Capítulo 18




Es hora de dejar ciertas cosas atrás




         Se hubiese desplomado de no estar tumbado. Lo supo en el mismo instante en que el espasmo le traspasó la mano con la que lo sujetaba y trepó por el brazo con la fuerza de una descarga eléctrica. El contacto entre ellos se rompió, igual que la pulsera de cuarzos que Yeialel llevaba en torno a su muñeca, y las cuentas cayeron al suelo dispersándose en todas direcciones. Escuchó el repiqueteo mientras rebotaban una y otra vez, un sonido que le resultó lejano, como todo lo que sucedió a continuación. Yo, con los ojos cerrados y sudando a mares, se tensó. Se tensó de tal manera que temió que fuese a partirse en dos.
         —¡Ayúdame a sujetarlo! —le gritó a Emu, que ya estaba allí antes de que consiguiese parpadear una sola vez.
         Vio a Ash por el rabillo del ojo, con los labios fruncidos. Apretados, como si luchase también por mantener el pálido cuerpo en su sitio. Durante un escaso puñado de segundos, que transcurrieron a cámara lenta antes de que se uniese a los esfuerzos de ambos por mantener a Yo anclado al sillón, se preguntó en qué estaba pensando. Hubiese matado por saber en qué estaba pensando justo en esos momentos. Hubiese matado sin más, maldita sea.
         Yo se convulsionaba con una fuerza sobrehumana, como si alguien lo impulsase desde su interior tratando de desmadejarlo. Vörj escuchaba la voz de sus hermanos que lo llamaban, y reconoció la suya propia junto a las de ellos. Le sonó totalmente ajena. Ni siquiera advirtió que estaba gritando hasta ese momento perdido de consciencia. Porque el tiempo se había detenido en aquel instante. El instante en el que supo a ciencia cierta que todo había salido terriblemente mal.  Exactamente como cabía esperar.

         No podría decir cuánto tiempo permanecieron así los tres, sobre Yeialel. Le pareció toda una eternidad. Temía que se hiciese daño, que los espasmos no cesasen. Pero por encima de todo, temía que se quedase inmóvil. Así que cuando sucedió, cuando las sacudidas amainaron y su cuerpo se relajó exhalando un largo suspiro, el miedo le atenazaba la garganta de tal forma que se creyó incapaz de hablar.
         —Está helado… —oyó decir a Emu con voz ronca.
         —Trae unas mantas —le respondió Ash.
         Emu desapareció escaleras arriba y Ash y él se miraron.
         —Cerró los ojos —dijo su hermano en voz baja. Parecía agotado, como él mismo—. En eso pesaba. Cerró los ojos y lo perdí.
         Había sostenido a Yo de la mano, Ash lo había sostenido de otra forma.
         —No podíamos hacer nada —susurró.
         —Estaba aterrado, muerto de miedo, Vörj. Temía no ser capaz, decepcionarnos, decepcionarse a sí mismo. Temía que no le perdonases y, sobre todo, temía por Emu. Los dos se enfrentarán a sus peores miedos. Yo, a lo que quiera que sea que tenga que hacer, y Emu, a la posibilidad de perderlo.
         Ash apoyó una mano en su hombro. Por primera vez desde que volvieron a encontrarse, su hermano buscó el contacto. Por primera vez, un punto de unión entre ambos. Débil, pero alentador. Especialmente en esos momentos.
         Emu regresó entonces, y cubrió a Yo con las mantas. Lo miraba con ansiedad, apartándole el cabello de la cara.
         —Está helado —repitió.
         Ash levantó los párpados y bajo ellos no había nada dónde poder observar. Tan solo los ojos en blanco, ocultos, contemplando las profundidades de algo incomprensible para cualquiera, el infinito.
         —Ya no está aquí —murmuró Ash cuando Emu lo miró suplicante—. Ha emprendido su viaje.


         Pasaron las horas sin que hubiese cambio alguno. Decidieron que lo llevarían a su habitación para que Elariel lo guardase durante la noche. El cuerpo de Emu siempre tenía una temperatura superior a la normal. Siempre parecía ser pasto de la fiebre. Sería una fuente de calor excelente para Yo. Y de lo contrario, nadie se hubiese atrevido a apartarlo de su lado. Lo dejaron a solas con él. A solas consigo mismo. Era lo que necesitaba. Vörj no regresó a su cuarto, se sintió incapaz. Bajó dispuesto a salir para que el aire frío de la noche lo despejase. Para vaciar la botella que llevaba en la mano. Para fumarse un cigarrillo -o cien- mientras se moría por dentro.
         Hylissa estaba arrodillada en el suelo recogiendo las cuentas de Yo, que guardaba en su regazo. Se había olvidado completamente de ella. La mujer no dijo nada. Lo miró un instante y siguió con lo que estaba haciendo. Necesitaba salir y el silencio, y ella lo sabía. Cómo no saberlo… Si se hubiese parado a pensar hubiese lamentado ahogarla de aquella forma, con la pena que lo consumía. Pero no podía pensar en nadie que no fuese su hermano. No podía pensar en nada. Así que salió.


         El día siguiente fue prácticamente igual a la noche. No hubo ningún cambio. Tampoco durante el siguiente, ni el siguiente…
         En el interior de la casa todo eran silencios. Silencios distintos a los habituales, silencios llenos de ausencia y desesperación. Todos caminaban como fantasmas, a excepción de Emu, que no caminaba por ninguna parte y se limitaba a permanecer junto a Yo en todo momento. Siendo realistas, era él el que guardaba mayor parecido con un fantasma. Siendo aún más realistas… La diferencia entre Emu y un fantasma auténtico (para todo aquel que crea en ellos) era tan escasa que, de entrar cualquiera que no lo conociese en la habitación que compartía con Yeialel, hubiese salido huyendo a la primera de cambio, sin atenerse a razones ni explicaciones. Emu estaba muerto en vida, sin lugar a dudas.
         Hylissa le llevaba la comida, una de las pocas cosas que podía hacer por ellos. Una de las pocas cosas que, a sus ojos, la tachaban de la lista de "completa inútil". Se desvivía por intentar que él comiese, aprovechándose un poco de que a ella no la echaba de la habitación por insistir, como a los demás. El humor de Emu, habitualmente huraño y taciturno, había empeorado considerablemente. Sin embargo, para sorpresa de todos, toleraba su presencia mejor que la de cualquiera de sus hermanos. Ella no había tratado de animarlo, nada podía decirle que sonase realista o sincero, puesto que qué sabía ella sobre el modo en que terminaría aquello. Lo que si sabía bien era como estar sin estar. Quizá se le daba mejor que a ninguno porque apenas conocía al muchacho de cabellos blancos. Eso no quería decir, en absoluto, que no se sintiese afectada. Yo le gustaba, había llegado a apreciarlo de verdad. Y algo tan simple para cualquiera era todo un mundo para Hylissa, alguien a quien prácticamente nadie había tratado bien en su larga, larguísima vida. Y Yo había hecho mucho más que salvarle la vida; había sido amable y cariñoso sin esperar nada de ella. Sí, se sentía afectada, pero comparado con el dolor de los demás, el dolor de sus hermanos, el suyo se quedaba muy pequeño, al fondo del pasillo. El lugar que ella había ocupado durante aquellos días horriblemente largos.
         Ése día llegó a la habitación como de costumbre, con la bandeja de comida en sus manos. Emu estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Con aquellos extraños ojos cobres fijos en el bulto inmóvil que yacía en la cama. Dejó la bandeja a su alcance y fue a sentarse junto a Yo. Tomó una de sus manos entre las suyas, como hacía el muchacho siempre que hablaban. Un gesto de lo más corriente que en él resultaba todo lo contrario, quizá por aquel aura mística que lo envolvía y que no lo abandonaba jamás. Ni durante los momentos cotidianos.  Ciertamente estaba helado y su respiración era lenta, como si se hallase en letargo. Fácilmente se le podía haber dado por muerto, si no te fijabas en el pausado ir y venir de su pecho amortiguado por las mantas. Sacó la pulsera recompuesta de su bolsillo y la enrolló en su muñeca de nuevo. Llevó después aquella mano fría a su mejilla, besando la palma, apretándola con suavidad contra ella en un intento vacío de que despertase. Pero no despertó.
         —Habla con él, Emu. Quizá a ti te escuche. Quizá solo necesite una voz familiar a la que seguir para encontrar el camino de vuelta…
         Hubo un largo silencio, durante el cual casi olvidó que no estaba sola.
         —No quería que Vörj te acogiese —reconoció Emu con voz ronca, rompiéndolo al fin—. De no ser por Yo, hubiese tratado de persuadirlo, de quitárselo de la cabeza como fuese. No es nada personal, Hylissa, pero no quería que tuviese nada que ver contigo ni con los tuyos.
         La respuesta la pilló totalmente desprevenida. No supo decir qué le había sorprendido más; la confesión, o el inesperado torrente de palabras.
         —No importa, lo entiendo —dijo—. Solo tratas de protegerlo. De protegerlos a todos.
         Realmente lo entendía. Era una actitud que no se le podía reprochar a nadie. Los suyos, pensó Hylissa,  eran conflictivos por naturaleza. Ella lo sabía mejor que nadie. Cualquiera haría bien en evitarlos.
         —En cambio Yo opina lo contrario. Aunque no es eso ni sus argumentos lo que me hacen cambiar de opinión.
         —¿Y qué ha sido? —preguntó intrigada—. ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de opinión?
         Otra pausa.
         —Tú —respondió Emu al fin—. Tú, Hylissa.
         Y si pensaba que no había nada que pudiese sorprenderla más que el hecho de que ambos estuviesen teniendo una conversación, estaba equivocada. Nunca en su vida había tenido ocasión de que le importase ser aceptada por los demás o no. Nunca hasta ahora. No sabía por qué, dioses, pero así era. Aquella manifestación era un consuelo. Emu la aceptaba; no porque no le quedase más remedio, sino porque él lo creía justo.  
         Dejó a Yo para agacharse frente al pelirrojo, apoyándose en sus rodillas. Él no estaba a gusto, ni con la cercanía, ni con el contacto, pero no dijo nada al respecto.
         —Come un poco, Emu —le dijo, tirando con suavidad de un mechón de su cabello—. Y habla con él. Pídele que vuelva a casa.
         Y fue él, en esa ocasión, el que besó la palma de su mano.


* * *

         No iba a pasar ni un solo día más cruzado de brazos, decidió. Iría en su busca. Iría a la casa de nuevo. Se presentaría allí con las manos vacías, pero con un plan. Uno de los malos, pero más que aceptable, dadas las circunstancias.
         Fue en busca de Ash, que estaba en su cuarto. Había pasado tanto tiempo encerrado allí, como Emu en el suyo, o él mismo fumando en la maldita terraza. No necesitó explicarle nada a su hermano, puesto que lo leyó en sus ojos.
         —¿Estás seguro? —peguntó.
         —Sí.
         Y eso fue todo.

         Juntos fueron a la habitación que Yo y Emu compartían.
         Hylissa estaba con él, sentada a su lado. Muy cerca, dejando atrás la distancia prudencial de seguridad. Ninguno de los dos parecía especialmente contrariado por ese motivo, algo que lo sorprendió. Para rizar el rizo, Emu había dejado los platos limpios.
         —¿Qué sucede? —preguntó Emu incorporándose.
         —Me voy. Vuelvo a la casa. Solo.
         —¿Te has vuelto loco? —dijo su hermano entre dientes, como si gritar pudiese molestar a Yo—. ¿Es que no hemos tenido bastante?
         —No voy a quedarme aquí… No puedo.
         Emu fue de un lado a otro de la habitación como un animal enjaulado, hasta que finalmente se detuvo frente a él.
         —No voy a tener esta conversación otra vez, me niego. —dijo señalándolo con el dedo, sus caras a escasos centímetros la una de la otra.
         —Bien, asunto arreglado, porque yo también me niego.
         Se miraron un buen rato hasta que la lucha de voluntades terminó, tal y como debía terminar. Se iría, porque no había más que hablar.
         Emu se sentó al borde de la cama, dándole la espalda. Colocando una mano sobre el pecho de Yo, lo único que podía hacer para sentir que una pequeña parte de él aún estaba allí, que seguía con vida. Algo que él mismo había hecho siempre que subía a verlo. Y la estampa solo consiguió reafirmar su decisión de ir en busca del sumerio.
         Dejó la habitación y bajó, dispuesto a no esperar más.

         —Vörj…  —Hylissa lo llamó desde la escalera. El cabello prendiendo como una antorcha, absorbiendo toda la luz a su alrededor. Vino a su encuentro agitada y llena de preocupación.
         Había pasado un siglo encerrada en aquel lugar asfixiante, de dónde él la había sacado solo para encerrarla de nuevo. Una prisión, por muy cómoda que fuese, no dejaba de ser una prisión. Y él se sentía como un carcelero. Ni siquiera podía empezar a imaginar lo que debía ser estar encerrado durante tanto tiempo. Todas las cosas que se había perdido… Podía percibirlo en su forma de moverse por la casa, o cuando salía al exterior, con una mezcla de asombro y reverencia. Como si no pudiese creer que ya no estaba en el mismo sitio de siempre. Durante esos largos y oscuros días, apenas habían cruzado un par de palabras. Sin embargo, sus ojos parecían destinados a cruzarse sin remedio si estaban lo suficientemente cerca. Y ambos parecían dispuestos a complacerlos. Él lo achacaba todo al vínculo, por supuesto. El vínculo era lo que les exigía esa cercanía. Nada más. Cada vez que se lo repetía le sonaba más falso, cuando suele ser justo lo contrario, ¿no?
         —No te preocupes, todo saldrá bien —le dijo.
         —Tengo entendido que no eres tú el que puede ver el futuro.
         Si las cosas no hubiesen sido como eran, se hubiese reído a gusto. En cambio dejó caer una sonrisa triste.
         —Si no fuese el caso, si me pasase algo, Ash sabe qué hacer con la gema. Estarás bien.
         —No es eso lo que me preocupa —susurró bajando la cabeza, ocultando aquellos ojos verdes tras las largas pestañas. La cogió de la barbilla obligándola a mirarlo de nuevo.
         —Estaré bien. 
         Tenía los labios entreabiertos y sintió el impulso de besarla. Pero no lo hizo. En su lugar, salió por la puerta y desapareció.


* * *


         Para ser que la primera vez salió de aquel lugar pensando en que no iba a regresar, esta ya era la tercera. Maldita fuese su estampa, joder. El sumerio estaba allí, aguardando, y lo esperó al otro lado de las protecciones. Tampoco iba a meterse una manzana en la boca y un palo en el culo.
         No podía sentirlo de la misma forma en que sentía a Hylissa, pero cuando salió a recibirlo no parecía sorprendido.
         —Pero en lo más solitario del desierto tiene lugar la segunda transformación: en león se transforma aquí el espíritu, quiere conquistar su libertad como se conquista una presa y ser señor en su propio desierto —recitó Emesh—. Aquí busca a su último señor: quiere convertirse en enemigo de él y de su último dios, con el gran dragón quiere pelear para conseguir la victoria. ¿Quién es el gran dragón, al que el espíritu no quiere seguir llamando señor ni dios? «Tú debes» se llama el gran dragón. Pero el espíritu del león dice «yo quiero». 
         —Imagino que eso me deja en el lugar del león —le dijo.
         —De leones y dragones. Aunque yo también… quiero.
         —He venido a hacer un trato. Tienes a mi hermano, quiero que me lo devuelvas.
         Emesh lo rodeó caminando despacio, mesándose la barba con aire de falso interés. No se molestó en seguirlo con la mirada, ni cuando se puso a su espalda y lo perdió de vista. Ni siquiera iba armado, al cuerno con todo.
         —Me temo que ha habido una confusión, Viridiel. Yo no tengo a tu hermano y, siguiendo ese fundamento, no puedo devolvértelo.
         Quiso aplastarle la cara de un puñetazo y seguir. Seguir golpeándolo hasta que fuese un amasijo irreconocible, hasta que la carne fuese pulpa. Y seguir golpeándolo hasta cansarse -y cabía decir que él no se cansaba con facilidad-.
         —Lo explicaré de una forma que puedas entender: haremos un trueque, él se va, yo me quedo.
         —Bueno, es cierto que nosotros, los desterrados, tenemos cierta predisposición a los… trueques —respondió molesto—. Sin embargo, y por mucho que me complaciese el cambio, no puede ser. Fíjate bien, puedes sentir que no miento.
         Era cierto. Joder, decía la verdad.
         Su hermano le había dicho que ignoraba lo que podía sucederle si trataba de matarlo y lo conseguía. Se sintió tentado de probar fortuna.
         —Morirás —le dijo el sumerio adivinando sus intenciones. Aunque tampoco había que ser un consumado experto en la materia de adivinar intenciones: las llevaba escritas en la cara.
         —Tú también.
         —¿Y merecería la pena? Teniendo en cuenta que no solucionarás lo que te ha traído hasta aquí… ¿Merecería la pena?
         En ese momento no eran las preguntas correctas. La pregunta que él se hacía era: ¿Sería capaz de controlarse? Le importaba una mierda si merecía la pena o no, porque los dos estarían muertos, el vínculo enterrado y, fuese lo que fuese lo que sucediese con Yo, había dos personas que podían hacerse cargo. Muerto el perro, se acabó la rabia. Solo quedaba un cabo suelto, un fleco que cortar… Viktor. Él era el que lo hacía dudar. El que sujetaba las ansias desesperadas de violencia que se agolpaban en su interior. Y eran esas unas ansias que no atendían a razones. Emesh no lo sabía, no sabía lo cerca que estaba de romper el dique.
         Pensó fríamente en lo que había hecho Viktor, en lo que sería capaz de hacer cuando él no estuviese para impedírselo. Había estado a punto de terminar con su vida y con la de su hermano. Solo la suerte -mirándolo con ojos de gata- lo había evitado en su caso.
         Y pensando en ella tomó la decisión.