Una casa en Sussex
La Casa
Grande, Sussex, 1910
Cuándo
la conocí tenía el inverno en aquellos preciosos ojos verdes y el atardecer en
el pelo. Anaranjado, como sólo una perfecta puesta de sol puede serlo. Era ésa
la mirada más triste que había visto en mi vida, y aún así era hermosa.
Llegaron en el enorme y brillante coche negro, ella con el largo cabello
recogido en un moño a la última moda y el sombrero calado, ocultando la pálida
piel de su rostro; toda una señorita de ciudad. Siempre mirando al suelo del
brazo del señor, tan joven y atractivo... Rico hasta el hartazgo, con la
sonrisa más blanca y perfecta que alguien hubiese visto jamás. Todas las
muchachas del servicio la envidiaron de inmediato, incluida yo misma, a pesar de
haber dejado años atrás la lozanía. Por su belleza y por ser la elegida de
alguien tan distinguido. Claro que por aquel entonces... por aquel entonces aún
no conocíamos al señor.
Él
la tomó en brazos para cruzar el umbral ignorando las miradas de sorpresa del
servicio. Todos lo achacamos a que estaba perdidamente enamorado, y nosotras
nos derretimos como idiotas ante aquel gesto grandilocuente. Y fue en aquel
momento, ése día tan feliz para todos, puesto que era el día en que nuestras
vidas cobraban sentido al tener de nuevo en la casa a alguien que la
disfrutase... Y fue, como digo, en aquel momento, que nuestras miradas se
cruzaron por primera vez. La de ella y la mía. Mientras él la llevaba en sus
brazos hasta el interior, como una novia el día de su boda, agarrada a sus
hombros pero sin un ápice de felicidad en aquellos preciosos ojos verdes, dónde
anidaba el invierno y el sol jamás entraría. Y a pesar de todo no supe verlo, no
me di cuenta. Seguí envidiándola, como todas las demás. Envidiándola porque
sería ella la que tendría las atenciones del señor; la que compartiría su cama
por las noches; la que había llegado a su nueva casa en aquel coche enorme y
brillante.
Negro,
cómo un coche fúnebre.
Qué
lejos quedan ya esos días en los que éramos ajenos a todo. Ajenos a él. Claro
que por aquel entonces... por aquel entonces aún no conocíamos al señor.
* * *
Cinco años después, el señor Harold, el
mayordomo jefe, me encargó personalmente que fuese la asistenta de la señora
cuándo Gretchen dejó su puesto para mudarse a Dover con su marido. Estaba
enferma, había dicho, y necesitaba un cambio de aires. Para entonces nadie
envidiaba ya a la joven señora, y todos trataban de rehuir al señor en la
medida de sus posibilidades. He de confesar que sospeché a qué podía deberse la
enfermedad de Gretchen, pero no quise preguntarle porque no quería saber nada
más de lo que todos murmuraban en el pequeño comedor del servicio. Nunca he
sido una mujer remilgada, ni alguien que se asuste con facilidad, así que
simplemente pensé que no podía ser tan malo. Pensé que podría con la situación,
y ya ese primer día me arrepentí de haberlo dado por sentado tan rápidamente.
Me encontré al señor de camino a la
habitación. Iba vestido con las ropas de montar y con aquella maldita fusta en
la mano. Todo hubiese parecido normal de no ser por las manchas de sangre que
había en su camisa. No muchas, pero las suficientes como para llamar la
atención sobre el tejido blanco.
—¿Eres
la nueva asistenta? —me preguntó, todo sonrisas y buenos modales.
—Así es, señor.
—Bien, pues ayúdala a bañarse y a vestirse,
y asegúrate de que esté lista para cuándo regrese de montar.
Y siguió su camino cómo si nada, dándose
golpecitos con la fusta en la pierna al compás de sus largas zancadas. Como si
no acabase de despellejar viva a la pobre muchacha, porque eso es exactamente
lo que me encontré en aquella oscura habitación.
Descorrí las cortinas y la vi echa un
ovillo sobre la cama, tapada hasta la barbilla, temblando como un conejito. El
olor de la sangre es cómo metálico, al igual que su sabor. Ignoro el porqué,
pero así es. Toda la habitación estaba impregnada de ése olor; tarde días en
sacudírmelo de la nariz, y sabe Dios que tardé muchísimo más en sacudírmelo de
la cabeza... Cuando la convencí de que me dejase apartar la colcha se me cayó
el alma a los pies: Estaba desnuda y la había azotado a conciencia, poniendo
especial énfasis en su espalda, que tenía en carne viva. Me sorprendió que
hubiese querido cubrirse siquiera, que pudiese soportar sobre ella la ropa de
cama. El señor era un malnacido, sobre eso ya no cabía duda.
Llené la bañera yo misma calentando el agua
en el hogar, lo suficiente como para no escaldarla, y después la ayudé a
meterse dentro. La froté con cuidado, y en ningún momento escuché una queja o
un lamento. Simplemente se quedó allí dentro, sufriendo en silencio, mirando a
la puerta como si él fuese a entrar en cualquier instante. Al terminar... la
pena me consumió al tener que vestirla.
—No te preocupes —me dijo ella—, estaré
bien enseguida.
Tenía
una voz suave que arrastraba un bonito acento extranjero que nunca supe
identificar. Un bonito acento que hizo correr toda suerte de historias a su
alrededor en su momento… Historias sobre las que ya nadie hablaba. Cubrí su
espalda con las gasas de algodón, esperando que no sangrase sobre el corsé de
seda. No me parecía que a él le fuese a gustar aquello, ver manchado el
carísimo traje de encaje de tres piezas traído exclusivamente desde Londres. Y
por último, cambié las sábanas y limpié el desastre.
Ella permaneció de pie junto a la ventana
como un fantasma, rígida pero erguida, como si nada pudiese destrozarla ya.
Miraba hacia el laberinto; aquel lugar lúgubre, oscuro y solitario por el que
acostumbraba a pasear. Lo recorría a diario mientras él salía a ocuparse de sus
asuntos o viajaba -ausencias que todos agradecíamos-, o mientras iba y venía de
fiesta en fiesta, o acudía a las recepciones. Sitios a los que jamás la llevaba
debido a su delicada salud, según decía... Y libre entonces, a su manera, ella pasaba
en aquel lugar mucho tiempo, rodeada de todas esas estatuas macabras del
pasado, que debieron ser dignas de ver en su día, pero que ahora, descuidadas y
olvidadas, lo que provocaban era esa clase de inquietud que arraiga en las
entrañas. Extrañas imágenes esculpidas fuera de los límites de la realidad. Un
lugar horrendo en el que apenas entraba la luz, retorcido, como el alma del
mismísimo demonio. Y nunca llegué a entender qué clase de morbosa fascinación
encontraría aquella muchacha entre la turbia y salvaje maleza... La casa era
enorme; no la llamaban la Casa Grande
por nada, no señor. Rodeada de terrenos, contaba con extensas tierras dónde
poder salir incluso de caza. Había pertenecido a varios duques, y el maldito
laberinto parecía haberles divertido a todos. Quien sabe porqué lo habían
conservado todo ése tiempo... Quién sabe. Yo desde luego no...
Aparté esos pensamientos perturbadores y volví
al presente. La señora seguía con los ojos clavados en el cristal, ensimismada,
ajena a mi presencia. Probablemente esperándolo a él...
—¿Porqué?
—le pregunté antes de salir, aunque sabía que no era correcto preguntarle.
—Porque
puede. —respondió lacónica, encogiéndose de hombros sin dejar de mirar por la
ventana.
Tenía
el inverno en aquellos preciosos ojos verdes y el atardecer en el pelo. Anaranjado,
como sólo una perfecta puesta de sol puede serlo. Era ésa la mirada más triste
que había visto en mi vida, y aún así... Aún así era hermosa.
* * *
Diez
años había pasado dentro de aquella casa. Diez años, ni largos ni cortos. Diez
años indiferentes, ajena ya al dolor físico. Mirando por aquella ventana, con
Rosie cómo única compañía cuando él no estaba. Apreciaba a la mujer, apreciaba
su preocupación, aún cuando ella había llegado a temer su contacto. Aunque se esforzaba
porque no se le notase y eso siempre cuenta, pensó con una sonrisa triste. No
era culpa suya que la viese como a un ser extraño... Contempló los brazaletes
de sus muñecas, tan brillantes, preciosos como joyas; no, no era culpa suya que
la viese cómo a un ser extraño, puesto que eso es exactamente lo que era.
El
servicio había ido abandonado la casa. El éxodo había comenzado muchos años
atrás, cuando comenzaron a conocer de
verdad al señor, y había continuado hasta saldarse con innumerables
ausencias. Nadie quería trabajar allí. Nadie que no necesitase el dinero
desesperadamente, al menos. O que se sintiese obligado a hacerlo, ya fuese por
la culpa o por su naturaleza bondadosa... quizá por un poco de ambas, añadió
pensando en Rosie de nuevo. Rosie no quería irse, se resistía a dejarla sola
con el señor, aunque en cierto modo la temiese casi tanto como a él. Porque si
algo había aprendido a sangre y fuego durante su larga vida, es que la gente
siempre teme aquello que desconoce. Era totalmente cierto, como que el sol sale
y se pone a diario. Y un espasmo de terror cortó de raíz cualquier pensamiento
racional.
Lo
sintió a través del vínculo de los grilletes de pronto, sin previo aviso. El
miedo le atenazó la garganta y únicamente por lo inesperado y ajeno del
sentimiento pudo discernir entre si era el suyo propio o de él.
Dolor.
Casi
hasta hacerla tambalearse de camino al pasillo, desde dónde le llegó un gran
revuelo ocasionado por los gritos de los escasos habitantes de la finca. Y
después nada. El vacío, la ausencia. Estaba muerto.
Él
estaba muerto.
Cuando
llegó al gran salón lo encontró allí, decapitado. Y no supo si llorar o reír.
Quizá ninguna de las dos cosas. Ella nunca lloraba y en cuanto a reír... Bueno,
a lo mejor lo hubiese hecho de no ser por los dos hombres que estaban junto al
cuerpo. Uno enorme -el hombre más grande que había visto nunca, y cabía destacar
que había visto muchos hombres-, todo músculo en tensión y nada amable en su
oscura mirada. El otro era alto y fibroso, y estaba de espaldas. Semivestidos
ambos con pantalones de piel y chalecos a juego, con el pecho al descubierto y
descalzos. Ambos del color de la tierra, puesto que a la tierra pertenecían.
—«¡Hurra, hurra, el diablo ha muerto»—recitó el fibroso, con un acento lejano y musical carente de toda alegría—, «todo
el mundo es libre de hacer lo que le plazca!»
Se
giró entonces hacia ella y la traspasó con aquellos ojos negros. Negros como
una noche sin estrellas, como pozos vacíos de alma. Y su barba cuadrada era
igual de larga que la de su hermano. Y aquellos ojos negros la recorrieron cómo
si pudiesen atravesarla -y de hecho podían-, deteniéndose en los brazaletes.
Fue hasta allí y la tomó de las muñecas, observándolos con frialdad.
—¿Dónde?
—preguntó. Y ella supo a qué se refería.
—En
su bolsillo —respondió sin poder evitarlo. Y su voz tembló por primera vez en
mucho tiempo.
Él
buscó allí dónde le había indicado y dio con la gema, y la conocida sensación
volvió a apoderarse de ella; la unión y el vínculo. La satisfacción absoluta de
un trabajo bien hecho. La libertad. Pudo saborearla de una forma salvaje, como
él mismo la saboreaba. Y aquella oscuridad insondable en su interior, profunda,
como lo eran también sus ojos... Hasta que las barreras se alzaron y sólo quedó
ella de nuevo, y la incertidumbre de su destino una vez más. Pero ésta vez era
diferente... Lo sabía sin saberlo. Era diferente. Y, mirándolos a ambos, casi
deseó que todo siguiese como siempre en aquella maldita casa.
—¿Cómo
te llamas? —preguntó él, haciendo girar la gema entre sus dedos con habilidad.
—Hylissa.
Y a
pesar de saberlo, Emesh jamás pronunciaría su nombre.
—No
me mires a los ojos, te lo prohíbo —sentenció. Y aquella orden quedó suspendida
entre ambos, como grabada en piedra. Y así fue durante todos los largos años
que estuvieron juntos. Juntos de aquella extraña forma en que lo estaban, unidos
por el vínculo y separados por las barreras; las que él alzaba y todas las
demás. Su mirada se deslizó al otro hombre, al gigante, y había una mueca cruel
en su boca—. A él sí puedes mirarlo, si es eso lo que quieres... —dijo Emesh en
voz baja, acercándose más—. Le gusta sentirse correspondido.
Y
debía ser cierto, porque Marduk jamás le quitó los ojos de encima.
—«Lanzó
al niño por la ventana. Golpeó a su
mujer hasta matarla»—volvió a recitar canturreando, y ella reconoció los
versos—. «Mató al policía que vino a
arrestarle. Hizo que ahorcaran al verdugo en su lugar. Mató a un fantasma y
burló al diablo. Pero nunca murió».
Nunca
murió...
Y
una amplia sonrisa se fue abriendo camino, semioculta por aquella perfecta
barba cuadrada, y seguía allí cuándo la llevó de la mano hasta una de las
habitaciones. Y cuando comenzó a tocarla... cuando comenzó a tocarla ella deseó
que no se detuviese. Aunque no supo lo que significaba que alguien la tocase de
verdad hasta mucho tiempo después... Pero entonces, en aquel momento y a pesar
de la oscuridad de su interior... no pensaba en nada más que en la calidez de
sus manos.
Calidez,
algo que en dos mil años... jamás había sentido.