El Serafín, el Cazador
y el Soñador
El
serafín
En alguna parte recóndita de Jiansu, China, 1917
Había recorrido el largo camino una vez más
sabiendo que lo encontraría allí. Y así era. Pudo presentir a su hermano en el
interior del hutong; no le sorprendía que él escogiese una y otra vez aquel
lugar apartado de todo, perdido en medio de aquellos jardines perfectamente
cuidados. Suspiró con cansancio antes de poner un pie en las escaleras que
llevaban hasta las puertas de jade. No por el paseo, si no por lo que
encontraría dentro de la casa. Al llegar arriba una de las muchachas lo
recibió con una sonrisa y una reverencia que él le devolvió. La siguió al
interior y se dejó conducir a través de los patios hasta la estancia principal,
dónde Zhou Wong aguardaba.
Zhou Wong regentaba el hutong desde hacía
muchos años, pese a que comenzó trabajando en él. Al morir el anterior dueño
tomó nombre de hombre e invirtió los ahorros de su vida para comprarlo. Zhou
Wong era una mujer mayor ahora, muy mayor. Su cabello era blanco como la nieve
y hacía mucho que no lo había cortado. Lo llevaba recogido en el tradicional
moño alto, ornamentado con los adornos propios de su rango y su clase social,
dejando suelto uno de los mechones perfectamente cepillado, que bajaba hasta
pasadas sus rodillas. Y a pesar de su avanzada edad se erguía sin dificultad,
con orgullo, levantando la nariz en aquel gesto tan característico en ella.
Característico si la habías conocido en sus años de juventud. Sus largas uñas
estaban esmaltadas y decoradas con pequeñas filigranas de hilo de oro, al igual
que algunos trazos de su maquillaje. Zhou Wong había sido hermosa en su día.
Zhou Wong había sido muchísimas cosas pero desde luego, jamás podría decirse
que Zhou Wong había sido una mujer respetable.
Y por eso estaba allí ahora.
—No quiere ver a nadie, Emu, ni siquiera a
ti —dijo con suavidad y el amago inminente de una sonrisa carente de alegría—.
Especialmente a ti, me temo.
—Ya sabes que no me importa lo que quiera o
lo que no —respondió—. He venido a llevármelo y me lo llevaré. Por las buenas o
por las malas.
Ella suspiró y se encogió de hombros.
—A estas horas no será ni de una forma ni
de la otra... Pasa entonces. Llévatelo. Llévatelo a casa... —repuso con
tristeza—. Me mata verlo así, y así es cómo lo veo siempre que viene...
Ella se dio la vuelta un instante y su
perfil quedó recortado en el espejo de cristal pulido que tenía detrás. Era una
anciana, pero aún conservaba toda aquella belleza que hizo que muchos de los
grandes señores de oriente acudiesen a visitarla a ésa misma casa. Sí, los ahorros
de su vida eran una fortuna, Zhou Wong no había sido sólo hermosa en su día;
Zhou Wong había sido la más hermosa.
—Mi señora... —la tomó de la mano y su piel
le pareció como papel de arroz.
—Hubo un tiempo en que lo amé, y sé que fui
correspondida... A su manera, él me amaba también —y era totalmente cierto, Emu
lo sabía bien—. Me mata verlo así, Emu. Llévatelo a casa.
Y ocultó ya su rostro, de él y del espejo,
desapareciendo tras la cortina de seda.
Cuando entró en la gran habitación todo
olía al fuerte aroma del opio. Estaba por todas partes y le costaba imaginar
cómo era posible que no hubiese salido de allí. No se había molestado en llamar
a la puerta, sabía ya que nadie le contestaría. Su hermano estaba bajo el
montón de cuerpos desnudos e inconscientes, como cabía esperar; cuerpos
masculinos y femeninos, sin hacer distinciones. Su rubia cabellera resaltaba
entre las demás, oscuras todas ellas. En los tiempos de Zhou Wong sólo la
escogía a ella. A ella y a nadie más. Y no fueron esos los peores tiempos, ni
mucho menos. Eran los tiempos en los que a él le pareció que su hermano
despertaba por dentro. Sin embargo los años transcurrieron, Zhou Wong se hizo
mayor, y llegó el día en que lo rechazó. Y aquí estaban. Unas veces se iba y
volvía poco después; otras, en cambio, se iba sin más olvidándose de todo
excepto de lo que quería olvidarse.
Y aquí estaban.
Al menos él sabía a dónde ir a buscarlo...
—Vörj...
Las drogas raras veces tenían efecto en
ellos, su metabolismo las eliminaba rápidamente. Pero el opio adormecía los
sentidos, y a él le ayudaba a dormir. A dormir un sueño sin sueños.
—Vörj —insistió—, vas a venir conmigo, con
ropa o sin ella. Tienes diez segundos para decidirte.
Un brazo salió, apartando, abriéndose
camino, y un ojo dorado lo miró a través de la maraña de pelo rubio.
—¿Cuántos días llevo aquí? —preguntó
somnoliento.
—Seis.
Escuchó el improperio y la cabeza cayó de
nuevo, pesada, rindiéndose ante el único intento de levantarse.
—Lárgate, Emu, pareces una vieja niñera
gruñona...
—Vete a la mierda —pasó intentando no pisar
a nadie y lo agarró del brazo que asomaba tirando de él—. Vamos, colabora un
poco, ¿quieres?
—No quiero, maldita sea, déjame dormir...
—Puedes dormir en casa —repuso en voz alta,
aunque sabía que eso no era cierto. No del todo, al menos—. Yo está preocupado.
Vörj suspiró con fastidio y se dejó
arrastrar -cómo sabía que sucedería si mencionaba a Yeialel- poniéndose en pie
con dificultad. Emu buscó la ropa, encontrándola tirada y arrugada en un
montón. Le pasó los pantalones y la camisa de seda, que estaba hecha un
desastre. Su hermano se vistió con desgana dejándola desabrochada, puesto que
le faltaban la mayoría de los botones. Pasó al aseo a lavarse y cuándo salió,
volvía a parecer él mismo... más o menos.
—Estás hecho un asco —le dijo tras mirarlo
de arriba a abajo.
—Gracias, es cómo me siento.
Y aunque la respuesta estaba llena de
cinismo, realmente lo decía en serio. Y lo confirmó besándolo en la sien cuándo
pasó por su lado. Mil años y seguía tan hueco como el primer día, puede que
incluso más... Así es como uno se siente cuando le falta una parte de sí mismo.
Vacío. Completamente vacío.
Y a su hermano le faltaba la parte más
importante...
Salían ya cuando Zhou Wong fue a su
encuentro.
—No te vayas sin decirme adiós, niño —le
dijo a Vörj con una sonrisa.
Él la besó en los labios y la llamó por su
nombre. Su nombre real. Y era al único al que se lo permitía, aún. La besó en
los labios y ella permaneció allí, de pie, viéndolo marchar una vez más. Y ya
no le quedaban muchas.
* * *
El Cazador
En alguna parte de cualquier parte 1917
Mil años y seguía sin reconocer al hombre
que le devolvía la mirada desde el otro lado del cristal. Era ésa una mirada
dura, cómo de acero líquido. Era la mirada del cazador.
Observaba a través de la ventana el
transcurrir del tiempo, como cada noche mientras esperaba. Observaba. Su rostro
se reflejaba de una forma casi irreal, acentuando esa sensación que tenía
frente al desconocido. Frente al cazador. Él -el cazador- vivía entre ambos
planos, en aquella zona muerta. Aunque sería más justo decir que sobrevivía,
puesto que la vida, en sí misma, tenía muchísimos más matices de los que su
propia vida contenía. Allí todo se veía de otra forma. Era lo más parecido a
estar bajo el agua sin estarlo; mortecino, amortiguado. Lento… El transcurso de
los años te enseñaba la verdadera diferencia. El tiempo: curiosa ironía para
alguien inmortal. Tras el cristal se
encontraba a gusto. Estaba excluido del mundo, obligándose a permanecer allí,
solo. Siempre observando, siempre vigilante. Era ésa su vida, detrás del
cristal.
Las viejas cicatrices le escocían. Siempre le escocían cuando pensaba en ellas, y eso era algo que hacía con demasiada frecuencia. Pero qué otra cosa, aparte de pensar, se podía hacer. Eran la parte física que le hacía darse cuenta de que en realidad las cosas pasaban. Que pasaban de verdad y no únicamente en su cabeza. Porque cuándo dejó a sus hermanos perdió parte de su Gracia. Y ahora, a pesar de que cicatrizaba muy rápido, sus heridas no desaparecían como lo hiciesen antes y quedaban impresas a modo de advertencia. Había que ser cuidadoso, le decían.
Las viejas cicatrices le escocían. Siempre le escocían cuando pensaba en ellas, y eso era algo que hacía con demasiada frecuencia. Pero qué otra cosa, aparte de pensar, se podía hacer. Eran la parte física que le hacía darse cuenta de que en realidad las cosas pasaban. Que pasaban de verdad y no únicamente en su cabeza. Porque cuándo dejó a sus hermanos perdió parte de su Gracia. Y ahora, a pesar de que cicatrizaba muy rápido, sus heridas no desaparecían como lo hiciesen antes y quedaban impresas a modo de advertencia. Había que ser cuidadoso, le decían.
Todo allí era frío y solitario así,
suspendido en el tiempo, en aquella zona muerta. Sobrecogedor, árido y
distante. Pero a la vez… era él. Sobrecogedor, árido y distante. Frío y solitario.
Y la ausencia. La ausencia absoluta de todo contacto con sus hermanos… La
sentía en su interior, dolorosa como una amputación. Igual de dolorosa que el
primer día. Porque a fin de cuentas, desvincularse era una amputación. Porque
se sentía mutilado, como si le faltase una parte de sí mismo. Y vacío. Aunque
era aquella ausencia lo que había buscado desesperadamente cuando se fue,
cuando rompió el vínculo que lo unía a los demás. La había temido y necesitado
a partes iguales.
Y cuando se fue le dio miedo perder la
cabeza; le dio miedo dudar, el fracaso, la soledad… Les enseñaron a sangre y
fuego que no debían temer nada, que no debían dudar. El temor y las dudas
estaban prohibidos porque los hacían débiles. Y fueron momentos confusos,
aquellos, y tuvo miedo, y dudó, y se sintió solo -terriblemente solo-. Y perdió
la cabeza… un par de veces o tres. Pero nunca fracasó. Había superado su
prueba. Se había enfrentado a todos sus demonios y los había vencido. Y ahora… Ahora
vivía esperando la vibración que indicase que había llegado el momento. La
vibración que indicase que algo intentaba cruzar de un lado a otro. Quedaba
impresa como una huella dactilar, revelando parte de la identidad del intruso.
Lo notaba en las yemas de los dedos; lo sentía allí, como una presión indefinida;
le recorría la piel como electricidad estática desplazándose en una onda
expansiva. Deprisa, hasta el estómago. Y de alguna forma lo sabía. Sabía dónde
estaba. Y allí empezaba la caza.
Cazar era básico, instintivo, primario. No
tenía las complicaciones de… la vida.
La caza le hacía ver las cosas desde otros ángulos, y eso le daba cierta paz.
Summon se acercó a él, quizá intuyendo su
sombrío estado de ánimo. Se frotó contra su muslo en busca de alguna caricia, y
la complació como siempre hacía.
El enorme felino era su única compañía allí cuando
estaba, puesto que la pantera también necesitaba su espacio. También ella
necesitaba sentirse a solas. Después de todo era su reflejo, hecha de su propia
esencia. Ojos grises frente a ojos grises. Grises y turbulentos, cómo una
tormenta a punto de descargar… Los ojos de un cazador, en ambos casos.
Regresó a su reflejo en el cristal. Los
ojos de un asesino…
Las guerras más cruentas, son las que se
libran a espaldas del mundo. Son aquellas de las que nadie conoce su
existencia… Y él era la sombra del guerrero.
Y lo sintió. La vibración que indicaba que
algo intentaba cruzar de un lado a otro. Quedó impresa como una huella dactilar
que le reveló parte de la identidad del intruso. Lo notó en las yemas de los
dedos; lo sintió allí, como una presión indefinida; le recorrió la piel como
electricidad estática desplazándose en una onda expansiva. Deprisa, hasta el
estómago. Y de alguna forma lo supo. Supo dónde estaba.
Y allí empezó la caza.
Y allí empezó la caza.
Porque él era únicamente una sombra. La
sombra del guerrero.
* * *
El soñador
El Jardín, mientras todo lo demás sucede
Yeialel soñaba; no en vano le llamaban el Soñador.
Yeialel soñaba, y no eran sus sueños cómo
los de los demás. Sus sueños encerraban gran parte de certeza, si sabía
encontrarla.
Soñaba.
Se hallaba en ése delicado momento,
moviéndose lentamente a medio camino entre la vigilia y el dormir
profundamente, como si de recorrer una cuerda floja se tratase, puesto que los
pasos en falso lo sumían en la incertidumbre.
Y soñaba.
Soñaba con días oscuros dónde el sol jamás
llegaba; con una mujer de ojos verdes y tristes, los más tristes que había visto
nunca. No distinguía nada más salvo aquellos ojos, pero estaba seguro de poder
reconocerlos en cualquier parte. Ella recorría el laberinto en sombras
buscándose a sí misma. Lo recorría mientras una capa de dolor lo cubría todo a
su paso, atrayendo a la enorme bestia. Y la enorme bestia la seguía tratando de
darle alcance. De darle alcance para destrozarla por completo. Y ella lo sabía
pero no le importaba; porque hacía mucho tiempo que ya nada le importaba. Sin
embargo no dejaba de correr. No para evitar a la bestia, si no buscándose a sí
misma. Aquella era su obsesión por encima del dolor, que dejaba tras ella cómo
un perfume. Un perfume que la bestia seguiría. Y ella lo sabía, pero no le
importaba, porque hacía mucho tiempo que ya nada le importaba…
Y soñaba.
Soñaba con días oscuros dónde el sol jamás
llegaba; con los ojos dorados de su hermano, que se consumía lentamente. Hueco,
vacío, muerto por dentro. Se extinguía como se extingue la llama de una vela,
casi sin darse cuenta, mientras dormía su sueño sin sueños. Y una serpiente se
enroscaba en su torso con la firmeza del abrazo de una amante. Y los ojos de
una hiena, el animal carroñero que espera a que otro abata a la presa en su lugar
para devorar los restos, siempre fijos en él. Y la hiena esperaba. Esperaba
mientras su hermano se extinguía como se extingue la llama de una vela, casi
sin darse cuenta, mientras dormía su sueño sin sueños.
Y soñaba.
Soñaba con días oscuros dónde el sol jamás
llegaba; con los ojos grises de Arikel, al que hacía tanto que no veía. Los
ojos del cazador, fríos y duros como el acero. Permanecía en pie mirando por la
ventana, mientras una larga sombra se extendía, como si fuese la suya propia,
pero no lo era. Y anidaba en su interior y se alimentaba de él. Pero su
hermano, lejos de darse cuenta, la dejaba pasar. Y se había hecho fuerte… Con
los años, se había hecho fuerte. Pero su hermano, lejos de darse cuenta, la
necesitaba. Lejos de darse cuenta, iba en su busca…
Y soñaba.
Soñaba con días oscuros dónde el sol jamás
llegaba; con los ojos cobres de Emu y su pelo rojo como el fuego, puesto que de
fuego estaba hecho. Lo esperaba al final del camino, como lo esperaba siempre.
Siempre desde que se conocieron. Y cuándo por fin lo alcanzaba, Él se llevaba
el dedo a los labios pidiéndole silencio.
—Si no vas a quedarte —susurraba—, prefiero
que él no te vea…
Y soñaba…
Soñaba mientras los hilos del destino se
entrelazaban.
Yeialel soñaba, y no eran sus sueños cómo
los de los demás. Sus sueños encerraban gran parte de certeza, si sabía
encontrarla.
Si sabía encontrarla…
…Algo estaba a punto de caer cómo la
lluvia, y no serían flores.