Capítulo 15




Pero no todo es lejanía



         Él regresó, tal y como había prometido, con más comida. Y lo hizo varias veces más, hasta que ella se encontró con fuerzas como para aventurarse a salir de la cama. Había dormido mucho, y no sabía cuánto tiempo había pasado entre la primera vez que despertó y la última. Se había levantado alguna vez para ir al aseo. Lo justo para cubrir sus necesidades básicas, nada de baños hasta entonces.
         Hasta entonces.

         La casa de Sussex carecía de agua corriente o de cualquier otra comodidad. Los sumerios no la habían tocado, la habían mantenido fiel a lo que había sido. Eso significaba calentar el agua y llenar las bañeras de hierro forjado con esfuerzo, tratando de que no se enfriase demasiado a lo largo de todo el proceso. Se sintió estúpida cuando, al girar el grifo, el agua fluyó para ella, tan caliente que tuvo que retirar la mano. Sintió ganas de llorar. Hacía mucho que no lo hacía, y pensar que algo tan simple y cotidiano para tanta gente casi lo consiguiese, solo acentuó el impulso. Dioses, ¿no es maravilloso el progreso?
         Nadie necesita un manual de instrucciones para llenar una bañera de agua, aún cuando es algo que no ha hecho nunca antes. Colocó el tapón y dejó que se llenase. Vertió el gel, que olía mucho mejor que los jabones caseros de sosa, y se sumergió dentro. Se sumergió completamente, conteniendo la respiración y ahogando así esa necesidad terrible e infantil que se apoderaba de ella. Permaneció a remojo hasta que la piel se le arrugó y reblandeció de tal modo que temió que los cortes volviesen a abrirse. Aún estaban allí, aunque tratase de no mirarlos. Las líneas más suaves que al principio, pero perfectamente visibles. Sabía que tardarían unos días en desaparecer del todo, como siempre había sucedido, así que no le dio más vueltas.

         Salió envuelta en la enorme y esponjosa toalla de algodón, y así se quedó hasta que se sintió seca. Después se vistió con la ropa que le habían prestado, la que había sobre la silla, e hizo lo que pudo con el pelo. Cuando contempló su reflejo en el espejo recordó la última vez que lo había hecho y se estremeció. Apartó la vista y la llevó hasta el ventanal. Era de noche, y la luna reflejaba en el cristal, recortando el perfil de las oscuras montañas. Era de noche, y no tenía ni la menor idea de qué hora sería. Él estaba despierto, aunque siempre parecía estarlo. Trataba de decidir si salir o no cuando alguien llamó a la puerta con suavidad. No era Vörj. Ésta se abrió antes de que le diese tiempo a contestar, aunque quizá se lo había pensado un poco debido a la sorpresa.
         Era un muchacho extraño, de largo cabello blanco. Aunque cabría decir que todo en él era blanco, de la cabeza a los pies. Vestía unos pantalones largos y una camisa desigual que le caía hasta las rodillas. Al menos por uno de los dos lados. El pelo era largo, como el de Vörj, pero completamente liso, y era de un blanco tan brillante que se podía comparar al color de la luna que había contemplado unos minutos antes. De su cuello y muñecas pendían unos cristales que le parecieron cuarzos, pulidos y traslúcidos, en forma de redondas cuentas que tintinearon cuando se aproximó y se sentó al borde de la cama, junto a ella. Tenía los ojos grandes, los más azules que había visto en su vida. Unos ojos que dejaban clarísimo que no era ningún muchacho, y una sonrisa deslumbrante que hizo que le cayese bien al momento. La tomó de las manos envolviéndolas con las suyas, cálidas, como todo él.
         —Me llamo Yo —le dijo—. Tenía ganas de verte despierta, Hylissa, pero él ha resultado ser un guardián feroz. Quien lo diría.
         Su tono era ligero, casi divertido, como si sus palabras ocultasen un chiste que solo él conociese.
         —Eres su hermano —repuso ella tratando de devolverle una sonrisa que no pareciese demasiado forzada.
         —Así es. Uno de ellos, al menos —asintió—. Ya no necesitas que te trate de nuevo, así que Vörj prefirió que no te agobiase hasta que pudieses encontrarte más relajada entre nosotros. No me lo ha dicho directamente, pero le daba miedo que pudiese atosigarte con mi curiosidad.
         Y volvió a sonreír de aquel modo, como se sonríe cuando hablas de alguien a quien amas. Y aunque ella desconociese por completo el concepto, era capaz de identificarlo perfectamente.
         —Eres el sanador.
         Lo supo aún sin conocerlo. Lo supo a ciencia cierta. Le acariciaba las palmas de las manos con los pulgares, trazando círculos, como si fuese un gesto inconsciente. Pero no lo era.
         —Sí, lo soy —confirmó asintiendo de nuevo—. Me preocupaban tus manos, pero están muy bien. Mucho mejor de lo que esperaba.
         Las sentía frías y entumecidas pero, ciertamente, mucho mejor que antes.
         —Gracias —le dijo, y aunque una sola palabra no era suficiente ni de lejos, no supo qué más añadir.
         —Gracias a ti, Hylissa, por ayudar a mi hermano —respondió ahora muy serio—. Él te debe la vida y aunque, al tratarse de la suya no le dará demasiada importancia, yo sí le doy el valor que merece. 
         Recordó al serafín en aquella habitación del servicio y, mirando ahora al muchacho, decidió que había merecido la pena. No estaba demasiado familiarizada con las muestras de gratitud, se sentía un poco cohibida. Nuevamente, no supo qué decir.
         Estaban los dos sobre la cama, con las piernas cruzadas, cogidos de las manos, puesto que él se negaba a soltarlas. Como si se conociesen desde siempre, o incluso algo más. La tenue luz de la mesilla de noche iluminaba la habitación, reflejando en el cabello níveo del muchacho, dándole a todo un aspecto aún más irreal, casi onírico. Un muchacho que no lo era en absoluto, porque llevaba el paso de las eras en aquellos ojos azules. Los más azules que había visto en su vida. De un azul tan claro, en aquel momento, que casi parecían de plata. Y él miraba, simplemente, hacia el enorme ventanal. Miraba como si pudiese ver aún más allá, cosas en las que nadie más reparaba. Y la luna reverberaba en sus pupilas como un eco distante de algo profundo que no podía comprender, y qué jamás comprendería. La luna llena. A Hylissa le parecía enorme. Más grande de lo que la había visto nunca. O quizás era que  nunca se había parado a mirarla detenidamente.
         —Me gusta la luna cuando está llena —dijo el muchacho de pronto—, hace que sucedan cosas…
         Eran las montañas, entendió. Las montañas la acercaban a la luna. La acercaban a muchas de esas cosas de las que jamás se creyó cercana, como al pulso sosegado de la noche, o a todo lo hermoso que, en contadas ocasiones, les era dado presenciar. Y aquella era una de esas ocasiones, lo supo con una certeza absoluta. Allí, en aquella casa en medio de todo y de nada, ante la inmensidad del universo visto a través de una ventana, o de los azules ojos del eterno muchacho que le acariciaba las manos. También para ella había esperanza.
         Lo supo.

* * *

         Salió de la habitación aún cogida de su mano. El simple hecho de verse fuera de lo que ya era para ella un espacio seguro bastó para ponerla nerviosa. La casa era enorme, y sentía la necesidad de regresar a su cuarto y quedarse allí para siempre. Le inquietaba conocer a sus hermanos, que ellos fuesen distintos. También le inquietaba sentirse fuera de lugar. Bueno, aún más fuera de lugar… Sin embargo, la mano del muchacho, que la sujetó con firmeza dándole un apretón para animarla, bastó para aliviar todas sus preocupaciones. Le daba seguridad y confianza. Se notaba que él y Vörj se adoraban aunque no los hubiese visto juntos, el resto no podían ser tan distintos.

         Centró su atención en la casa, en lo que iba descubriendo a medida que recorría el espacio que separaba su habitación del salón. Era preciosa, decorada de forma exquisita y extraña, tan diferente a la casa en la que había estado confinada. Nada era frío allí, todo era acogedor y agradable. El suelo, por el que caminaba descalza, desprendía calor. Las enormes cristaleras estaban por todas partes sin nada que las cubriese, y se preguntó qué aspecto ofrecerían durante el día, cuando dejaban paso a la luz sin pretender ocultarla. Las paredes estaban llenas de cuadros y bocetos, todos hechos por la misma persona, y se preguntó cuál de sus hermanos sería el autor. Eran escenas de lugares desconocidos, con personas desconocidas -aunque identificó a Vörj y al muchacho en algunos de ellos-. Algunos desprendían cierta tristeza, la gran mayoría estaban llenos de nostalgia, y en todos predominaban los tonos oscuros. Había objetos curiosos y antiguos en cada rincón, y unos pocos casi sugerían provenir de los orígenes de la tierra. Hubo de reprimir el impulso de tocarlos, puesto que parecían a punto de desintegrarse por completo. También le llamó  la atención unas bolitas de cristal que pendían de los techos a diversas alturas. Estaban por todas partes y eran similares a las que el muchacho llevaba consigo, pero más grandes.
         —Son cuarzos —le confirmó al verla embelesada—. Recogen la energía con la que trabajo y la almacenan.
         Emitían destellos al reflejar las luces de la casa, provocando un efecto hipnotizante del que era casi imposible apartar la vista. También sintió una pequeña vibración, que solo pudo comparar al momento en el que pronunció su nombre verdadero. Los cuarzos colgaban de los techos y, de diversos tamaños, sin tallar ni pulir, se amontonaban en pequeños grupos aquí y allá. Algunos dentro de recipientes metálicos adornados con filigranas que debían ser tan antiguos como el resto de la decoración.
         —Es algo más que energía —le dijo a Yo.
         —Sí, me gusta entrelazar las esencias de mis hermanos a la de la propia casa, es a él a quien sientes así —una sonrisa franca iluminó el rostro del muchacho, contento de que ella lo hubiese notado—. Soy un tejedor, Hylissa, y durante muchos años he trabajado con Vörj y todas las emociones positivas que he podido sacarle. Las suyas, las mías, las de Emu y también las de Ash, que he preservado durante muchísimo tiempo. Eso es lo que se le da bien a él, ¿sabes? Las emociones. A veces me resulta irónico que las pueda manejar a su antojo; todas excepto las suyas.
         Creyó entender una parte de lo que estaba tratando de explicarle. Una parte muy pequeña. Lo había sentido mientras estaba con Vörj, en la vieja casa. Era eso lo que hacía, la forma en que la tocaba sin tocarla. Se había sentido muy bien allí, en la casa del serafín, y ahora sabía por qué. Bajaron por las escaleras y tres cabezas se giraron en su dirección desde el centro del enorme salón.
         —No estés nerviosa —le susurró Yo al oído—, aquí no tienes nada de qué preocuparte.
         Pero lo estaba. Oh, dioses, lo estaba. Vörj se levantó enseguida, dedicándole una sonrisa que le infundió algo de valor.
         —Ven —le dijo tomándola de la otra mano—, quiero que conozcas al resto de mi familia.
         Se acercaron a ellos, que se irguieron también a su vez, los dos tan altos como el serafín.

         Emu tenía el cabello de un rojo intenso, como el fuego. Y como el fuego, parecía arder cuando se movía. Él no sonreía, la escudriñó desde unos ojos cobres entrecerrados, evaluándola. Y no pudo evitar preguntarse en qué estaría pensando. Emu era distante y silencioso. No pronunció ni una sola palabra ni hubo ningún gesto que le indicase que era bien recibida. Silencio, fue todo lo que obtuvo. Silencio y recelo.
         Ash la intimidó al instante y, de haber sido otras las circunstancias, de haberlo conocido a solas sin un hermano que hablase de él con afecto, lo hubiese temido. Ash era el cazador, el hombre que se había enfrentado a Marduk y había sobrevivido. El hombre que le había dado muerte a la bestia. Y decir de él que albergaba algo de humanidad, era mucho decir. Poco de eso parecía haber en sus ojos grises, profundos y cambiantes como el mar. La cicatriz en sus labios. El tatuaje de su mejilla, afilada debido a su extrema delgadez. Un corte de pelo que, probablemente, se había hecho él mismo sin pararse a pensar, con el único objetivo de que el largo cabello no le cayese a la cara. Y los ojos grises. Aquellos turbulentos ojos grises, del color de una tormenta a punto de descargar. Permaneció ante ella con los brazos cruzados sobre el pecho, mirándola con intensidad de una forma que le resultó invasiva. Como si pudiese traspasarla hasta la médula y desvelar sus secretos más profundos.
         —Y puedo hacerlo —le dijo en un murmullo—. Puedo leer a los demás de una forma clara, como si sus pensamientos fuesen pronunciados en voz alta.
         Y saberlo la aterró. No porque tuviese nada que esconder, sino porque alguien, especialmente él, que estaba tan cerca de Vörj, supiese de todas y cada una de sus miserias.

         Por primera vez cenó a la mesa con ellos. Se sentó junto a Vörj y Yo, que resultó ser el más hablador contándole algunas historias sobre su pueblo. Hylissa desconocía completamente sus costumbres, tan distintas de las de los sumerios o los griegos, entre quienes había pasado  toda su vida. Ash la miraba en silencio, al igual que Emu. El pelirrojo y Yo siempre estaban en contacto, siempre sus manos enlazadas, o la de Emu sobre el hombro del muchacho, acariciándole el cuello. Hasta que, al terminar, Yo buscó cobijo en el hueco del suyo, apoyando la cabeza en busca de unos labios que no tardaron en encontrar el camino hasta su boca. Y en aquel momento Emu no parecía ni frío ni distante. No con la mano del muchacho trazando círculos sobre su pecho, como había hecho antes en sus propias manos. De algún modo, no le sorprendió que fuesen pareja. Encajaban tan perfectamente que, a vista de cualquiera, podría pensarse que llevaban toda la vida juntos. Y eso era mucho decir, teniendo en cuenta que sus vidas se estiraban como el propio tiempo.
         Y fue el muchacho el primero en levantarse, besándola en la mejilla y tirando de Emu, que lo acompañó escaleras arriba sin echar la vista atrás. Y se quedó a solas con el serafín y el cazador. Sintiendo la tensión que había entre ambos, que hubiese resultado evidente aunque no la hubiese percibido a través de su vínculo con él.  Volvió a preguntarse qué es lo que vería Ash cuando la miraba. 
         —Trato de averiguar si sabes algo más sobre los sumerios a parte de lo que nosotros ya sabemos —dijo éste respondiendo a la pregunta no formulada.
         Y el pánico regresó de nuevo.
         —No debes tenerle miedo —repuso Vörj.
         —No le tengo miedo a él —contestó ella sin dejar de mirar al cazador.
         —Déjanos a solas, será un momento —le pidió Ash a su hermano.
         Vörj esperó a que ella le diese su aprobación. No la dejaría sola con él si ella no quería y se lo agradeció de verdad. Pero, ciertamente, no le importaría resolver sus dudas ahora, antes de que su imaginación comenzase a desbocarse. Lo que uno se imagina siempre resulta ser peor que la realidad. El serafín salió al exterior y cerró la puerta corredera de cristal tras él. Lo vio encenderse un cigarrillo y apoyarse en la barandilla que separaba un camino de la entrada a una arboleda.
         —Te preguntas qué es lo que veo cuando te miro, Hylissa —dijo Ash—. La respuesta es, todo. Puedo verlo todo, aunque sea un leve parpadeo en tu cabeza. Durante unas milésimas de segundo traes cosas, cosas que tratas de enterrar enseguida. Algunas veces creemos, erróneamente, que nos hemos deshecho de nuestro pasado, pero nunca es cierto. Siempre nos persigue apareciendo en los momentos más inesperados, resurgiendo con fuerza, generalmente, cuando menos nos interesa. No debes preocuparte por eso, no saldrá de aquí. Nada de lo que vea saldrá de aquí, a menos que se trate de algo que nos ponga en peligro o que pueda ayudarte de alguna forma. No les contaré como has pasado los últimos dos mil años, Hylissa. A él tampoco. Aunque en algún momento, querrá saberlo. Porque es cierto, lo que uno se imagina, siempre resulta ser peor que la realidad.
         Hablaba, y su voz era profunda como el océano. Y sus ojos oscilaban como la llama de una vela, alternando los colores entre claros y oscuros, pero siempre salvajes y duros. Aunque había algo más, bajo toda aquella capa implacable. Había soledad y dolor, y se preguntó si eso tendría que ver con la tensión que había entre ellos.
         —Eso —añadió él—, es parte de nuestra historia. Y no seré yo quien te la cuente.
         Le pareció que la comisura de sus labios tiraba un poco de ellos hacia arriba. Levemente y rápido, tanto que no supo determinar si lo había imaginado. Le gustó aquel hombre, con su sinceridad descarnada. Algo que casi nadie le había concedido a ella.
         Y ya no añadió más. Tras un rato mirando al exterior, dónde su hermano se encontraba de espaldas, Ash subió también por las escaleras y se perdió en la oscuridad.

         No supo qué hacer. Subir a su habitación sin despedirse, o salir a su encuentro. Ni siquiera sabía si se le permitía salir al exterior, aunque se sintió estúpida por dudarlo. No, él no era de esa clase de hombres, se reprendió. Así que fue en su busca.
         Vörj escuchó la puerta, pero no se dio la vuelta. Se apoyó en la barandilla a su lado, sin decir nada. Y así estuvieron un buen rato, hasta que comenzó a tiritar. Hacía frío, y llevaba puesta una camiseta de algodón de manga larga y unos pantalones demasiado grandes para ella.
         —Vamos dentro, te estás congelando —dijo Vörj por fin, pasándole el brazo por los hombros.
         El contacto la sorprendió, aunque ya estaba comenzando a acostumbrarse a ese tipo de cosas. Agradeció el calor de nuevo, intentando devolverlo a sus manos entumecidas.
         —Lo siento, no pretendía incomodarte —él le retiró un rizo que caía fuera de su sitio y lo miró frunciendo el ceño—. ¿Te lo cortaron ellos?
         —No —respondió—, me lo corté yo.
         —¿Por qué?
         —No quería ver a la misma persona al mirarme al espejo, porque ya no era la misma persona —dijo encogiéndose de hombros.
         —Me gusta más así.
         —Gracias —repuso con timidez bajando la mirada y pasando la mano por el pelo de forma instintiva—. No me ha incomodado. No demasiado, al menos…
         —Mírame, Hylissa —le pidió tomándola de la barbilla y obligándola a mirarle a los ojos—. No quiero que agaches la cabeza en mi casa.
         Y esbozó una sonrisa, la primera que le había visto en mucho rato. Era distinta a esa otra que la había cautivado, esa sonrisa encantadora que decía que todo iba a salir bien. Estaba llena de tristeza y de preocupaciones, pero era una sonrisa sincera, sin dobleces. Y ella se la devolvió sin más, porque no quería ahondar en aquella herida.
         —Mañana te traeré ropa de tu talla y algo de abrigo para que puedas salir, si quieres.
         Los pies comenzaban a entrar en calor de nuevo, en contacto con el suelo tibio. Y se dio cuenta en aquel momento de que era la primera vez que había pisado el exterior desde hacía muchísimo tiempo, y también de que, semejante acontecimiento, le había pasado completamente inadvertido.
         —Ellos no me permitían salir de la casa —susurró mirando a la profundidad de la noche. Vio su reflejo en la puerta de cristal. El reflejo de ambos. Él la miraba también desde allí, y su expresión denotaba una lucha interna entre preguntar o guardar silencio.
         —¿Cuánto tiempo pasaste con los sumerios? —dijo decidiéndose por lo primero.
         —Mucho. Demasiado —añadió volviendo a perderse en la noche.
         —¿Siempre en la casa?
         —Sí, siempre.
         Podía sentir la sorpresa y la sensación de no querer creer lo que escuchaba. Y el silencio se acomodó nuevamente entre ambos durante tanto tiempo que pensó que ya no se dirían nada más.
         —Te has perdido muchas cosas —le dijo muy serio rompiéndolo.
         Seguramente sí. Aunque allí, en aquella casa, no echaba nada de menos. Quizá al día siguiente pudiese dar una vuelta por esa arboleda, o recorrer el camino que se perdía en la nieve. Mirándolo, se preguntó si habría tomado una decisión respecto a ella. Temía que le diese la gema a otra persona, o cualquier elección que incluyese separarse de él. Porque se sentía segura, se decía; una sensación que no le resultaba demasiado familiar. No quiso preguntarle. Por no presionarlo y porque no estaba preparada para pensar en la posibilidad de despedirse del inesperado giro del destino a su favor. Él ya tenía muchas cosas en las que pensar y a ella le aterrorizaba acostumbrarse a todo eso. Porque podía acostumbrarse a vivir así, y no quería. Si se habituaba a eso, a él, regresar a su vida la destrozaría por completo. Y, siendo realistas, estaba casi segura de que la mala suerte de siempre no tardaría en aparecer.
         —Deberías subir, Hylissa. Acuéstate y descansa —dijo sonriendo de nuevo—. Estás mejor, pero estás muy lejos de estar bien.
         —Y tú, ¿es que nunca duermes?
         —No suelo dormir demasiado. Quizá suba más tarde…
         Pero supo que no era cierto. Él ya sabía que no se iba a acostar. No lo había hecho en ningún momento durante aquellos días. Cuando ella se dormía estaba despierto, y así seguía cuando abría de nuevo los ojos.
         Se alejó dejándolo a solas. Y cuando se dio la vuelta antes de subir las escaleras lo vio salir de nuevo y encenderse otro cigarrillo. Olía a madera y a limpio, y un poco a ese agradable tabaco de liar suyo. Fruncía el ceño mirando a la nada. Siempre fruncía el ceño, con esa tensión incipiente en sus hombros que nadie sería capaz de notar. Pero ella sí lo hacía, porque compartían todo eso y muchas otras cosas. Y por primera vez en su vida los grilletes no le resultaron insoportables; por primera vez en su vida no odió ese acercamiento inevitable con la otra persona. Y el terror a que todo volviese a ser como era la atravesó de nuevo con fuerza. Y mirándolo a él decidió que no podía vivir así, adelantándose a lo que podía pasar. Debía aprovechar ese momento, aunque fuese para recordarlo si los malos tiempos regresaban de nuevo. Sí, si eso sucedía, siempre tendría algo para recordar…