La sangre de
mis hermanos
Había
hecho el camino de vuelta todo lo rápido que dio de sí su cuerpo y a pesar de
ello le había llevado casi tres horas. Faltaba poco para que amaneciese. Había
tenido que salir del perímetro de protecciones del campamento para desvanecerse
y aparecer al borde del suyo propio, recorriendo a pie, de nuevo, el largo
trecho de salvaguardas. Cuando vio el pequeño valle salpicado por las tiendas
apretó aún más la carrera. Todo estaba tranquilo. No, tranquilo no, se
corrigió, el nerviosismo propio de antes de una batalla envolvía cada rincón. Pero
aún no había comenzado. Oh, padre, había llegado a tiempo…
Estaba
ya junto a la pequeña carpa dónde los serafines se reunían cuando alguien gritó
su nombre. Se giró y vio a Yo, dirigiéndose con paso ligero hacia ella.
—¿Y
Emu? —le preguntó. Había ansiedad en su voz, aunque trataba de disimularla. Y
lo habría conseguido de no conocerlo ella tan bien como lo conocía.
—No
ha vuelto conmigo, pero está bien —añadió esto último para tranquilizarlo,
aunque ignoraba si era cierto—. Tengo que entrar ahí, Yo, no podemos perder el
tiempo...
—Necesito
hablar contigo —dijo. Y eso sonó aún peor.
—Después.
Hablamos después.
Cerró
la conversación siguiendo su camino. Porque era cierto, no tenía tiempo, y porque
tampoco quería darle más detalles sobre las decisiones de Emu. Dijese lo que
dijese sólo serviría para preocuparlo aún más. En cuanto a lo otro... Bueno, no
quería saber lo que él tenía que decirle. Al menos no ahora mismo, con todo
aquello encima.
Entró
en la atestada tienda y todas las cabezas se volvieron hacia ella, excepto las
tres que estaban inclinadas sobre los mapas. Dos rubias y una morena, Vörj,
Viktor y Ash. Tardaron unos momentos en darse cuenta de que había regresado, y
mucho menos en advertir que había regresado sola.
—¿Dónde
está? —preguntó Vörj.
Sus
ojos dorados brillaban con intensidad, el ceño fruncido, como siempre que
andaba rodeado de problemas, que era su estado natural. No llevaba la armadura
propia de los serafines de su círculo, adornada con el emblema de Miguel. No se
la había vuelto a poner desde que todos ellos se fuesen. Vestía el sencillo
peto negro con el que se lo había visto siempre desde aquel día. Avdel estaba
enfundada a su espalda, con la brillante empuñadura cubierta por tiras de suave
cuero. Viktor, en cambio, sí la lucía de aquella forma regia y estirada, como
sólo él sabía. Aprovecharía cualquier ocasión para dejar patente su rango, y
estaba segura de que se alegraba secretamente de que Viridiel no vistiese el
oro para que no le hiciese sombra. Sin embargo, por mucho que él se esmerase, y
por mucho qué Vörj se cubriese de barro de la cabeza a los pies, seguiría quedando
en segundo lugar. Viktor no tenía ni su presencia, ni su carisma, ni mucho
menos su temple. Era un hombre envidioso que anhelaba todo aquello que no podía
tener. Incluido a su hermano y sus logros. Sin embargo Viridiel no parecía
darse cuenta, o no le daba importancia. Lo dejaba pavonearse haciendo gala de
unos méritos que nunca estarían a su altura sin prestarle demasiada atención. Y
él ignoraba todo aquello, quien sabía si deliberadamente o por verdadero desconocimiento,
y lo invitaba a su casa, dónde siempre era bien recibido.
Carraspeó
para aclararse la garganta; su explicación fue breve y concisa. Relató todo
cuánto habían visto al llegar al campamento, haciendo especial hincapié sobre
las sospechas de Emu. Vörj suspiró cansado cuando ella terminó de hablar.
Habría maldecido, de estar a solas. Pero no lo estaba, y no exteriorizaría
ninguna emoción a parte de las obvias. En lugar de dejarse llevar dio las
órdenes pertinentes y desalojó la tienda.
Ella
esperó a que todos saliesen, mientras su mano rozaba discretamente la mano de
Arikel. Y cuándo sólo quedaros ellos dos, únicamente entonces, se permitió
tocarlo abiertamente. Le pasó los dedos por el largo cabello oscuro y él cerró
los ojos unos instantes. Sabía que le gustaba aquello, que le acariciase el
pelo de esa forma. Sólo con ella tenía esa clase de intimidad. Pese a que el
contacto era frecuente entre sus hermanos a él no le gustaba, y ellos se
mantenían al margen por respeto a sus deseos. Incluso Yo, aunque le costase
verdaderos esfuerzos. Ash cogió su mano y se la llevó a los labios, besando los
nudillos como tantas otras veces, aún con los ojos cerrados. Estaba agotado.
Agotado del constante bombardeo de información. Saturado entre tanta gente que
iba y venía. Apretó su mano con fuerza para darle ánimos, y lo ayudó a ceñirse
las hojas curvas a la cintura.
Y
así, sin intercambiar ni una sola palabra, salieron de la tienda uniéndose a
los demás para recorrer el camino que los separaba del alba. El camino que
separaba la vida de la muerte. Y Yo estaba ahí, viéndolos partir en silencio,
observándola con los labios fruncidos por las palabras que se había callado.
Se
movieron por la vaguada hasta la posición correcta, repartiéndose en ambos lados.
Ella subió por la pendiente con el resto de los arqueros, hasta allí dónde
tendrían una buena visibilidad.
Y
esperaron.
Aún
desde aquella distancia, podía verlo. No distinguía su rostro, pero sí la larga
melena negra agitada por el viento. Su cabeza pegada a la de su hermano, como
siempre, codo con codo. De vez en cuando se volvía y miraba hacia arriba, dónde
sabía que estaba ella. Y mientras los minutos transcurrían de esa forma lenta
que precede al caos y a la tempestad, deseó estar de vuelta en casa, con él.
Tumbados sobre la hierba del enorme patio trasero, contemplando la salida del
sol, ocultándose tras la cortina de su negro cabello mientras Arikel la besaba,
sin pensar en nada más, como los niños que nunca fueron.
El
cielo fue aclarándose, dejando paso a una mañana turbia y plomiza. Olía a
tormenta y a tierra revuelta, como siempre que se derramaba sangre. Y fue
durante el transcurso de aquel oscuro amanecer que escucharon el grave sonido
del cuerno de guerra, hendiendo el aire como un lamento, preludio de todos los
que vendrían después. Y enseguida vieron las primeras siluetas recortadas por
la débil luz que las iluminaba, avanzando despacio, como un fantasmal cortejo
fúnebre. Y lo que tenían ante ellos se correspondía con las huellas que Emu le
había mostrado: Las Plagas.
Iban
a la cabeza del enorme ejército que se aproximaba inexorablemente, marcando el
principio del final; pues lo que ante ellos se perfilaba era algo que su pueblo
jamás había presenciado. Algo distinto a todo lo acontecido anteriormente. Caminaban,
algunas erguidas sobre las dos piernas, otras a cuatro patas. Correrían veloces
como animales tras sus presas cuando llegase el momento. Cuando les diesen
rienda suelta. De apariencia humanoide, sus caras, máscaras grotescas de
narices chatas. Caras partidas en dos por las enormes brechas que eran aquellas
horribles bocas, siempre abiertas en una sonrisa voraz. Bocas dotadas de
afilados dientes y largos colmillos para desgarrar la carne. De apariencia
humanoide, puesto que aquellos seres fueron en tiempos sus propios hermanos y
hermanas. Aquellos que, al marcharse Él,
habían perdido su Gracia y habían sido juzgados con severidad tras revelarse.
Era necesario, habían dicho entonces tratando de justificarse los que
decretaban la sentencia, imponer un orden. Evitar más alzamientos con un
castigo ejemplar. Y, ciertamente, lo habían conseguido. Los sobrevinieron las
guerras que los mermaron hasta lo que eran ahora, hasta lo indecible. Pero no
hubo ni un solo alzamiento más. Ni uno solo…
Porque había castigos peores que el
destierro…
Castigos
peores que la muerte.
Lo
que muchos llaman infierno no es más
que otro plano de existencia. Uno de tantos. Uno cerrado con llave... Y abrir
aquella puerta era algo que les estaba prohibido. Contemplar el avance de las Plagas era el testimonio de hasta
dónde podían llegar las cosas. Y, en aquel oscuro amanecer lleno de sombras,
las cosas habían llegado demasiado lejos. Ahora solo quedaba pagar el precio.
Escuchó
los susurros de los demás mientras el desánimo se apoderaba de ellos. Rezó al Padre para que el serafín se manejase
bien con aquellas emociones, lanzándolas contra sus enemigos –sus propios hermanos–.
Algunos sucumbirían a ellas y se abandonarían bajo el filo de las hojas, pero
siempre quedarían más. Porque era cierto, Emu tenía razón... Realmente eran
muchos. Muchos más de los que habían imaginado que serían.
Preparó
el arco y dejó de pensar cuándo las órdenes se sobrepusieron a todo lo demás. Inhaló
y retuvo el aire en los pulmones mientras apuntaba, esperando. Hasta que llegó
el momento y soltó la flecha, dejándola ir, acompañada por las otras, en la
primera lluvia oscura de aquella mañana turbia y plomiza.
* * *
Cuando
Emu volvió en sí ya había amanecido y la suave luz se filtraba por la puerta de
lona de la tienda. No sabía decir cuánto tiempo había pasado desde que perdió
el conocimiento... Demasiado, en cualquier caso. Tenía un dolor sordo en la
nuca y no podía decidir si se debía a un golpe o a alguna otra causa. Enseguida
reparó en que no podía moverse. No porque estuviese atado... Eran ligaduras de
otro tipo, sin necesidad de cuerdas y mucho más efectivas.
Habían
sido unas voces lo que lo había despertado. Reconoció la de Jeremiel, pero no
la otra.
—Te
dije que te deshicieses de él. ¿Por qué no lo has hecho? —decía el desconocido.
—Porque
por mucho que te guste, no puedes controlarlo todo —respondió la voz de
Jeremiel. Sonaba enfadada, casi furiosa.
—Si
estuviese con los demás terminaría muerto de todas formas...
Cerró
los ojos de nuevo y se quedó inmóvil, tratando de aparentar que seguía
inconsciente.
—Yo
decidiré lo que hago con él.
—En
el fondo… eres un sentimental.
Había
cierto toque de burla en aquella voz anónima. Y también desprecio. Escuchó unos
pasos que se alejaban, el sonido del roce de la lona de la tienda al moverse
cuando alguien salió de ella. Se arriesgó a abrir los ojos y se encontró con
los de Jeremiel mirándolo fijamente.
—¿Qué
voy a hacer contigo, Emu? —dijo pensativo, casi más para sí mismo que para él.
—¿Qué
tal si rompes esto y me dejas volver con mis hermanos? —sugirió, refiriéndose a
la energía que lo envolvía como una fuerte tela de araña—. Si a fin de cuentas
voy a morir igualmente, te ahorrarías el mancharte las manos...
—Deberías
haber vuelto con ellos cuándo tuviste ocasión.
—Vine
porque no creía que tuvieses nada que ver con esto. ¿Quién es? Ese hombre... ¿Es
el que está al mando ahora?
Vio
el destello colérico en los ojos marrones. Sí, pensó, por ahí iba bien...
—Nunca
quise que pasase esto. Hasta yo tengo mis límites, Elariel. Sólo que a veces...
—dijo, haciendo a un lado la ira para sonreír con pesar—. A veces me dejo
llevar.
—Aún
podrías ponerle remedio. No es demasiado tarde... Suéltame y te ayudaré.
—Arael...
el León de Dios —Jeremiel caminó por la estancia, de nuevo ensimismado—.
Pensé que si lo dejaba hacer me sentiría menos culpable cuando todo terminase.
Arael...
Había sido uno de los arcángeles. Fue degradado en su día y, aunque no se
marchó con los demás, hacía tiempo que no escuchaba aquel nombre. No le
extrañaba que los serafines hubiesen perdido el juicio tomando algunas malas
decisiones. La presencia de un arcángel, pese a su mácula, los atraía como la
llama a las polillas.
—Jeremiel
—lo llamó. Y el hombre se volvió hacia él mirándolo realmente por primera vez, como
si no hubiese reparado en su presencia hasta entonces—… Déjame hacer lo
correcto. Ayúdame, o deja que sea yo el que te ayude a ti.
El
serafín caminó hasta Emu y se arrodilló a su lado, moviendo los dedos sobre las
invisibles ataduras. Jeremiel, al igual que Yo, era un tejedor. Uno de los
mejores. Aunque a diferencia de su hermano, él sí utilizaba sus dones para
otros fines muy diferentes y variados.
Se
sintió libre de moverse por fin. Tenía los músculos entumecidos y tardó unos
instantes en recuperar la circulación en los hombros, que habían estado
retorcidos hacia detrás durante todo el tiempo. El dolor de la nuca se desplazó
hasta la cabeza en pulsaciones rítmicas, produciéndole una terrible agonía. Intentó
levantarse, pero Jeremiel se lo impidió.
—Déjame
aliviarte, Elariel —le dijo utilizando su verdadero nombre, como había hecho Emu
momentos antes en un gesto íntimo que hacía mucho que no compartían, dejando
que la resonancia casi magnética de las palabras vibrase entre ambos. Y cuando
lo pronunció sonó como siempre, como un fruto prohibido en su boca, como si no
hubiese pasado el tiempo, ni todo lo demás. Colocó las manos a ambos lados de su
cabeza y cerró los ojos concentrándose, tejiendo la calma sobre el dolor—. No
poseo sus dotes para la sanación,
pero esto servirá de momento.
Y
se refería a Yo, por supuesto. A él nunca lo había llamado por su nombre. No
por el auténtico, puesto que lo ignoraba, si no por el que era comúnmente
conocido. Jamás. Porque desde que Yo y él estaban juntos, su amistad con
Jeremiel se había enfriado. Porque, aunque había tratado de explicárselo mucho
antes de conocer a Yo, Jeremiel no entendió que no desease nada más que amistad
tras poner fin a su relación. Contrariamente a lo que Jeremiel creía, Yeialel
no había sido la causa de su distanciamiento. Sí, en cambio, su forma de
comportarse al saber que había escogido a otro... Y todo eso seguía allí,
después de tantísimo tiempo. Después de eones. Seguía allí con el tacto
familiar de aquellas manos sobre su cabeza. A veces, las rocas se convertirían
en polvo antes de que algunas cosas pudiesen cambiar. Le bastó mirarlo a los
ojos de nuevo, cuando él los abrió al terminar, para comprobarlo. Y, una vez
más, agradeció que no dijese nada al respecto, porque no había nada que decir.
El
dolor remitió y se puso en pie. Salieron de la tienda rumbo a otra de las que
había en las inmediaciones. Cuándo los demás lo vieron, Jeremiel alzó la mano y
detuvo las protestas antes de que se produjesen. Al pasar al interior un
conocido olor dulzón lo asaltó. El olor dulzón y metálico de la sangre.
Arael
estaba de pie dentro de un círculo de runas rojas, murmurando una letanía que
sonaba tan lejana como él mismo.
Un
arcángel. Aquí. Caminando nuevamente entre ellos.
Tenían
que sacarlo de ahí si querían detenerlo de algún modo, puesto que las runas de
invocación funcionaban también como barreras una vez dentro. Jeremiel debió
considerar lo mismo cuando lo envistió sin pararse a pensar siquiera. Y fue una
decisión acertada, decidió, cuándo vio la cara de sorpresa de Arael al caer al
suelo fuera del círculo.
Emu
se concentró acumulando la energía de su interior, sintiendo las emanaciones de
calor a medida que la condensaba. Y cuando Jeremiel consiguió alejarse un poco
de él aprovechó para prender la llama, fijando su atención en la cara del
hombre. Contempló cómo aparecían las ampollas y se abría después la carne.
Agrietándose, resquebrajándose, brillando como si escondiese ascuas bajo la
piel. Arael gritó y los miró a ambos con el único ojo por el que aún era capaz
de ver; había incredulidad y rabia, y trató de salir desgarrando la lona de la
pared de la tienda. Y lo consiguió.
—Deja
que se vaya —dijo Jeremiel, sujetándolo del brazo cuándo intentó ir tras él—. Hay
que romper el círculo, eso es lo único que importa ahora.
El
serafín se puso en pie con dificultad, y pareció que hubiese envejecido un
millón de años en aquellos escasos segundos.
* * *
¿Por
qué empiezan casi todas las guerras?
Por
cosas de las que después, nadie se acuerda…
Respiraba
con dificultad, agotada después de varias horas sin descanso. Habían disparado
hasta que la corta distancia entre ellos se lo había impedido, hasta que unos y
otros quedaron mezclados resultando casi imposible distinguirlos. Llegados a
ese punto, bajaron para unirse a los demás. El enemigo, en cambio, había
seguido disparando. Pues la primera línea, las Plagas, era totalmente prescindible y mucho más difícil de
exterminar. Muchos habían caído bajo las oleadas de flechas del bando contrario,
y también bajo aquellas garras que una vez fueron manos. Manos que tallaban, o
tocaban instrumentos. Manos que trabajaban estas tierras, teñidas ahora de
sangre.
Vörj –Viridiel–, permanecía en el
centro, evitando que todo se desmoronase, moldeando oleadas de terror y
desesperación a su antojo mientras blandía aquella maldita espada, que brillaba
por encima de todas las demás. Concentrado, no solo en darles muerte, sino en
despojarlos del deseo de vivir. Todos
reconocían la hoja y, por mucho que se escondiese tras el peto negro, también
lo reconocían a él. Vörj, con su larga cabellera de león ondeando como una
bandera dorada, brillando tanto o más que la propia espada. Miguel se la había entregado en lo
que ahora se le antojaba el principio de todas las cosas. Se contaban de ella
muchas historias, pues estaba impregnada tanto de relatos –ciertos o no– como
de sangre. Se decía que había sido la primera espada que su pueblo había
forjado. Miguel se la había entregado, por orden de su Padre, a pesar de su reticencia a empuñarla. Y por eso debía ser él
el que lo hiciese, y ningún otro. Porque el serafín no era un hombre que
disfrutase desempeñando su papel, aunque cumpliese su cometido con honor y
rectitud. Viridiel, la mano derecha de Miguel. Mano y metal, compartiendo un
destino. Y viéndolo allí, brillando en medio de todo, como siempre, no le
costaba adivinar porqué, de entre sus hijos,
había sido escogido. Porqué había sido tocado por Él de aquel modo, puesto que su don con la espada no era el único
que poseía. El verdadero don del serafín era el poder que ejercía sobre las
emociones, algo que tenía efectos devastadores en el campo de batalla, dónde éstas
se hallaban sobre la piel. Su taciturno estado de ánimo se mezclaba con el eco
de la tormenta. La controlaba atrayéndola; una tormenta de caos y pesar llena
de lamentos, que había roto en innumerables ocasiones las defensas enemigas,
entretejiendo aquella oscura melodía que los arrastraba a todos. La atraía,
mientras el filo de Avdel, servidor de
Dios, se hundía en la carne una y otra vez.
Pero
nada parecía resultar efectivo contra las Plagas,
que se introducían dentro de sus filas como un tumor imposible de extirpar. Era
mucho más complicado terminar con ellas que con sus hermanos, puesto que, una
vez desterradas, ya no obedecían a sus leyes, ni a las de las runas grabadas en
el filo de sus hojas. Hasta que, cuando las cosas se empezaron a poner
difíciles de verdad, simplemente desaparecieron, dejando una estela de
incredulidad tras ellas.
La
alegría duró poco: ya habían provocado la destrucción suficiente como para
desequilibrar la balanza. Avanzó en busca de Vörj y de Ash, que permanecían
juntos aún, como siempre, hasta el centro. Hasta las primeras líneas. Y allí
sudaron y sangraron los tres, con el resto de sus hermanos. Un buen rato
después perdió de vista a Ash cuando él se alejó por el flanco con algunos más
para reforzarlo. No saber dónde estaba la inquietaba, pero tampoco podía ir tras
él en un intento de localizarlo de nuevo, ni siquiera podía pararse a pensar
demasiado en ello. Sólo en tratar de hundir los estiletes en el mayor número de
cuerpos posible antes de que todo terminase, de una forma o de otra.
Mantener
la posición había sido el objetivo durante toda la jornada. Habían aguantado
bien... un tiempo. El valle era estrecho, y pese a que los superaban en número,
no los dejaron pasar fácilmente. Sin embargo, las incontables bajas, el
agotamiento y la incesante marea en movimiento que sustituía siempre a los enemigos
caídos, hacía mella en todos ellos. El otro flanco no tardó en desmoronarse, y
fue por ahí por dónde entraron sin piedad. Fue por ahí por dónde comenzó el
principio del fin. Buscó con angustia la oscura cabeza de Arikel, intentando
distinguirlo entre el caos, encontrándolo no muy lejos de ella manteniendo lo
que quedaba de sus defensas. Se debatió entre quedarse en el frente o ir a su
lado, hasta que Vörj le hizo un gesto indicándole que permaneciese con él, terminando
así con sus dudas. Y lo daban todo por perdido cuando el sonido del cuerno
volvió a rasgar el aire. Y escucharon un segundo toque siguiendo al primero. Y contemplaron,
estupefactos, como comenzaron a replegarse.
Pensó
en Emu. Había pensado en él varias veces a lo largo de la funesta mañana, preguntándose
qué estaría haciendo y a qué habría querido referirse exactamente con aquello
de «intentarlo a su manera». Y supo que, de alguna forma, lo había
conseguido. Miró a su alrededor, mientras sus hermanos gritaban de alegría, y
poder contemplar el espectáculo dantesco que los rodeaba casi la hizo gritar
también, aunque no por los mismos motivos que gritaban ellos. A su alrededor se
extendía la desolación hasta dónde alcanzaba la vista; el valle entero estaba
teñido de rojo, salpicado de cuerpos, de unos y de otros. Como siempre. Las
oscuras nubes se movían deprisa, trayendo la tormenta que descargaría sobre
todos en cualquier momento. Aunque ahora ya no podía olerla, el hedor de la
sangre tapaba todo lo demás. Observó a Vörj, y tampoco vio síntoma alguno de
alegría en él. Iba a volverse en busca de Ash cuando algo la clavó al suelo de
golpe. Vio la sorpresa y la alarma en el rostro del serafín, abriéndose camino
entre toda aquella suciedad y sangre reseca.
Y
entendió.
Uno
de los rezagados arrojó una lanza sobre ella con una puntería perfecta,
atravesándola de lado a lado. Se había despistado unos segundos; a fin de
cuentas, su exceso de confianza sí la había matado. Allí estaba expuesta y casi
todos la consideraban una abominación, los demás círculos la despreciaban y la
odiaban... a pesar de que nadie le había preguntado jamás si la historia que se
contaba era cierta. Simplemente la dieron por sentada. Hasta aquellos por los
que hubiese dado la vida a lo largo de esa mañana turbia recelaban de ella. Y
ahora, despistarse tan sólo unos segundos, la había convertido en presa. Esa
noche alguien contaría a los demás cómo había terminado con la mestiza que
soliviantaba los ánimos de unos y otros. Quiso reírse imaginando un buen puñado
de ojos brillantes admirados, pero únicamente un estertor sangriento se escapó
de sus labios.
No
había dolor. Sólo la imperiosa necesidad de dejarse llevar, como una hoja
arrastrada por el viento. Muchas veces se había preguntado cómo sería y ahora
ya conocía la respuesta. Se alegró de ser ella la que se fuese primero, de no
tener que sobrevivirlo a él. Y también se alegró, al verse reflejada en los
dorados pozos del serafín, que trataba de sostenerla para liberar la lanza de
la tierra, de no ver el terror de la certeza en los ojos grises de Arikel.
Grises, como la tormenta que estaba a punto de descargar, pensó. Nunca le
habían gustado las despedidas. Y recordando el suave tacto de su cabello cuando
lo acariciaba, sonrió una última vez.
Y
se dejó llevar. Como una hoja arrastrada por el viento, se dejó llevar.
Khara
murió en paz, tranquila, de una forma completamente distinta a cómo había
vivido, justo cuándo las primeras gotas comenzaron a caer sobre la hierba
teñida de rojo.