Prólogo: Tercera parte





El Serafín, el Cazador y el Soñador




         El serafín

En alguna parte recóndita de Jiansu, China, 1917



         Había recorrido el largo camino una vez más sabiendo que lo encontraría allí. Y así era. Pudo presentir a su hermano en el interior del hutong; no le sorprendía que él escogiese una y otra vez aquel lugar apartado de todo, perdido en medio de aquellos jardines perfectamente cuidados. Suspiró con cansancio antes de poner un pie en las escaleras que llevaban hasta las puertas de jade. No por el paseo, si no por lo que encontraría dentro de la casa. Al llegar arriba una de las muchachas lo recibió con una sonrisa y una reverencia que él le devolvió. La siguió al interior y se dejó conducir a través de los patios hasta la estancia principal, dónde Zhou Wong aguardaba.
         Zhou Wong regentaba el hutong desde hacía muchos años, pese a que comenzó trabajando en él. Al morir el anterior dueño tomó nombre de hombre e invirtió los ahorros de su vida para comprarlo. Zhou Wong era una mujer mayor ahora, muy mayor. Su cabello era blanco como la nieve y hacía mucho que no lo había cortado. Lo llevaba recogido en el tradicional moño alto, ornamentado con los adornos propios de su rango y su clase social, dejando suelto uno de los mechones perfectamente cepillado, que bajaba hasta pasadas sus rodillas. Y a pesar de su avanzada edad se erguía sin dificultad, con orgullo, levantando la nariz en aquel gesto tan característico en ella. Característico si la habías conocido en sus años de juventud. Sus largas uñas estaban esmaltadas y decoradas con pequeñas filigranas de hilo de oro, al igual que algunos trazos de su maquillaje. Zhou Wong había sido hermosa en su día. Zhou Wong había sido muchísimas cosas pero desde luego, jamás podría decirse que Zhou Wong había sido una mujer respetable.
         Y por eso estaba allí ahora.

         —No quiere ver a nadie, Emu, ni siquiera a ti —dijo con suavidad y el amago inminente de una sonrisa carente de alegría—. Especialmente a ti, me temo.
         —Ya sabes que no me importa lo que quiera o lo que no —respondió—. He venido a llevármelo y me lo llevaré. Por las buenas o por las malas.
         Ella suspiró y se encogió de hombros.
         —A estas horas no será ni de una forma ni de la otra... Pasa entonces. Llévatelo. Llévatelo a casa... —repuso con tristeza—. Me mata verlo así, y así es cómo lo veo siempre que viene...
         Ella se dio la vuelta un instante y su perfil quedó recortado en el espejo de cristal pulido que tenía detrás. Era una anciana, pero aún conservaba toda aquella belleza que hizo que muchos de los grandes señores de oriente acudiesen a visitarla a ésa misma casa. Sí, los ahorros de su vida eran una fortuna, Zhou Wong no había sido sólo hermosa en su día; Zhou Wong había sido la más hermosa.
         —Mi señora... —la tomó de la mano y su piel le pareció como papel de arroz.
         —Hubo un tiempo en que lo amé, y sé que fui correspondida... A su manera, él me amaba también —y era totalmente cierto, Emu lo sabía bien—. Me mata verlo así, Emu. Llévatelo a casa.
         Y ocultó ya su rostro, de él y del espejo, desapareciendo tras la cortina de seda.

         Cuando entró en la gran habitación todo olía al fuerte aroma del opio. Estaba por todas partes y le costaba imaginar cómo era posible que no hubiese salido de allí. No se había molestado en llamar a la puerta, sabía ya que nadie le contestaría. Su hermano estaba bajo el montón de cuerpos desnudos e inconscientes, como cabía esperar; cuerpos masculinos y femeninos, sin hacer distinciones. Su rubia cabellera resaltaba entre las demás, oscuras todas ellas. En los tiempos de Zhou Wong sólo la escogía a ella. A ella y a nadie más. Y no fueron esos los peores tiempos, ni mucho menos. Eran los tiempos en los que a él le pareció que su hermano despertaba por dentro. Sin embargo los años transcurrieron, Zhou Wong se hizo mayor, y llegó el día en que lo rechazó. Y aquí estaban. Unas veces se iba y volvía poco después; otras, en cambio, se iba sin más olvidándose de todo excepto de lo que quería olvidarse.
         Y aquí estaban.
         Al menos él sabía a dónde ir a buscarlo...

         —Vörj...
         Las drogas raras veces tenían efecto en ellos, su metabolismo las eliminaba rápidamente. Pero el opio adormecía los sentidos, y a él le ayudaba a dormir. A dormir un sueño sin sueños.
         —Vörj —insistió—, vas a venir conmigo, con ropa o sin ella. Tienes diez segundos para decidirte.
         Un brazo salió, apartando, abriéndose camino, y un ojo dorado lo miró a través de la maraña de pelo rubio.
         —¿Cuántos días llevo aquí? —preguntó somnoliento.
         —Seis.
         Escuchó el improperio y la cabeza cayó de nuevo, pesada, rindiéndose ante el único intento de levantarse.
         —Lárgate, Emu, pareces una vieja niñera gruñona...
         —Vete a la mierda —pasó intentando no pisar a nadie y lo agarró del brazo que asomaba tirando de él—. Vamos, colabora un poco, ¿quieres?
         —No quiero, maldita sea, déjame dormir...
         —Puedes dormir en casa —repuso en voz alta, aunque sabía que eso no era cierto. No del todo, al menos—. Yo está preocupado.
         Vörj suspiró con fastidio y se dejó arrastrar -cómo sabía que sucedería si mencionaba a Yeialel- poniéndose en pie con dificultad. Emu buscó la ropa, encontrándola tirada y arrugada en un montón. Le pasó los pantalones y la camisa de seda, que estaba hecha un desastre. Su hermano se vistió con desgana dejándola desabrochada, puesto que le faltaban la mayoría de los botones. Pasó al aseo a lavarse y cuándo salió, volvía a parecer él mismo... más o menos.
         —Estás hecho un asco —le dijo tras mirarlo de arriba a abajo.
         —Gracias, es cómo me siento.
         Y aunque la respuesta estaba llena de cinismo, realmente lo decía en serio. Y lo confirmó besándolo en la sien cuándo pasó por su lado. Mil años y seguía tan hueco como el primer día, puede que incluso más... Así es como uno se siente cuando le falta una parte de sí mismo. Vacío. Completamente vacío.
         Y a su hermano le faltaba la parte más importante...

         Salían ya cuando Zhou Wong fue a su encuentro.
         —No te vayas sin decirme adiós, niño —le dijo a Vörj con una sonrisa.
         Él la besó en los labios y la llamó por su nombre. Su nombre real. Y era al único al que se lo permitía, aún. La besó en los labios y ella permaneció allí, de pie, viéndolo marchar una vez más. Y ya no le quedaban muchas. 


* * *

         El Cazador

En alguna parte de cualquier parte 1917



         Mil años y seguía sin reconocer al hombre que le devolvía la mirada desde el otro lado del cristal. Era ésa una mirada dura, cómo de acero líquido. Era la mirada del cazador.
         Observaba a través de la ventana el transcurrir del tiempo, como cada noche mientras esperaba. Observaba. Su rostro se reflejaba de una forma casi irreal, acentuando esa sensación que tenía frente al desconocido. Frente al cazador. Él -el cazador- vivía entre ambos planos, en aquella zona muerta. Aunque sería más justo decir que sobrevivía, puesto que la vida, en sí misma, tenía muchísimos más matices de los que su propia vida contenía. Allí todo se veía de otra forma. Era lo más parecido a estar bajo el agua sin estarlo; mortecino, amortiguado. Lento… El transcurso de los años te enseñaba la verdadera diferencia. El tiempo: curiosa ironía para alguien inmortal. Tras el cristal se encontraba a gusto. Estaba excluido del mundo, obligándose a permanecer allí, solo. Siempre observando, siempre vigilante. Era ésa su vida, detrás del cristal.
         Las viejas cicatrices le escocían. Siempre le escocían cuando pensaba en ellas, y eso era algo que hacía con demasiada frecuencia. Pero qué otra cosa, aparte de pensar, se podía hacer. Eran la parte física que le hacía darse cuenta de que en realidad las cosas pasaban. Que pasaban de verdad y no únicamente en su cabeza. Porque cuándo dejó a sus hermanos perdió parte de su Gracia. Y ahora, a pesar de que cicatrizaba muy rápido, sus heridas no desaparecían como lo hiciesen antes y quedaban impresas a modo de advertencia. Había que ser cuidadoso, le decían.
         Todo allí era frío y solitario así, suspendido en el tiempo, en aquella zona muerta. Sobrecogedor, árido y distante. Pero a la vez… era él. Sobrecogedor, árido y distante. Frío y solitario. Y la ausencia. La ausencia absoluta de todo contacto con sus hermanos… La sentía en su interior, dolorosa como una amputación. Igual de dolorosa que el primer día. Porque a fin de cuentas, desvincularse era una amputación. Porque se sentía mutilado, como si le faltase una parte de sí mismo. Y vacío. Aunque era aquella ausencia lo que había buscado desesperadamente cuando se fue, cuando rompió el vínculo que lo unía a los demás. La había temido y necesitado a partes iguales.
         Y cuando se fue le dio miedo perder la cabeza; le dio miedo dudar, el fracaso, la soledad… Les enseñaron a sangre y fuego que no debían temer nada, que no debían dudar. El temor y las dudas estaban prohibidos porque los hacían débiles. Y fueron momentos confusos, aquellos, y tuvo miedo, y dudó, y se sintió solo -terriblemente solo-. Y perdió la cabeza… un par de veces o tres. Pero nunca fracasó. Había superado su prueba. Se había enfrentado a todos sus demonios y los había vencido. Y ahora… Ahora vivía esperando la vibración que indicase que había llegado el momento. La vibración que indicase que algo intentaba cruzar de un lado a otro. Quedaba impresa como una huella dactilar, revelando parte de la identidad del intruso. Lo notaba en las yemas de los dedos; lo sentía allí, como una presión indefinida; le recorría la piel como electricidad estática desplazándose en una onda expansiva. Deprisa, hasta el estómago. Y de alguna forma lo sabía. Sabía dónde estaba. Y allí empezaba la caza.
         Cazar era básico, instintivo, primario. No tenía las complicaciones de… la vida. La caza le hacía ver las cosas desde otros ángulos, y eso le daba cierta paz.

         Summon se acercó a él, quizá intuyendo su sombrío estado de ánimo. Se frotó contra su muslo en busca de alguna caricia, y la complació como siempre hacía.
El enorme felino era su única compañía allí cuando estaba, puesto que la pantera también necesitaba su espacio. También ella necesitaba sentirse a solas. Después de todo era su reflejo, hecha de su propia esencia. Ojos grises frente a ojos grises. Grises y turbulentos, cómo una tormenta a punto de descargar… Los ojos de un cazador, en ambos casos.
         Regresó a su reflejo en el cristal. Los ojos de un asesino…
         Las guerras más cruentas, son las que se libran a espaldas del mundo. Son aquellas de las que nadie conoce su existencia… Y él era la sombra del guerrero.

         Y lo sintió. La vibración que indicaba que algo intentaba cruzar de un lado a otro. Quedó impresa como una huella dactilar que le reveló parte de la identidad del intruso. Lo notó en las yemas de los dedos; lo sintió allí, como una presión indefinida; le recorrió la piel como electricidad estática desplazándose en una onda expansiva. Deprisa, hasta el estómago. Y de alguna forma lo supo. Supo dónde estaba.
         Y allí empezó la caza.

         Porque él era únicamente una sombra. La sombra del guerrero.



* * *




         El soñador

El Jardín, mientras todo lo demás sucede



         Yeialel soñaba; no en vano le llamaban el Soñador.
         Yeialel soñaba, y no eran sus sueños cómo los de los demás. Sus sueños encerraban gran parte de certeza, si sabía encontrarla.
         Soñaba.
         Se hallaba en ése delicado momento, moviéndose lentamente a medio camino entre la vigilia y el dormir profundamente, como si de recorrer una cuerda floja se tratase, puesto que los pasos en falso lo sumían en la incertidumbre.
         Y soñaba.

         Soñaba con días oscuros dónde el sol jamás llegaba; con una mujer de ojos verdes y tristes, los más tristes que había visto nunca. No distinguía nada más salvo aquellos ojos, pero estaba seguro de poder reconocerlos en cualquier parte. Ella recorría el laberinto en sombras buscándose a sí misma. Lo recorría mientras una capa de dolor lo cubría todo a su paso, atrayendo a la enorme bestia. Y la enorme bestia la seguía tratando de darle alcance. De darle alcance para destrozarla por completo. Y ella lo sabía pero no le importaba; porque hacía mucho tiempo que ya nada le importaba. Sin embargo no dejaba de correr. No para evitar a la bestia, si no buscándose a sí misma. Aquella era su obsesión por encima del dolor, que dejaba tras ella cómo un perfume. Un perfume que la bestia seguiría. Y ella lo sabía, pero no le importaba, porque hacía mucho tiempo que ya nada le importaba…

         Y soñaba.
         Soñaba con días oscuros dónde el sol jamás llegaba; con los ojos dorados de su hermano, que se consumía lentamente. Hueco, vacío, muerto por dentro. Se extinguía como se extingue la llama de una vela, casi sin darse cuenta, mientras dormía su sueño sin sueños. Y una serpiente se enroscaba en su torso con la firmeza del abrazo de una amante. Y los ojos de una hiena, el animal carroñero que espera a que otro abata a la presa en su lugar para devorar los restos, siempre fijos en él. Y la hiena esperaba. Esperaba mientras su hermano se extinguía como se extingue la llama de una vela, casi sin darse cuenta, mientras dormía su sueño sin sueños.

         Y soñaba.
         Soñaba con días oscuros dónde el sol jamás llegaba; con los ojos grises de Arikel, al que hacía tanto que no veía. Los ojos del cazador, fríos y duros como el acero. Permanecía en pie mirando por la ventana, mientras una larga sombra se extendía, como si fuese la suya propia, pero no lo era. Y anidaba en su interior y se alimentaba de él. Pero su hermano, lejos de darse cuenta, la dejaba pasar. Y se había hecho fuerte… Con los años, se había hecho fuerte. Pero su hermano, lejos de darse cuenta, la necesitaba. Lejos de darse cuenta, iba en su busca…

         Y soñaba.
         Soñaba con días oscuros dónde el sol jamás llegaba; con los ojos cobres de Emu y su pelo rojo como el fuego, puesto que de fuego estaba hecho. Lo esperaba al final del camino, como lo esperaba siempre. Siempre desde que se conocieron. Y cuándo por fin lo alcanzaba, Él se llevaba el dedo a los labios pidiéndole silencio.
         —Si no vas a quedarte —susurraba—, prefiero que él no te vea…

         Y soñaba…
         Soñaba mientras los hilos del destino se entrelazaban.
         Yeialel soñaba, y no eran sus sueños cómo los de los demás. Sus sueños encerraban gran parte de certeza, si sabía encontrarla.
         Si sabía encontrarla…

         …Algo estaba a punto de caer cómo la lluvia, y no serían flores.