Todo queda en familia
"Todo lo que atormenta y enloquece la
razón humana; Todo lo que trastrueca las cosas; Toda verdad contaminada de
malicia; Todo lo que enturbia la mente; Todo el sutil demonismo de la vida y el
pensamiento..."
-Herman Melville-
Beachy
Head, Eastbourne 1917
Las
olas rompían salvajes en los acantilados produciendo un sonido indescriptible.
El fuerte viento las arrastraba hacia las rocas destrozándolas sin piedad,
dejando un rastro de espuma blanca sobre ellas. Todo olía a mar. Y a tormenta.
Era ése un sonido que no se podía comparar con ningún otro; el rugir del océano
cuándo está revuelto. La ira y la furia del mar.
El largo cabello se agitaba azotándole el
rostro, impidiéndole ver lo que estaba haciendo. Se detuvo un momento para
trenzarlo y recogerlo bajo la fina camisa de seda, que se pegaba a su cuerpo
como una segunda piel. Había tallado las runas con sumo cuidado y sólo restaba
rellenarlas. Vertió el líquido que fluyó atravesando los trazados, de ése rojo
intenso, cómo sólo la sangre inocente puede serlo; la sangre de sus hermanos. Una
vez concluído, el círculo quedó sellado, brillando mortecino en la oscuridad
con aquella luz particular que únicamente él podía ver. Perfecto. Era
perfecto...
Extrajo la hoja curva de la funda que
llevaba a su espalda y contempló las marcas de su filo. La observó haciéndola
girar en su mano con suavidad. Era un arma ligera y perfectamente equilibrada.
Recordó el día en que Viridiel se la dio; no era una espada cualquiera, era su espada, la que llevó consigo en
innumerables batallas. La hoja se había bañado en sangre en tantas ocasiones
que resultaba imposible contemplar aquel filo prístino y brillante sin sobrecogerse.
Era el arma de un líder. Releyó la inscripción una vez más: "Para
llevar la justicia donde no la hubo. Los que fueron perjudicados serán
resarcidos, los violentos encontrarán la calma y los enemigos dejarán de
serlo." Palabras huecas para
él. Pasó las yemas de los dedos por el nombre hebreo grabado en la empuñadura. Avdel.
Servidor de Dios. Esbozó una mueca de asco. Muy lejos habían quedado ya
aquellos tiempos, los tiempos en los que todos eran servidores de Dios. Ahora
se servían a sí mismos y la tregua los había vuelto blandos. ¿Qué era un
general en tiempos de paz? ¿De qué servía un arma como aquella si no podía
empuñarla? Les daría a los suyos algo por lo que luchar de nuevo... y borraría
todo vestigio de humanidad que hubiese sobre la faz de la tierra. Sí, la hora
de llevar la justicia dónde no la hubo había llegado, y por fin su pueblo sería
resarcido; los violentos encontrarían la calma, y los enemigos... bueno, los
enemigos muertos, dejaban de ser enemigos. Eso era algo que todo el mundo
sabía. Pero antes de eso... Antes, debería ocuparse de aquello que su corazón
deseaba más que cualquier otra cosa, y no podía hacerlo solo. Con un movimiento
rápido devolvió la espada a su funda.
Se
concentró en las palabras, dejando que estas fluyesen formando la melodía
adecuada. Porque todas las palabras están llenas de poder, todo depende de la
entonación que uno quiera darles. Y la entonación correcta en ésta ocasión era
muy importante. Ellos crearon aquel mundo con Él. Lo crearon de la nada, nació de la melodía conjunta de sus
voces. Pero ahora Él, su Padre, ya no estaba. Y ellos podrían, si
quisieran, destruirlo todo de la misma forma en que lo crearon: cantando la
melodía correcta. Pero hoy no sería ése día, pensó, alejando su mente de toda
distracción y concentrándose en que las palabras tuviesen la entonación
adecuada...
La
tierra tembló agrietándose y sintió la vibración bajo sus pies. Las runas
ardieron, rojas cómo la sangre de la que estaban saciadas, brillando con
intensidad ahora. El humo dentro de aquel pequeño espacio atemporal se volvió
denso y oscuro, y el fuerte viento que gemía en cada hueco no podía tocarlo. No
allí, en aquel pequeño espacio atemporal. Y dos figuras fueron emergiendo; primero
esbozándose despacio con la suavidad de los trazos de un genio. Y poco a poco
de forma más firme, hasta que la carne se hizo carne del todo y dos pares de
ojos, negros, como los mismos pozos del abismo, le devolvieron la mirada. Uno
era tan alto como lo era él. El tamaño del segundo era mastodóntico. Ambos del
color de la tierra, puesto que a la tierra pertenecían. Ambos con aquellas
perfectas barbas cuadradas que dejaban claros sus orígenes. Los sumerios no
sonreían, en sus bocas permanecían talladas aquellas muecas de profundo
desprecio. Una llena de expectación, además. La segunda amarga como la hiel.
—Dime,
Beni Elohim, ¿qué es lo que buscas aquí? ¿Qué podría querer alguien cómo tú de
alguien como yo? —habló el primero, de voz profunda, con el acento propio de
los de su pueblo. Y las palabras le llegaron claras a través de la tormenta.
En su brazo izquierdo una serpiente tatuada se deslizaba enroscándose
con pereza. Era un dibujo sobre su piel, a excepción de la cabeza, que movía
acompasadamente acariciándolo, paseando su lengua bífida por el músculo en
tensión. Hasta que se fundió del todo con el sumerio y quedó impresa, quieta y
plana como lo está una pintura sobre el lienzo. Y en aquella misma mano una
piedra ovalada y negra, perfectamente pulida y brillante, daba vueltas entre
sus dedos con la fuerza de la costumbre.
—Busco
un trato, Utukku —le dijo—. Eso es lo que busco.
El
hombre lo observó detenidamente, cómo aprendiéndoselo de memoria, mesándose la
espesa barba rizada con la otra mano.
—¿Y de
qué trato estamos hablando? —preguntó con suavidad.
—De
una vida a cambio de otra, como debe ser.
Atrapados
allí, dónde los habían confinado, habían permanecido largo tiempo. Demasiado,
esperaba. El suficiente para aceptar un trato.
—Yo
salgo y alguien muere, entonces. Una vida por otra.
—Así es —confirmó. Y no le tembló la voz.
Se había preguntado si sería capaz de llevarlo
a cabo, si sería capaz de decir en voz alta aquello que anhelaba. Lo era.
—Es
un trato justo, pero mi hermano viene conmigo. Dos vidas a cambio de otras dos
—susurró con una sonrisa que nada tenía de amistosa—. Estoy seguro de que tu
lista no está compuesta por un único nombre... Sigue siendo un buen trato,
primo.
Hizo
caso omiso a aquella última palabra. Ah, la familia... Pensó en un segundo
nombre que, por supuesto, tenía... Quería ver muerto a su hermano, pero con
gusto contemplaría su sufrimiento antes de llegar a eso. Antes de verlo morir podía quitarle aquello
que él amaba por encima de todo... Podía destruirlo por completo. Era un buen
trato, aunque eso significase tener que sacar a dos demonios sumerios del
infierno en lugar de a uno solo.
—Dos
vidas a cambio de otras dos —repitió asintiendo al fin—. Serafín y cazador.
Quiero que el cazador muera primero, y quiero estar presente cuándo termines
con el serafín. Ése es el trato.
Aquella
oscura sonrisa se acentuó un poco más, y clavó en él sus ojos negros. Negros,
de oscuridad salpicada. Recitó las palabras y las barreras cayeron. Y los dos
extraños miraron hacia arriba, libres por fin de su cautiverio. Libres, por
fin.
El
sumerio sacó una daga curva que llevaba a su cadera y se hizo un corte en la
mano, tendiéndosela después a él. La
cogió y repitió el gesto, cortando su propia piel, hundiéndola sin miedo. Las
unieron en un apretón firme, y sintió la fuerza del sello recorriéndole hasta
el tuétano, irrompible hasta que el trato se cumpliese. Unidos ahora por la
sangre, de una forma mucho más profunda de lo que la carne une a la carne. Se
miraron, y el hombre se giró en busca de su hermano, que había permanecido en
silencio en todo momento sin cambiar aquella expresión imperturbable de su
rostro. Imperturbable. Tanto que parecía no importarle en absoluto que su
destino acabase de cambiar de una forma drástica. Y sujetó del brazo al Utukku
antes de que éste se desvaneciese.
—¿Dónde
crees que vas?
Él
se volvió, alzando la comisura de sus labios, enseñando los dientes, bajando la
mirada al lugar dónde la mano reposaba en su antebrazo; aquel que no estaba
tatuado.
—Tenemos un trato pero antes, primo...
antes estiraremos las piernas —y haciendo desaparecer la negra piedra posó la
mano en su frente, una mano del color de la tierra, puesto que a la tierra
pertenecían, y un millar de terribles visiones se abrieron camino con
brusquedad, aplastando lo que encontraron a su paso, poniéndolo de rodillas y
haciéndolo jadear sin aliento—. Demasiado tiempo encerrados, Beni Elohim... Demasiado
tiempo.
Ambos se
desvanecieron cómo si jamás hubiesen estado ahí, y él se alegró de que lo
hicieran, por fin.
Había sido paciente, y la paciencia siempre
era recompensada. Y destruir a su hermano definitivamente era algo que podría
esperar. Quería salir de la larga sombra que proyectaba el serafín para ver el
sol. Quería ser el sol... Sí, y empezaría por quitarle aquello que más amaba. Había
sido paciente, y la paciencia siempre era recompensada; podía esperar un
poco más.