Lejos de todo
Pocos
placeres de verdad, que pudiese considerar siquiera, le quedaban. De la mayoría
había hecho una rutina y ya no constituían el desahogo que esperaba de ellos.
Pero esto, pensó mientras se llevaba a la boca el último beignet, esto se
encontraba casi a la cabeza de los que contaban. Casi. Las cosas podían ir mal,
podían desmoronarse a su alrededor… Pero siempre había sido capaz de disfrutar
de los pequeños y escasos momentos de satisfacción total. Y aquel, sin lugar a
dudas, era uno de esos momentos. Y lo degustaba con verdadero deleite, dejando
que se le deshiciese en la boca, cuando reparó en él.
Caminaba
por la calle despacio, sin ser visto. Moviéndose entre ambos planos, la
cadencia de sus pasos llena de costumbre. Llevaba los pies desnudos y su cuerpo
cubierto únicamente por un pantalón de cuero gastado y un chaleco a juego, que
dejaba a la vista el enorme tatuaje de una serpiente enroscada en su brazo
izquierdo. En su cintura ceñía las fundas de una espada corta y una daga curva,
y lo más llamativo era la gema que colgaba de su cuello, roja como la sangre, totalmente
fuera de lugar en él. Adornaba su rostro con una larga y perfecta barba
cuadrada, que se dividía en cientos de pequeños rizos pulcramente separados y pulidos.
Una barba peculiar que dejaba claro su origen sumerio. Y por un momento
aquellos ojos negros como una noche sin estrellas tocaron los suyos. Y encontró
en ellos reconocimiento, haciéndolo dirigir la mano en un gesto instintivo hasta
el lugar dónde reposaba la hoja, enfundada sobre sus riñones. Puesto que lo
buscaba a él; aquel hombre lo buscaba a él y lo había encontrado.
Le
hizo el extraño una seña con la cabeza, dándole a entender que quería que lo
siguiese algo que, siendo sinceros, hubiese hecho igualmente. Se dirigieron, en
completo silencio y manteniendo el uno del otro una larga distancia prudencial,
a un lugar más alejado de la multitud y el ajetreo propio del barrio francés.
Más cerca de los inquietantes pantanos que bordeaban la ciudad. Es una de las
cosas que Nueva Orleans ofrece, la posibilidad de ver dos caras completamente
diferentes entre sí: la luz y la oscuridad, contrastando como ellos mismos
contrastaban; tez oscura como la propia tierra, frente a la palidez de la suya;
cabello negro como el ala de un cuervo, frente a los suyos rubios tocados por
el sol; ojos negros como pozos sin alma, frente a los suyos, de un dorado que
lo iluminaba todo. O al menos, lo había iluminado en su día. Pero ya no.
Ya
no.
Lo
siguió hasta que se detuvo en medio de ninguna parte, lejos de todo. Se sintió
desnudo sin su espada, pero nunca se la llevaba cuando salía. A menos, claro,
que supiese a ciencia cierta que la iba a utilizar. Hoy no había tenido esa
certeza y probablemente lo iba a lamentar. Recordó lo que Emu y Yo le habían
dicho; los sueños, la insistencia del peligro que representaban... Recordó la
serpiente, a la que su hermano temía, fijándose en la que el hombre tenía
tatuada en el brazo, y sus pensamientos regresaron hasta su arma de nuevo, que
descansaba tranquilamente en su casa. Tendría que conformarse con lo que había,
y eso no le preocupaba demasiado.
El
sumerio esbozó una amplia sonrisa que quedó semioculta por aquella barba cuadrada
cuando lo vio sacar la daga sin intención alguna de esconderla. Él dejó su
espada corta en la funda y sacó el cuchillo curvo de su cintura, dejándolos a
ambos en igualdad de condiciones, obligándolos a la cercanía de los filos. Lo
miró nuevamente a los ojos, encontrando el reto esta vez. El desafío. Y
aquello, lejos de asustarlo, lo hizo sentir vivo por dentro, puesto que él
mismo lo deseaba también. Deseaba medirse con ése hombre, dejarse llevar. Y eso
lo hizo pensar en Arikel, su hermano, ya que el ansia del reto era más propia
de él que suya, y la sensación familiar de agonía lo recorrió una vez más. Y
ahí estaban; y no le importaba qué es lo que podía querer el desconocido de él.
No le importaba ni lo más mínimo. E identificó aquella sensación de
indiferencia cómo algo contra lo que no lucharía hoy aunque llevase muchísimo
tiempo haciéndolo, más por los demás que por sí mismo. Y se adelantó para salir
en busca de su destino, fuese éste el que fuese.
Se
tomaron el pulso primero en un frenético intercambio inicial dónde se dio perfecta
cuenta de que el sumerio estaba a la altura de sus expectativas, tal y como
había sospechado que estaría. Vörj siempre parecía tener muchas expectativas y
era terriblemente decepcionante que la mayoría no se cumpliesen. Pero hoy no
sería el caso.
La
humedad de los pantanos se les pegaba al cuerpo mezclándose con el sudor, y fue
para él el placer de la primera sangre cuando descargó un golpe con el filo de
la hoja que le hizo al desconocido un corte en el labio. Un corte que le hizo
llevarse la mano allí y retirarla, con asombro, manchada de sangre. La suya;
algo que aquel hombre parecía no haber visto jamás hasta de ése momento. Y sus
ojos perdieron el brillo juguetón y se volvieron duros, tomándolo ahora en
serio. Algo que, de no ser orgulloso como era, hubiese hecho desde el
principio. Arremetió contra él con furia una y otra vez; y una y otra vez él
paró los golpes y los devolvió. Y así, tratando de agotarse mutuamente, se
dilató el tiempo sin que se diesen cuenta. Hasta que el hombre dejó escapar un
suspiro exasperado antes de acercarse de nuevo. Y cuando lo hizo, cuando
estuvieron nuevamente enlazados cuerpo a cuerpo, pronunció su nombre. Su nombre
verdadero; y tan pocos eran los que lo conocían, que le llenó la boca de bilis
al darse cuenta de lo que eso significaba.
—Viridiel…
—repitió el sumerio una segunda vez.
Y
tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para hacer a un lado el
deseo de someterse. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para
mantener abierto el lazo con el que aquel extraño pretendía doblegarlo. Y
aprovechó ése momento de triunfo en el hombre para hundirle la hoja en el
vientre y retorcerla con fuerza, pegados como estaban, como si de un solo
cuerpo se tratase. Los ojos negros del desconocido se abrieron de par en par,
en una mezcla de sorpresa y dolor. Y pensó que lo tenía hasta que sintió la
picadura en su hombro, afilada como un punzón. Y fue entonces cuando reparó en que
la serpiente se mecía despacio, enroscada en el brazo del sumerio, semienterrada
en la piel oscura. Y hubiese jurado que el animal sonreía con indolencia. Se
apartó de él empujándolo con fuerza y retrocediendo, preguntándose a qué se debería
la sonrisa bajo la barba que él sí mostraba abiertamente perfilada con el desprecio
de quien se sabe vencedor. Y lo comprendió enseguida cuando comenzó a sentirse entumecido
y mareado. Trató de respirar despacio, de calmar su corazón, que transportaba
con cada latido el veneno del áspid acelerando el proceso, paralizándolo poco a
poco, adormeciéndolo. Y se lanzó sobre aquel extraño que tan bien lo conocía a
él con la serenidad, en su caso, de saberse un hombre muerto.
* * *
La sonrisa había dejado paso a un ictus
tenso; el serafín era hábil en la lucha, tal y como le había dicho Viktor. Muy
hábil, en realidad, mucho más de lo que le había concedido en un primer
momento. Aún aturdido por la toxina le había dado serios problemas, hasta que
no pudo aguantar más y cayó. Y le costó. Le costó tanto que llegó a pensar que
lo superaría, o que lo mataría intentándolo. Pero estaba algo más torpe y
lento, y la fortuna -envuelta en sorpresa- le había sonreído hoy a él.
Emesh
se acercó al serafín; le dio una patada a su espada, ahora tirada en el suelo, para
alejarla de él. Respiraba entrecortadamente, inhalando con esfuerzo en cortos
estertores, los bronquios casi cerrados ya a causa del veneno. Estaba de
rodillas, tratando de verlo a través de sus ojos entrecerrados, una posición
que le provocó una satisfacción infinita. Le pesaban los párpados pero luchaba
por no ceder. Aún ahora, luchaba. Y no había miedo en aquellos ojos dorados; ojos
de león. Pero hasta los leones caen de vez en cuando. Ananta había vuelto a
ocupar su lugar bajo la piel. La sentía allí, deslizándose perezosamente, con
la cautela aún tras la bífida lengua. No
te confíes, decía, no te confíes…
Contempló
la herida de su vientre: una herida fea que le llevaría un tiempo sanar. Puso
la mano sobre ella apretando y el dolor le hizo tensar los músculos. Emesh se agachó para poder mirarlo de frente; utilizó
su cuchillo para cortar la camiseta que éste llevaba, dejando al descubierto un
pecho pálido comparado con el suyo, y le hizo un corte profundo en el mismo
sitio dónde el serafín lo había herido a él. La sangre fluyó, preciosa como el
oro o aún más, puesto que encerraba mucho más poder si se sabía extraer. Introdujo
los dedos en la herida abierta y se los llevó a los labios, degustándola. Él lo
miraba con el ceño fruncido, al borde de la inconsciencia, sin comprender por
qué no lo remataba de una vez, supuso. Y terminaría lo que había empezado… Pero
no sería en aquel momento. No antes de que arrastrasen ante él el cadáver del
cazador; el cadáver de su hermano. Ése era el trato.
—Duerme, Viridiel —le dijo en un susurro.
Y sintió el tirón del nombre, vencido como
estaba. Vencido para obedecer. Y el dominio que podía tener sobre él le
recorrió las entrañas; la espina dorsal, como una descarga eléctrica. Y sintió
el impulso de gritar, de extender las manos y parar el tiempo; de hacer algo
primitivo y visceral. Y de no ser por el maldito trato que lo obligaba, por la
sangre, de la misma forma que obligaría él al serafín a renunciar a su
voluntad, hubiese consumido su corazón allí mismo. El corazón de un guerrero.
El corazón del león.
Tumbó al serafín en el suelo cuando cayó en
un sueño profundo. Necesitaba darle forma al hechizo… Pero antes se concentró en
procurar que su propia herida dejase de sangrar. Se hizo a sí mismo un corte en la palma de la
mano y alzándola recitó las palabras. Fue doloroso, la regeneración siempre lo
era. Resultaba más doloroso cerrar una herida que abrirla, pensó con ironía mientras
apretaba los dientes y su frente se perlaba de sudor; mientras su interior se
agitaba con espasmos sordos, mientras sentía como si una espada al rojo vivo lo
atravesase una y otra vez. Y decidió que era una lástima no poder devolverle el
favor al serafín, no poder mostrarle el verdadero significado de la palabra dolor, usada casi siempre en un tono
ligero, encontrándose él mucho más allá de todo en aquel momento.
Y después comenzó. Tejió el hechizo con la
sangre de ambos; entrelazándolas, uniéndolas en un vínculo. Un vínculo que le
diría lo que necesitaba saber; un vínculo que lo llevaría hasta dónde
necesitaba ir; un vínculo que los uniría a los dos a través del tiempo y la
distancia. Aunque el tiempo fuese breve, como lo sería la vida del serafín
desde aquel momento.
Después de todo, los lazos de sangre no se rompen con facilidad…
Después de todo, los lazos de sangre no se rompen con facilidad…