Capítulo 1


La semilla




       La sintió llegar antes de que sus nudillos tocasen la puerta. Pudo percibir el suave aleteo de su mente retrayéndose al entrar en contacto con la de él; delicada y oscura. Sinuosa, como una sombra que se retira al atardecer ocultándose entre las demás.
       O eso es lo que ella pretendía.
       Corban había palpado mentes de sobras a lo largo de su vida como para distinguirlas con precisión quirúrgica y en eso pensaba, mientras sumergía las manos en el cadáver que yacía abierto ante él, cuando la mujer entró sin darle tiempo a responder tras su llamada.
       —Disculpe —dijo, y sus ojos fueron a parar de inmediato al lugar en el que se hallaban sus manos.
       —Está disculpada. Le tendería la mano, pero dudo que quiera estrechármela.
       —¿Es usted el doctor Goumas?
       —No soy doctor —repuso—. Páseme el escalpelo, ¿quiere?
       Sacó una mano para indicarle cual, de entre todos los que había sobre la mesa, era el que necesitaba, pero ella ya lo había cogido. Observó entonces los guantes que llevaba, largos hasta cubrir los codos, totalmente fuera de lugar –o de época, más bien–, contrastando con el resto de su disonante aspecto. Sin embargo, lo que a él le llamaba la atención no era su aspecto, era el suave acento francés y ése olor a flores que desprendía. A lirios, concretamente. Un olor que arrastró el eco de un recuerdo que se esfumó tan rápidamente como llegó. Así que siguió a lo suyo, tratando de deshacerse de la desagradable sensación que dejó el poso en su cabeza, y comenzó a seccionar los cartílagos costales, arriba y adelante.
       —Si no es usted doctor, señor Goumas, ¿qué le hace a este pobre desgraciado? —preguntó sacando un pañuelo de encaje y llevándoselo a la nariz.
       —¿Le desagrada el olor de la sangre?
       —No, soy alérgica a los gatos.
       Blue asomaba la cabeza bajo la mesa, mirándola entre el interés y el fastidio, con las pequeñas orejas echadas hacia detrás en un claro gesto de desafío.
       —Creo que es mutuo. Y bien —dijo, cayendo en la cuenta de que no sabía su nombre—… ¿Cómo se llama?
       —Josephine —mintió—. Puede llamarme Jo.
       —Y bien, dígame, Jo, ¿qué es lo que la ha traído hasta aquí? —arriba y adelante, arriba y adelante…
       —Qué no, quien. Un amigo común me pidió que le entregase esto.
       Se acercó un poco más y le tendió un sobre que sacó de uno de los numerosos pliegues de su camiseta, varias tallas más grande que ella.
       Corban hizo una pausa para examinarla detenidamente, intentando rozar su mente de nuevo en busca de algo que debería estar allí, pero que no estaba. Se quitó los guantes, arrojándolos sobre la mesa metálica, y se encendió uno de los cigarrillos que se había liado esa misma mañana. Inhaló una larga calada y lo dejó reposando en los labios mientras cogía el sobre y lo abría. De no haber llevado ella los guantes sus dedos se habrían rozado durante unas milésimas de segundo, tiempo más que suficiente para echar un buen vistazo. Dentro del sobre había una tarjeta de visita en blanco y una semilla.
       —Se estará preguntando que es —dijo la mujer que se hacía llamar Josephine—. Plántela y averígüelo, señor Goumas. Y cuide bien de ella.
       —¿Cómo me ha encontrado? —una oscura sensación de inquietud e incertidumbre se apoderó de él nada más tocarla.  Era de un rojo intenso, casi del color de la sangre. Y como la sangre, parecía oscurecerse cuando los reflejos de la lámpara de pie jugaban con ella. Casi la sentía palpitar entre sus dedos. Estaba viva.
       —Puedo verte, Corban. Puedo verte, y tú puede verme a mí. Nos conoces bien —susurró contra el pañuelo—. Tienes las manos cálidas y el pulso firme.
       —Depende del día.
       —Sea cuidadoso con él, monsieur —dijo haciendo un gesto vago hacia el cadáver de la mesa—, hace poco tenía sueños, como todos los vivos.
       Corban no supo a qué se refería exactamente con aquellas palabras. No hasta mucho tiempo después.

       Unas horas más tarde, ya sentado en el sillón de su casa con una cerveza en la mano y la tarjeta en blanco en la otra, Corban buscaba la impronta grabada en ella. Sabía que estaría allí, para él. Oculta entre las fibras de calidad del papel.
       Y no se equivocaba.
       «Aún no –decía–, lo sabrás cuando llegue el momento. Aún no… »