambos—. Pero entonces Padre os creó a vosotros, los demás, y no os otorgó la gracia de volar. Y quisimos ser iguales renunciando a ellas. Siempre hemos sentido envidia, desde el principio…
       —Los Tiempos Antiguos desaparecieron hace mucho, Miguel. Desaparecieron antes de que Él nos dejase, y no van a volver.
       —Esculpieron esta estatua sin cara para que nos representase a todos —dijo el arcángel lleno de amargura—, para que no se pareciese a nadie… Somos como niños.
       Era de mármol pulido, blanca como la nieve. Tenía los brazos extendidos a ambos lados con las palmas de las manos mirando hacia arriba, al igual que su rostro, si lo tuviese, quien sabe con qué intención. Por más que la estudiaba a él se le antojaba fría e indiferente, como todos ellos. Un símbolo inalcanzable, cuyo recuerdo entristecía a unos y enfurecía a otros.
       La contempló en su total magnificencia, sintiéndose tan pequeño e insignificante que por un instante creyó que había mermado de verdad. La contempló detestándola una vez más; reprimiendo el deseo de golpearla hasta deshacerla en mil pedazos, del mismo modo en que se deshacía su mundo bajo esa máscara lisa e inacabada que nunca juzgaba a nadie. 
       —Miguel, es la hora —le dijo, apoyando una mano en su hombro.
       Sí, las decisiones estaban tomadas.