Es hora de dejar
ciertas cosas atrás
Se
hubiese desplomado de no estar tumbado. Lo supo en el mismo instante en que el
espasmo le traspasó la mano con la que lo sujetaba y trepó por el brazo con la
fuerza de una descarga eléctrica. El contacto entre ellos se rompió, igual que
la pulsera de cuarzos que Yeialel llevaba en torno a su muñeca, y las cuentas
cayeron al suelo dispersándose en todas direcciones. Escuchó el repiqueteo
mientras rebotaban una y otra vez, un sonido que le resultó lejano, como todo
lo que sucedió a continuación. Yo, con los ojos cerrados y sudando a mares, se
tensó. Se tensó de tal manera que temió que fuese a partirse en dos.
—¡Ayúdame
a sujetarlo! —le gritó a Emu, que ya estaba allí antes de que consiguiese
parpadear una sola vez.
Vio
a Ash por el rabillo del ojo, con los labios fruncidos. Apretados, como si luchase también por mantener el pálido cuerpo en su sitio. Durante un escaso puñado de
segundos, que transcurrieron a cámara lenta antes de que se uniese a los
esfuerzos de ambos por mantener a Yo anclado al sillón, se preguntó en qué
estaba pensando. Hubiese matado por saber en qué estaba pensando justo
en esos momentos. Hubiese matado sin más, maldita sea.
Yo
se convulsionaba con una fuerza sobrehumana, como si alguien lo impulsase desde
su interior tratando de desmadejarlo. Vörj escuchaba la voz de sus hermanos que
lo llamaban, y reconoció la suya propia junto a las de ellos. Le sonó
totalmente ajena. Ni siquiera advirtió que estaba gritando hasta ese momento
perdido de consciencia. Porque el tiempo se había detenido en aquel instante.
El instante en el que supo a ciencia cierta que todo había salido terriblemente
mal. Exactamente como cabía esperar.
No
podría decir cuánto tiempo permanecieron así los tres, sobre Yeialel. Le
pareció toda una eternidad. Temía que se hiciese daño, que los espasmos no
cesasen. Pero por encima de todo, temía que se quedase inmóvil. Así que cuando
sucedió, cuando las sacudidas amainaron y su cuerpo se relajó exhalando un
largo suspiro, el miedo le atenazaba la garganta de tal forma que se creyó
incapaz de hablar.
—Está
helado… —oyó decir a Emu con voz ronca.
—Trae
unas mantas —le respondió Ash.
Emu
desapareció escaleras arriba y Ash y él se miraron.
—Cerró los ojos —dijo su hermano en voz
baja. Parecía agotado, como él mismo—. En eso pesaba. Cerró los ojos y lo
perdí.
Había
sostenido a Yo de la mano, Ash lo había sostenido de otra forma.
—No
podíamos hacer nada —susurró.
—Estaba
aterrado, muerto de miedo, Vörj. Temía no ser capaz, decepcionarnos,
decepcionarse a sí mismo. Temía que no le perdonases y, sobre todo, temía por
Emu. Los dos se enfrentarán a sus peores miedos. Yo, a lo que quiera que sea
que tenga que hacer, y Emu, a la posibilidad de perderlo.
Ash
apoyó una mano en su hombro. Por primera vez desde que volvieron a encontrarse,
su hermano buscó el contacto. Por primera vez, un punto de unión entre ambos.
Débil, pero alentador. Especialmente en esos momentos.
Emu
regresó entonces, y cubrió a Yo con las mantas. Lo miraba con ansiedad,
apartándole el cabello de la cara.
—Está
helado —repitió.
Ash
levantó los párpados y bajo ellos no había nada dónde poder observar. Tan solo los
ojos en blanco, ocultos, contemplando las profundidades de algo incomprensible
para cualquiera, el infinito.
—Ya
no está aquí —murmuró Ash cuando Emu lo miró suplicante—. Ha emprendido su
viaje.
Pasaron
las horas sin que hubiese cambio alguno. Decidieron que lo llevarían a su
habitación para que Elariel lo guardase durante la noche. El cuerpo de Emu
siempre tenía una temperatura superior a la normal. Siempre parecía ser pasto
de la fiebre. Sería una fuente de calor excelente para Yo. Y de lo contrario,
nadie se hubiese atrevido a apartarlo de su lado. Lo dejaron a solas con él. A
solas consigo mismo. Era lo que necesitaba. Vörj no regresó a su cuarto, se
sintió incapaz. Bajó dispuesto a salir para que el aire frío de la noche lo
despejase. Para vaciar la botella que llevaba en la mano. Para fumarse un
cigarrillo -o cien- mientras se moría por dentro.
Hylissa
estaba arrodillada en el suelo recogiendo las cuentas de Yo, que guardaba en su
regazo. Se había olvidado completamente de ella. La mujer no dijo nada. Lo miró
un instante y siguió con lo que estaba haciendo. Necesitaba salir y el
silencio, y ella lo sabía. Cómo no saberlo… Si se hubiese parado a pensar
hubiese lamentado ahogarla de aquella forma, con la pena que lo consumía. Pero
no podía pensar en nadie que no fuese su hermano. No podía pensar en nada. Así
que salió.
El
día siguiente fue prácticamente igual a la noche. No hubo ningún cambio.
Tampoco durante el siguiente, ni el siguiente…
En
el interior de la casa todo eran silencios. Silencios distintos a los
habituales, silencios llenos de ausencia y desesperación. Todos caminaban como
fantasmas, a excepción de Emu, que no caminaba por ninguna parte y se limitaba
a permanecer junto a Yo en todo momento. Siendo realistas, era él el que
guardaba mayor parecido con un fantasma. Siendo aún más realistas… La
diferencia entre Emu y un fantasma auténtico (para todo aquel que crea en ellos)
era tan escasa que, de entrar cualquiera que no lo conociese en la habitación
que compartía con Yeialel, hubiese salido huyendo a la primera de cambio, sin
atenerse a razones ni explicaciones. Emu estaba muerto en vida, sin lugar a
dudas.
Hylissa
le llevaba la comida, una de las pocas cosas que podía hacer por ellos. Una de
las pocas cosas que, a sus ojos, la tachaban de la lista de "completa inútil". Se desvivía
por intentar que él comiese, aprovechándose un poco de que a ella no la echaba
de la habitación por insistir, como a los demás. El humor de Emu, habitualmente
huraño y taciturno, había empeorado considerablemente. Sin embargo, para
sorpresa de todos, toleraba su presencia mejor que la de cualquiera de sus
hermanos. Ella no había tratado de animarlo, nada podía decirle que sonase
realista o sincero, puesto que qué sabía ella sobre el modo en que terminaría
aquello. Lo que si sabía bien era como estar sin estar. Quizá se le daba mejor
que a ninguno porque apenas conocía al muchacho de cabellos blancos. Eso no
quería decir, en absoluto, que no se sintiese afectada. Yo le gustaba, había
llegado a apreciarlo de verdad. Y algo tan simple para cualquiera era todo un
mundo para Hylissa, alguien a quien prácticamente nadie había tratado bien en
su larga, larguísima vida. Y Yo había hecho mucho más que salvarle la vida;
había sido amable y cariñoso sin esperar nada de ella. Sí, se sentía afectada,
pero comparado con el dolor de los demás, el dolor de sus hermanos, el suyo se
quedaba muy pequeño, al fondo del pasillo. El lugar que ella había ocupado
durante aquellos días horriblemente largos.
Ése
día llegó a la habitación como de costumbre, con la bandeja de comida en sus
manos. Emu estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la
pared. Con aquellos extraños ojos cobres fijos en el bulto inmóvil que yacía en
la cama. Dejó la bandeja a su alcance y fue a sentarse junto a Yo. Tomó una de
sus manos entre las suyas, como hacía el muchacho siempre que hablaban. Un
gesto de lo más corriente que en él resultaba todo lo contrario, quizá por
aquel aura mística que lo envolvía y que no lo abandonaba jamás. Ni durante los
momentos cotidianos. Ciertamente estaba
helado y su respiración era lenta, como si se hallase en letargo. Fácilmente se
le podía haber dado por muerto, si no te fijabas en el pausado ir y venir de su
pecho amortiguado por las mantas. Sacó la pulsera recompuesta de su bolsillo y
la enrolló en su muñeca de nuevo. Llevó después aquella mano fría a su mejilla,
besando la palma, apretándola con suavidad contra ella en un intento vacío de
que despertase. Pero no despertó.
—Habla
con él, Emu. Quizá a ti te escuche. Quizá solo necesite una voz familiar a la
que seguir para encontrar el camino de vuelta…
Hubo
un largo silencio, durante el cual casi olvidó que no estaba sola.
—No
quería que Vörj te acogiese —reconoció Emu con voz ronca, rompiéndolo al fin—. De
no ser por Yo, hubiese tratado de persuadirlo, de quitárselo de la cabeza como
fuese. No es nada personal, Hylissa, pero no quería que tuviese nada que ver
contigo ni con los tuyos.
La
respuesta la pilló totalmente desprevenida. No supo decir qué le había
sorprendido más; la confesión, o el inesperado torrente de palabras.
—No
importa, lo entiendo —dijo—. Solo tratas de protegerlo. De protegerlos a todos.
Realmente
lo entendía. Era una actitud que no se le podía reprochar a nadie. Los suyos, pensó Hylissa, eran conflictivos por naturaleza. Ella lo
sabía mejor que nadie. Cualquiera haría bien en evitarlos.
—En
cambio Yo opina lo contrario. Aunque no es eso ni sus argumentos lo que me
hacen cambiar de opinión.
—¿Y
qué ha sido? —preguntó intrigada—. ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de
opinión?
Otra
pausa.
—Tú
—respondió Emu al fin—. Tú, Hylissa.
Y
si pensaba que no había nada que pudiese sorprenderla más que el hecho de que
ambos estuviesen teniendo una conversación, estaba equivocada. Nunca en su vida
había tenido ocasión de que le importase ser aceptada por los demás o no. Nunca
hasta ahora. No sabía por qué, dioses, pero así era. Aquella manifestación era
un consuelo. Emu la aceptaba; no porque no le quedase más remedio, sino porque
él lo creía justo.
Dejó
a Yo para agacharse frente al pelirrojo, apoyándose en sus rodillas. Él no
estaba a gusto, ni con la cercanía, ni con el contacto, pero no dijo nada al
respecto.
—Come
un poco, Emu —le dijo, tirando con suavidad de un mechón de su cabello—. Y
habla con él. Pídele que vuelva a casa.
Y
fue él, en esa ocasión, el que besó la palma de su mano.
* * *
No
iba a pasar ni un solo día más cruzado de brazos, decidió. Iría en su busca.
Iría a la casa de nuevo. Se presentaría allí con las manos vacías, pero con un
plan. Uno de los malos, pero más que aceptable, dadas las circunstancias.
Fue
en busca de Ash, que estaba en su cuarto. Había pasado tanto tiempo encerrado
allí, como Emu en el suyo, o él mismo fumando en la maldita terraza. No
necesitó explicarle nada a su hermano, puesto que lo leyó en sus ojos.
—¿Estás
seguro? —peguntó.
—Sí.
Y
eso fue todo.
Juntos
fueron a la habitación que Yo y Emu compartían.
Hylissa
estaba con él, sentada a su lado. Muy cerca, dejando atrás la distancia
prudencial de seguridad. Ninguno de los dos parecía especialmente contrariado
por ese motivo, algo que lo sorprendió. Para rizar el rizo, Emu había dejado
los platos limpios.
—¿Qué
sucede? —preguntó Emu incorporándose.
—Me
voy. Vuelvo a la casa. Solo.
—¿Te
has vuelto loco? —dijo su hermano entre dientes, como si gritar pudiese molestar
a Yo—. ¿Es que no hemos tenido bastante?
—No
voy a quedarme aquí… No puedo.
Emu
fue de un lado a otro de la habitación como un animal enjaulado, hasta que
finalmente se detuvo frente a él.
—No
voy a tener esta conversación otra vez, me niego. —dijo señalándolo con el
dedo, sus caras a escasos centímetros la una de la otra.
—Bien,
asunto arreglado, porque yo también me niego.
Se
miraron un buen rato hasta que la lucha de voluntades terminó, tal y como debía
terminar. Se iría, porque no había más que hablar.
Emu
se sentó al borde de la cama, dándole la espalda. Colocando una mano sobre el
pecho de Yo, lo único que podía hacer para sentir que una pequeña parte de él
aún estaba allí, que seguía con vida. Algo que él mismo había hecho siempre que
subía a verlo. Y la estampa solo consiguió reafirmar su decisión de ir en busca
del sumerio.
Dejó
la habitación y bajó, dispuesto a no esperar más.
—Vörj…
—Hylissa lo llamó desde la escalera. El
cabello prendiendo como una antorcha, absorbiendo toda la luz a su alrededor.
Vino a su encuentro agitada y llena de preocupación.
Había
pasado un siglo encerrada en aquel lugar asfixiante, de dónde él la había
sacado solo para encerrarla de nuevo. Una prisión, por muy cómoda que fuese, no
dejaba de ser una prisión. Y él se sentía como un carcelero. Ni siquiera podía
empezar a imaginar lo que debía ser estar encerrado durante tanto tiempo. Todas
las cosas que se había perdido… Podía percibirlo en su forma de moverse por la
casa, o cuando salía al exterior, con una mezcla de asombro y reverencia. Como
si no pudiese creer que ya no estaba en el mismo sitio de siempre. Durante esos
largos y oscuros días, apenas habían cruzado un par de palabras. Sin embargo,
sus ojos parecían destinados a cruzarse sin remedio si estaban lo
suficientemente cerca. Y ambos parecían dispuestos a complacerlos. Él lo
achacaba todo al vínculo, por supuesto. El vínculo era lo que les exigía esa
cercanía. Nada más. Cada vez que se lo repetía le sonaba más falso, cuando
suele ser justo lo contrario, ¿no?
—No
te preocupes, todo saldrá bien —le dijo.
—Tengo
entendido que no eres tú el que puede ver el futuro.
Si
las cosas no hubiesen sido como eran, se hubiese reído a gusto. En cambio dejó
caer una sonrisa triste.
—Si no fuese el caso, si me pasase algo,
Ash sabe qué hacer con la gema. Estarás bien.
—No
es eso lo que me preocupa —susurró bajando la cabeza, ocultando aquellos ojos verdes tras las largas pestañas. La
cogió de la barbilla obligándola a mirarlo de nuevo.
—Estaré bien.
Tenía los labios entreabiertos y sintió el
impulso de besarla. Pero no lo hizo. En su lugar, salió por la puerta y
desapareció.
* * *
Para
ser que la primera vez salió de aquel lugar pensando en que no iba a regresar,
esta ya era la tercera. Maldita fuese su estampa, joder. El sumerio estaba
allí, aguardando, y lo esperó al otro lado de las protecciones. Tampoco iba a
meterse una manzana en la boca y un palo en el culo.
No
podía sentirlo de la misma forma en que sentía a Hylissa, pero cuando salió a
recibirlo no parecía sorprendido.
—Pero en lo
más solitario del desierto tiene lugar la segunda transformación: en león
se transforma aquí el espíritu, quiere conquistar su libertad como se
conquista una presa y ser señor en su propio desierto —recitó Emesh—. Aquí busca a su último señor: quiere convertirse en enemigo de él y de
su último dios, con el gran dragón quiere pelear para conseguir la
victoria. ¿Quién es el gran dragón, al que el espíritu no quiere seguir
llamando señor ni dios? «Tú debes» se llama el gran dragón. Pero el
espíritu del león dice «yo quiero».
—Imagino que eso me deja en el lugar del
león —le dijo.
—De leones y dragones. Aunque yo también… quiero.
—He venido a hacer un trato. Tienes a mi
hermano, quiero que me lo devuelvas.
Emesh lo rodeó caminando despacio,
mesándose la barba con aire de falso interés. No se molestó en seguirlo con la
mirada, ni cuando se puso a su espalda y lo perdió de vista. Ni siquiera iba
armado, al cuerno con todo.
—Me temo que ha habido una confusión,
Viridiel. Yo no tengo a tu hermano y, siguiendo ese fundamento, no puedo
devolvértelo.
Quiso aplastarle la cara de un puñetazo y
seguir. Seguir golpeándolo hasta que fuese un amasijo irreconocible, hasta que
la carne fuese pulpa. Y seguir golpeándolo hasta cansarse -y cabía decir que él
no se cansaba con facilidad-.
—Lo explicaré de una forma que puedas
entender: haremos un trueque, él se va, yo me quedo.
—Bueno,
es cierto que nosotros, los desterrados, tenemos cierta predisposición a los…
trueques —respondió molesto—. Sin embargo, y por mucho que me complaciese el
cambio, no puede ser. Fíjate bien, puedes sentir que no miento.
Era
cierto. Joder, decía la verdad.
Su
hermano le había dicho que ignoraba lo que podía sucederle si trataba de
matarlo y lo conseguía. Se sintió tentado de probar fortuna.
—Morirás
—le dijo el sumerio adivinando sus intenciones. Aunque tampoco había que ser un
consumado experto en la materia de adivinar intenciones: las llevaba escritas
en la cara.
—Tú
también.
—¿Y
merecería la pena? Teniendo en cuenta que no solucionarás lo que te ha traído
hasta aquí… ¿Merecería la pena?
En
ese momento no eran las preguntas correctas. La pregunta que él se hacía era:
¿Sería capaz de controlarse? Le importaba una mierda si merecía la pena o no,
porque los dos estarían muertos, el vínculo enterrado y, fuese lo que fuese lo
que sucediese con Yo, había dos personas que podían hacerse cargo. Muerto el
perro, se acabó la rabia. Solo quedaba un cabo suelto, un fleco que cortar…
Viktor. Él era el que lo hacía dudar. El que sujetaba las ansias desesperadas
de violencia que se agolpaban en su interior. Y eran esas unas ansias que no
atendían a razones. Emesh no lo sabía, no sabía lo cerca que estaba de romper
el dique.
Pensó
fríamente en lo que había hecho Viktor, en lo que sería capaz de hacer cuando
él no estuviese para impedírselo. Había estado a punto de terminar con su vida
y con la de su hermano. Solo la suerte -mirándolo con ojos de gata- lo había
evitado en su caso.
Y
pensando en ella tomó la decisión.