Requiem por los
muertos
"Había pensado muchas veces en la
muerte, intentando concebirla, percibir el misterio que entrañaba. Y solo una
vez conseguí imaginar la nada, un momento aterrador, un súbito pavor que no se
puede afrontar más que por un instante, con la misma fugacidad con la que se
mira directamente al sol."
-Edward Bunker-
Lo
despertaron los susurros de muchos a su alrededor. De muchos y de ninguno. A su
alrededor y a miles de mundos de distancia. Todo era un mapa impreciso dónde
los conceptos se mezclaban emborronándose. Trataba de centrarse en algo pero,
cuando creía que lo había conseguido, se le escapaba sin más sin dejar ningún
rastro tras de sí. Su mente era un tamiz que sus pensamientos atravesaban sin
intención de quedarse. Incapaz de hilvanar, ridícula sopa de letras, sueños y
realidad. Realidad y sueños. No sabía ya discernir lo uno de lo otro. Todo era
oscuridad. Oscuridad, y un frío vacío que se le metió en el corazón.
Pero
no estaba solo. Escuchaba susurros, voces que repiqueteaban en su cabeza, como
cuando lanzas una piedra al agua y rebota. ¿Estaban sólo en su cabeza?
—¿Quién
es? —decía una— ¿Quién es?
—Llévanos
de vuelta —rogó otra.
—Déjanos
marchar —suplicaban todas a la vez.
Advirtió
entonces que no sabía quién era. No recordaba su nombre, ni como había llegado
hasta allí. Y la desazón lo consumió, porque eran esas unas preguntas
importantes.
—¡Dejadme
en paz! —gritó al vacío.
Corrió,
o creyó que corría, puesto que no estaba seguro de nada. Quería alejarse de
ellas, pero no lo conseguía. Por más que corría, nada cambiaba. Era como tratar
de cruzar una insólita distorsión, un desfase que quebraba el mundo en dos, que
lo devoraba y hacía desaparecer la luz. Y él se hallaba en el centro, atrapado
en una grieta interminable. El centro de dos mitades infinitas. Moverse por
allí era inquietante, como moverse por el sueño de otro.
Finalmente,
se dio por vencido. Quiso caer de rodillas, pero no había nada bajo él sobre lo
que caer. No había nada físico, nada a lo que aferrarse. Si tuviese una idea… Aunque
fuese una muy pequeña, algo que le diese una pista. Pero no, nada a lo que
aferrarse, ni en un sentido ni en el otro. Oscuridad y un frío vacío. Nada más.
No
volvió a moverse y el tiempo pasó. Los susurros fueron convirtiéndose en
presencias algo más tangibles que lo compadecían. No se lo decían, pero él lo
supo igualmente. No podía verlas, las sentía ir y venir apareciendo, a veces
repentinamente, como árboles cuando caminas en una noche de niebla densa por el
bosque. Y en medio de todas ellas una que se erigía firme, como una columna. Se
acercaba y percibía poder. Un leve toque sutil y familiar que le dejaba una
sensación bajo la lengua y en las yemas de los dedos.
—Has
venido, Soñador —le dijo—. Ella dijo que vendrías… y aquí estás.
Soñador; la palabra no le decía
absolutamente nada.
—¿Quién
soy? —preguntó—. No lo recuerdo… No puedo recordar nada.
—Ya
no tienes recuerdos, te los han arrebatado —la voz era un murmullo en la
oscuridad, coreada por las demás.
—¿Arrebatado?
¿Quién?
—Ella.
Ella te los quitó. Te lo quitó todo… Ella.
La
última palabra dejó un eco consciente que resonó en su interior. Un eco que
quedó pegado durante unos segundos al tamiz de su mente, hasta que se deslizó
con suavidad como todos los anteriores.
—Ella…
—repitió tratando, sin éxito, de hacerlo regresar.
—Este
mundo le pertenece, tú no deberías estar aquí.
—¿Este
mundo?
—El
mundo de los muertos —respondió el coro de voces al unísono.
—Entonces…
¿estoy muerto?
—No.
Por eso no puedes estar aquí, este no es tu sitio. Tienes que volver, Soñador.
Tienes que volver cuanto antes, o será demasiado tarde y no podrás regresar
jamás.
—¿Esto
es un sueño? —preguntó confuso.
—No,
me temo que no es un sueño.
—¿Conoces
mi nombre? —volvió a preguntar tras una larga pausa.
—Lo
conozco. La tormenta lo susurraba, antes incluso de que llegases. Todos lo
conocemos, pero no podemos recordártelo, Ella
lo ha prohibido. Eso es algo que tendrás que hacer solo, lo siento. Y debes
recordarlo, Soñador, porque es la llave que abre tu puerta, y también la
nuestra, si eres piadoso.
—¡Ayúdanos,
Soñador, libéranos! ¡Déjanos marchar! —repitieron las voces gritando en la
distancia.
—No
sé cómo hacerlo… —reconoció lleno de tristeza.
—Recuerda
tu nombre. Recuérdalo…
Y
lo intentó, lo intento de verdad, pero no consiguió nada salvo frustración.
—¿Quién
es Ella?
Todos
sus nuevos pensamientos giraban en torno a la misteriosa figura, la dueña del
mundo de los muertos.
—Ella
tiene muchos nombres porque es más vieja que los pilares de la tierra. Más que
todos los mundos. Mucho más vieja que tú, Soñador —añadió—. Aquí la llamamos La Devoradora.
—La
Devoradora…
Nada.
Pensó en ella y aquel nombre que no le decía nada. Le dio vueltas una y otra
vez, tratando de llegar hasta allí. Nada. Frustración.
Nada.
—Tienes
que recordar tu nombre, y también el suyo —dijo la voz apremiándolo—. Pero he
de advertirte; cuando lo hagas, cuando lo recuerdes, desearás olvidarlo todo de
nuevo. Posiblemente, desearás estar muerto. Pero no debes rendirte, Soñador,
todo dependerá de que no te rindas. ¿Lo comprendes?
—No
debo rendirme —recitó intentando guardarlo en un lugar seguro. Uno dónde no
desapareciese.
—Eso
es.
—Esto
no es un sueño, tampoco estoy muerto… ¿Y vosotros?
—Nosotros
sí. Nosotros estamos muertos —dijeron las voces canturreando, la última palabra
arrastrada por aquel eco próximo y distante; muertos, muertos, muertos…—. Ayúdanos, Soñador.
—No sé cómo hacerlo… No sé como recordar,
como ayudaros…
Sintió la aflicción general a su alrededor
y lamentó no poder hacer más. La presencia con la que hablaba se acercó a él y,
por primera vez, sintió algo similar a un contacto físico. Las presencias que él percibía carecían de
sexo y, sin embargo, a ella la distinguía como claramente femenina. Y había
poder en su interior. El poder suficiente, el que necesitaba para conseguirlo…
Y la idea lo desconcertó. Era un poso en el tamiz, un residuo que había quedado
atrapado en alguna parte. Él había ido allí para hacer algo concreto, lo sabía
-¡Lo sabía!- Pero no había ninguna conexión con nada más.
—Puedo ayudarte, aunque tu propio poder es
mucho mayor que el mío —le dijo ella adivinando sus pensamientos.
—¿Puedes? —le preguntó para comprobarlo.
—No puedo adivinar los pensamientos de
nadie, o al menos no estaba entre mis facultades antes de venir aquí… Sé lo que
piensas, porque aquí el pensamiento es otra forma de comunicarse. Todos podemos
escucharte aunque no hables. En realidad… —repuso con tristeza— no has hablado
en ningún momento. Es solo otro poso, otro residuo, un engaño de la mente, que
cree que sigue en un entorno conocido en el que podríamos darnos la mano.
Ante él, la presencia se hizo corpórea. Una
figura fantasmal que brillaba tenuemente. Una mujer joven, que lo miraba con
nostalgia. La nostalgia de los que se saben muertos y recuerdan tiempos mejores,
supuso.
—Me llamo Miriam —dijo la mujer—. Podemos
hacerlo así, si te resulta más sencillo. Aunque tiene sus peligros… Si te
resulta más sencillo te acomodarás. Te olvidarás de dónde estás y recordar será
aún más difícil.
—Así me resulta más familiar, y creo que
eso es bueno.
—Soy diferente de los demás porque llevo
aquí mucho menos tiempo, solo por eso —le explicó Miriam. Caminó junto a él
despacio, algo que, como descubrieron, a él le gustaba mucho hacer. Caminar
acompañado… Sí, alguien lo acompañaba en sus paseos. Alguien con quien se
sentía muy a gusto. Alguien a quien amaba.
Y aquel fue su primer recuerdo de verdad.
Se detuvo tratando de conservarlo, de
aferrarse a él tirando con fuerza, esperando que otros más viniesen detrás.
Cabello rojo y ojos cobres. Unos ojos que veía cada vez que abría los suyos. Y,
nuevamente, nada.
—Eso es —dijo Miriam con una sonrisa—. Por
ahí es por dónde debes seguir, Soñador. Te llevaré hasta la piedra, quizá eso
también ayude…
Antes de que pudiese preguntar, Miriam lo
tomó de la mano y el vértigo se apoderó de él. Cuándo fue capaz de reparar en
el entorno se dio cuenta de que estaban en otra parte. Una zona algo más
luminosa -si se podía llamar luminoso a ese resplandor amortiguado-, dónde
podía discernir algunas sombras aquí y allá.
Lo que emitía la luz no era otra cosa que
una piedra, comprobó al acercarse más. Una piedra pequeña y ovalada, del tamaño
justo como para que cupiese en la palma de su mano, que flotaba iridiscente en
el aire, quizá en el centro de ése peculiar lugar. Y lo fascinó descubrir que
la piedra era negra como la obsidiana. Un dato curioso, teniendo en cuenta que
era capaz de iluminarlo todo a su alrededor, aunque fuese de aquella forma
espectral. Más que iluminar, dedujo al observarla mejor, parecía tener el poder
de arremolinar la luz en torno a ella solo para rechazarla después. Y era eso
lo que la diseminaba en todas direcciones.
Estiró la mano para tocarla.
—¡No! —exclamó Miriam, atrapándola en el
aire—. No puedes tocarla sin tus recuerdos, o te consumirá.
—¿Qué es?
—Una prisión. Ella está encerrada allí, en
la piedra, ligada a ella, cautiva desde hace mucho tiempo… Aquellos que la
encerraron pretendían que ella también olvidase su nombre. Que aquellos que la
adoraban lo olvidasen para siempre. Porque así son los dioses, cuando nadie los
recuerda… se debilitan y desaparecen. Y es difícil que un mortal los recuerde
cuando pasa tanto tiempo… Ni aunque vivan un millar de vidas. Por eso se unió a
él, al demonio que la trajo consigo.
Toda esa historia le sonaba vagamente
familiar y muy imprecisa. Estaba casi seguro de que antes de llegar allí
conocía muchos de esos detalles.
—¿Y dónde está ahora? —preguntó.
—Con él. Puede salir de aquí durante un
tiempo si se lo permite. Puede ver a través de sus ojos, y sentir a través de
su piel. Él siempre lleva la piedra consigo, lo que ves ahora es su reflejo a
este otro lado. Y ella… Ella es la Devoradora, pero se alimenta únicamente
gracias a él… La alimenta con las almas que roba; con la mía, con todas las que
ves aquí. Y estaremos prisioneros para siempre a menos que alguien que no
pertenezca a este mundo nos ayude a salir. La Devoradora y El Segador. Así los
llamamos.
Llevaba en los hombros demasiada responsabilidad.
Si no lo conseguía se fallaría a sí mismo, y también a todos ellos.
Dejó la mente en blanco, dejó de escuchar a
Miriam y a las voces. Se concentró pensando en el cabello rojo y los ojos cobres.
Un hombre… era un hombre. Y el rostro apareció ante él como si nunca lo
hubiese olvidado. Recordó su sonrisa, casi siempre a medias, la forma en que lo
besaba… Paseó los dedos sobre sus labios, y la sensación de añoranza fue tal
que se sintió desgarrado por dentro. Trajo de vuelta sus manos, y la forma en
que lo acariciaba. Largas y delicadas; manos de artista. Y recordó los pájaros
de madera que tallaba para él. Pudo verlo perfectamente, sentado en un banco de
piedra bajo el sol, dándoles forma con el ceño fruncido. Una imagen que había
contemplado un millón de veces, o puede que más. Oh, padre... Amaba a ese
hombre como no había amado nunca a nadie. Ni siquiera a sus hermanos…
A sus hermanos…
Cuándo
te conocí estaba dormido, y fue por eso que tú me viste en sueños.
Y
me despertaste...
...me despertaste mientras mis manos se aprendían tu cuerpo de memoria.
Mientras pronunciabas mi nombre en un susurro.
Mientras la noche se alargaba como las sombras que nos envolvían...
...me despertaste mientras mis manos se aprendían tu cuerpo de memoria.
Mientras pronunciabas mi nombre en un susurro.
Mientras la noche se alargaba como las sombras que nos envolvían...
Y cuando amaneció, me dio miedo abrir los ojos y no encontrarte.
Pero estabas...
Y supe qué eras tú a quien había estado buscando durante tanto tiempo...
...Y supe que siempre estarías ahí cuando abriese los ojos.
Y de nuevo pronunciaste mi nombre, en un susurro.
—¿Puedes oírla tú también? —le preguntó a
Miriam.
—No. No puedo oírla, la veo a través de ti
cuando la escuchas, nada más. Viene de fuera…
Su voz le llegaba lejana y al mismo tiempo
lo sentía junto a él, tumbado a su lado. Sonaba rota, llena de angustia. Lo
había escuchado pronunciar aquellas palabras muchísimas veces, cuando estaban
abrazados en la cama, cuando esas manos se aprendían su cuerpo de memoria. Y
deseó estar de vuelta. Deseó recordar su nombre solo para regresar junto a él.
Yeialel…
¿Puedes escucharme? Por favor…
Yeialel. Se llamaba Yeialel.
* * *
La rozó primero con las yemas de los dedos
en una leve caricia, preparándose para recibirla, sintiendo únicamente un
cosquilleo que le dio a entender que ella estaba allí, tal y como Miriam le
había dicho. Y después la cogió. Lo asaltó una sensación de repugnancia, como
cuando tocó el vínculo que unía a su hermano con Emesh. Y después… Era como
nadar en un mar oscuro por la noche con la certeza de ser observado de cerca
por una bestia de las profundidades. Algo que se arrastraba siempre en los
límites de su visión, escondiéndose de su mirada, oculto en aquellas sombras
abisales. Y le susurraba... Habló del ansia de sangre, que podía sentir como
propia, y de la necesidad de salir de su prisión. Habló de alimentarse de
almas, y del regocijo que le suponía extinguirlas completamente. Como soplar la
llama de una vela. Como apagar una luz... Y le pareció que llevaba mucho tiempo
allí, en la oscuridad, luchando por liberarse de ella. Hasta que por fin, con
manos torpes, la dejó caer deshaciendo el contacto.
Ananta, La
Devoradora.
Y lo recordó todo.
Su estancia allí había sido larga, mucho
más de lo que había creído posible. Había pasado con ella tanto tiempo que, de
no haber sido forzado a olvidar, puede que hubiese olvidado igualmente. Ahora
le parecían siglos de tormento. Ananta le había mostrado su interior, había
sido testigo de horrores que acontecieron cuando él aún no existía. Horrores
inimaginables de épocas oscuras. Horrores que hacían que los que la humanidad
había sufrido hasta entonces pareciesen deseables. Enloqueció en sus manos una
y mil veces y, cuando pensaba que todo terminaría, que ya no podía aguardarle
nada peor… lo sorprendía una vez más y todo comenzaba de nuevo. Dolor y agonía,
y la certeza de que jamás conseguiría salir con vida de allí. Eso era lo que
ella le había hecho creer, y lo que él había creído. Era cierto; lo hubiese
dado todo por olvidar. Pensó en los ojos de Emu, en sus manos… No, todo no. No
renunciaría a él por algo que ya había sucedido. No se rendiría. Por Emu, por sus
hermanos, y por Miriam y los demás. Guardaría todo eso en el rincón más
profundo de su mente, de dónde no pensaba sacarlo jamás. Saldría de allí y no
se iría solo.
—Puedo canalizar a través de ti, a eso te
referías con que puedes ayudarme… —le dijo a Miriam.
—Sí. Sigo siendo receptiva a cualquier tipo
de energía. La usarás para tejer un portal que nos saque de aquí.
Nunca había hecho nada semejante, pero
sabía que podía hacerlo. No era eso lo que le preocupaba en aquel momento, sino
lo que lo había llevado hasta allí.
—¿Puedo romper el vínculo que une al
sumerio y a mi hermano?
—Sólo el que lo forjó puede destruirlo.
Están unidos hasta en la muerte.
Emesh lo hubiese deshecho cuando lo tenía
prisionero en la casa, antes de matarlo. Ahora, en cambio… no se arriesgaría hasta
estar seguro de nuevo. Y ellos no podían arriesgarse a esperar, a ver qué se le
ocurría al sumerio para someter a Vörj.
—Antes has dicho que él siempre lleva la
piedra consigo…
—Así es. La piedra, en sí misma, es un
portal. Un portal a un lugar que nadie querría visitar… —dijo Miriam— ¿Sabes lo
que eso significa?
Lo sabía. Lo sabía perfectamente.
Significaba que era hora de regresar a casa.