Segunda parte




La sangre de mis hermanos




       Había hecho el camino de vuelta todo lo rápido que dio de sí su cuerpo y a pesar de ello le había llevado casi tres horas. Faltaba poco para que amaneciese. Había tenido que salir del perímetro de protecciones del campamento para desvanecerse y aparecer al borde del suyo propio, recorriendo a pie, de nuevo, el largo trecho de salvaguardas. Cuando vio el pequeño valle salpicado por las tiendas apretó aún más la carrera. Todo estaba tranquilo. No, tranquilo no, se corrigió, el nerviosismo propio de antes de una batalla envolvía cada rincón. Pero aún no había comenzado. Oh, padre, había llegado a tiempo…
       Estaba ya junto a la pequeña carpa dónde los serafines se reunían cuando alguien gritó su nombre. Se giró y vio a Yo, dirigiéndose con paso ligero hacia ella.
       —¿Y Emu? —le preguntó. Había ansiedad en su voz, aunque trataba de disimularla. Y lo habría conseguido de no conocerlo ella tan bien como lo conocía.
       —No ha vuelto conmigo, pero está bien —añadió esto último para tranquilizarlo, aunque ignoraba si era cierto—. Tengo que entrar ahí, Yo, no podemos perder el tiempo...
       —Necesito hablar contigo —dijo. Y eso sonó aún peor.
       —Después. Hablamos después.
       Cerró la conversación siguiendo su camino. Porque era cierto, no tenía tiempo, y porque tampoco quería darle más detalles sobre las decisiones de Emu. Dijese lo que dijese sólo serviría para preocuparlo aún más. En cuanto a lo otro... Bueno, no quería saber lo que él tenía que decirle. Al menos no ahora mismo, con todo aquello encima. 

       Entró en la atestada tienda y todas las cabezas se volvieron hacia ella, excepto las tres que estaban inclinadas sobre los mapas. Dos rubias y una morena, Vörj, Viktor y Ash. Tardaron unos momentos en darse cuenta de que había regresado, y mucho menos en advertir que había regresado sola.
       —¿Dónde está? —preguntó Vörj.
       Sus ojos dorados brillaban con intensidad, el ceño fruncido, como siempre que andaba rodeado de problemas, que era su estado natural. No llevaba la armadura propia de los serafines de su círculo, adornada con el emblema de Miguel. No se la había vuelto a poner desde que todos ellos se fuesen. Vestía el sencillo peto negro con el que se lo había visto siempre desde aquel día. Avdel estaba enfundada a su espalda, con la brillante empuñadura cubierta por tiras de suave cuero. Viktor, en cambio, sí la lucía de aquella forma regia y estirada, como sólo él sabía. Aprovecharía cualquier ocasión para dejar patente su rango, y estaba segura de que se alegraba secretamente de que Viridiel no vistiese el oro para que no le hiciese sombra. Sin embargo, por mucho que él se esmerase, y por mucho qué Vörj se cubriese de barro de la cabeza a los pies, seguiría quedando en segundo lugar. Viktor no tenía ni su presencia, ni su carisma, ni mucho menos su temple. Era un hombre envidioso que anhelaba todo aquello que no podía tener. Incluido a su hermano y sus logros. Sin embargo Viridiel no parecía darse cuenta, o no le daba importancia. Lo dejaba pavonearse haciendo gala de unos méritos que nunca estarían a su altura sin prestarle demasiada atención. Y él ignoraba todo aquello, quien sabía si deliberadamente o por verdadero desconocimiento, y lo invitaba a su casa, dónde siempre era bien recibido.  
       Carraspeó para aclararse la garganta; su explicación fue breve y concisa. Relató todo cuánto habían visto al llegar al campamento, haciendo especial hincapié sobre las sospechas de Emu. Vörj suspiró cansado cuando ella terminó de hablar. Habría maldecido, de estar a solas. Pero no lo estaba, y no exteriorizaría ninguna emoción a parte de las obvias. En lugar de dejarse llevar dio las órdenes pertinentes y desalojó la tienda.
       Ella esperó a que todos saliesen, mientras su mano rozaba discretamente la mano de Arikel. Y cuándo sólo quedaros ellos dos, únicamente entonces, se permitió tocarlo abiertamente. Le pasó los dedos por el largo cabello oscuro y él cerró los ojos unos instantes. Sabía que le gustaba aquello, que le acariciase el pelo de esa forma. Sólo con ella tenía esa clase de intimidad. Pese a que el contacto era frecuente entre sus hermanos a él no le gustaba, y ellos se mantenían al margen por respeto a sus deseos. Incluso Yo, aunque le costase verdaderos esfuerzos. Ash cogió su mano y se la llevó a los labios, besando los nudillos como tantas otras veces, aún con los ojos cerrados. Estaba agotado. Agotado del constante bombardeo de información. Saturado entre tanta gente que iba y venía. Apretó su mano con fuerza para darle ánimos, y lo ayudó a ceñirse las hojas curvas a la cintura.
       Y así, sin intercambiar ni una sola palabra, salieron de la tienda uniéndose a los demás para recorrer el camino que los separaba del alba. El camino que separaba la vida de la muerte. Y Yo estaba ahí, viéndolos partir en silencio, observándola con los labios fruncidos por las palabras que se había callado.


       Se movieron por la vaguada hasta la posición correcta, repartiéndose en ambos lados. Ella subió por la pendiente con el resto de los arqueros, hasta allí dónde tendrían una buena visibilidad. 
       Y esperaron.
       Aún desde aquella distancia, podía verlo. No distinguía su rostro, pero sí la larga melena negra agitada por el viento. Su cabeza pegada a la de su hermano, como siempre, codo con codo. De vez en cuando se volvía y miraba hacia arriba, dónde sabía que estaba ella. Y mientras los minutos transcurrían de esa forma lenta que precede al caos y a la tempestad, deseó estar de vuelta en casa, con él. Tumbados sobre la hierba del enorme patio trasero, contemplando la salida del sol, ocultándose tras la cortina de su negro cabello mientras Arikel la besaba, sin pensar en nada más, como los niños que nunca fueron.
       El cielo fue aclarándose, dejando paso a una mañana turbia y plomiza. Olía a tormenta y a tierra revuelta, como siempre que se derramaba sangre. Y fue durante el transcurso de aquel oscuro amanecer que escucharon el grave sonido del cuerno de guerra, hendiendo el aire como un lamento, preludio de todos los que vendrían después. Y enseguida vieron las primeras siluetas recortadas por la débil luz que las iluminaba, avanzando despacio, como un fantasmal cortejo fúnebre. Y lo que tenían ante ellos se correspondía con las huellas que Emu le había mostrado: Las Plagas.
       Iban a la cabeza del enorme ejército que se aproximaba inexorablemente, marcando el principio del final; pues lo que ante ellos se perfilaba era algo que su pueblo jamás había presenciado. Algo distinto a todo lo acontecido anteriormente. Caminaban, algunas erguidas sobre las dos piernas, otras a cuatro patas. Correrían veloces como animales tras sus presas cuando llegase el momento. Cuando les diesen rienda suelta. De apariencia humanoide, sus caras, máscaras grotescas de narices chatas. Caras partidas en dos por las enormes brechas que eran aquellas horribles bocas, siempre abiertas en una sonrisa voraz. Bocas dotadas de afilados dientes y largos colmillos para desgarrar la carne. De apariencia humanoide, puesto que aquellos seres fueron en tiempos sus propios hermanos y hermanas. Aquellos que, al marcharse Él, habían perdido su Gracia y habían sido juzgados con severidad tras revelarse. Era necesario, habían dicho entonces tratando de justificarse los que decretaban la sentencia, imponer un orden. Evitar más alzamientos con un castigo ejemplar. Y, ciertamente, lo habían conseguido. Los sobrevinieron las guerras que los mermaron hasta lo que eran ahora, hasta lo indecible. Pero no hubo ni un solo alzamiento más. Ni uno solo…
       Porque había castigos peores que el destierro…
       Castigos peores que la muerte.
       Lo que muchos llaman infierno no es más que otro plano de existencia. Uno de tantos. Uno cerrado con llave... Y abrir aquella puerta era algo que les estaba prohibido. Contemplar el avance de las Plagas era el testimonio de hasta dónde podían llegar las cosas. Y, en aquel oscuro amanecer lleno de sombras, las cosas habían llegado demasiado lejos. Ahora solo quedaba pagar el precio.
       Escuchó los susurros de los demás mientras el desánimo se apoderaba de ellos. Rezó al Padre para que el serafín se manejase bien con aquellas emociones, lanzándolas contra sus enemigos –sus propios hermanos–. Algunos sucumbirían a ellas y se abandonarían bajo el filo de las hojas, pero siempre quedarían más. Porque era cierto, Emu tenía razón... Realmente eran muchos. Muchos más de los que habían imaginado que serían.
       Preparó el arco y dejó de pensar cuándo las órdenes se sobrepusieron a todo lo demás. Inhaló y retuvo el aire en los pulmones mientras apuntaba, esperando. Hasta que llegó el momento y soltó la flecha, dejándola ir, acompañada por las otras, en la primera lluvia oscura de aquella mañana turbia y plomiza.



*  *  *



       Cuando Emu volvió en sí ya había amanecido y la suave luz se filtraba por la puerta de lona de la tienda. No sabía decir cuánto tiempo había pasado desde que perdió el conocimiento... Demasiado, en cualquier caso. Tenía un dolor sordo en la nuca y no podía decidir si se debía a un golpe o a alguna otra causa. Enseguida reparó en que no podía moverse. No porque estuviese atado... Eran ligaduras de otro tipo, sin necesidad de cuerdas y mucho más efectivas. 
       Habían sido unas voces lo que lo había despertado. Reconoció la de Jeremiel, pero no la otra.
       —Te dije que te deshicieses de él. ¿Por qué no lo has hecho? —decía el desconocido.
       —Porque por mucho que te guste, no puedes controlarlo todo —respondió la voz de Jeremiel. Sonaba enfadada, casi furiosa.
       —Si estuviese con los demás terminaría muerto de todas formas...
       Cerró los ojos de nuevo y se quedó inmóvil, tratando de aparentar que seguía inconsciente.
       —Yo decidiré lo que hago con él.
       —En el fondo… eres un sentimental.
       Había cierto toque de burla en aquella voz anónima. Y también desprecio. Escuchó unos pasos que se alejaban, el sonido del roce de la lona de la tienda al moverse cuando alguien salió de ella. Se arriesgó a abrir los ojos y se encontró con los de Jeremiel mirándolo fijamente.
       —¿Qué voy a hacer contigo, Emu? —dijo pensativo, casi más para sí mismo que para él.
       —¿Qué tal si rompes esto y me dejas volver con mis hermanos? —sugirió, refiriéndose a la energía que lo envolvía como una fuerte tela de araña—. Si a fin de cuentas voy a morir igualmente, te ahorrarías el mancharte las manos...
       —Deberías haber vuelto con ellos cuándo tuviste ocasión.
       —Vine porque no creía que tuvieses nada que ver con esto. ¿Quién es? Ese hombre... ¿Es el que está al mando ahora?
       Vio el destello colérico en los ojos marrones. Sí, pensó, por ahí iba bien...
       —Nunca quise que pasase esto. Hasta yo tengo mis límites, Elariel. Sólo que a veces... —dijo, haciendo a un lado la ira para sonreír con pesar—. A veces me dejo llevar.
       —Aún podrías ponerle remedio. No es demasiado tarde... Suéltame y te ayudaré.
       —Arael... el León de Dios —Jeremiel caminó por la estancia, de nuevo ensimismado—. Pensé que si lo dejaba hacer me sentiría menos culpable cuando todo terminase.
       Arael... Había sido uno de los arcángeles. Fue degradado en su día y, aunque no se marchó con los demás, hacía tiempo que no escuchaba aquel nombre. No le extrañaba que los serafines hubiesen perdido el juicio tomando algunas malas decisiones. La presencia de un arcángel, pese a su mácula, los atraía como la llama a las polillas.
       —Jeremiel —lo llamó. Y el hombre se volvió hacia él mirándolo realmente por primera vez, como si no hubiese reparado en su presencia hasta entonces—… Déjame hacer lo correcto. Ayúdame, o deja que sea yo el que te ayude a ti.
       El serafín caminó hasta Emu y se arrodilló a su lado, moviendo los dedos sobre las invisibles ataduras. Jeremiel, al igual que Yo, era un tejedor. Uno de los mejores. Aunque a diferencia de su hermano, él sí utilizaba sus dones para otros fines muy diferentes y variados.
       Se sintió libre de moverse por fin. Tenía los músculos entumecidos y tardó unos instantes en recuperar la circulación en los hombros, que habían estado retorcidos hacia detrás durante todo el tiempo. El dolor de la nuca se desplazó hasta la cabeza en pulsaciones rítmicas, produciéndole una terrible agonía. Intentó levantarse, pero Jeremiel se lo impidió.
       —Déjame aliviarte, Elariel —le dijo utilizando su verdadero nombre, como había hecho Emu momentos antes en un gesto íntimo que hacía mucho que no compartían, dejando que la resonancia casi magnética de las palabras vibrase entre ambos. Y cuando lo pronunció sonó como siempre, como un fruto prohibido en su boca, como si no hubiese pasado el tiempo, ni todo lo demás. Colocó las manos a ambos lados de su cabeza y cerró los ojos concentrándose, tejiendo la calma sobre el dolor—. No poseo sus dotes para la sanación, pero esto servirá de momento.
       Y se refería a Yo, por supuesto. A él nunca lo había llamado por su nombre. No por el auténtico, puesto que lo ignoraba, si no por el que era comúnmente conocido. Jamás. Porque desde que Yo y él estaban juntos, su amistad con Jeremiel se había enfriado. Porque, aunque había tratado de explicárselo mucho antes de conocer a Yo, Jeremiel no entendió que no desease nada más que amistad tras poner fin a su relación. Contrariamente a lo que Jeremiel creía, Yeialel no había sido la causa de su distanciamiento. Sí, en cambio, su forma de comportarse al saber que había escogido a otro... Y todo eso seguía allí, después de tantísimo tiempo. Después de eones. Seguía allí con el tacto familiar de aquellas manos sobre su cabeza. A veces, las rocas se convertirían en polvo antes de que algunas cosas pudiesen cambiar. Le bastó mirarlo a los ojos de nuevo, cuando él los abrió al terminar, para comprobarlo. Y, una vez más, agradeció que no dijese nada al respecto, porque no había nada que decir.
       El dolor remitió y se puso en pie. Salieron de la tienda rumbo a otra de las que había en las inmediaciones. Cuándo los demás lo vieron, Jeremiel alzó la mano y detuvo las protestas antes de que se produjesen. Al pasar al interior un conocido olor dulzón lo asaltó. El olor dulzón y metálico de la sangre. 

       Arael estaba de pie dentro de un círculo de runas rojas, murmurando una letanía que sonaba tan lejana como él mismo.
       Un arcángel. Aquí. Caminando nuevamente entre ellos.
       Tenían que sacarlo de ahí si querían detenerlo de algún modo, puesto que las runas de invocación funcionaban también como barreras una vez dentro. Jeremiel debió considerar lo mismo cuando lo envistió sin pararse a pensar siquiera. Y fue una decisión acertada, decidió, cuándo vio la cara de sorpresa de Arael al caer al suelo fuera del círculo.
       Emu se concentró acumulando la energía de su interior, sintiendo las emanaciones de calor a medida que la condensaba. Y cuando Jeremiel consiguió alejarse un poco de él aprovechó para prender la llama, fijando su atención en la cara del hombre. Contempló cómo aparecían las ampollas y se abría después la carne. Agrietándose, resquebrajándose, brillando como si escondiese ascuas bajo la piel. Arael gritó y los miró a ambos con el único ojo por el que aún era capaz de ver; había incredulidad y rabia, y trató de salir desgarrando la lona de la pared de la tienda. Y lo consiguió.
       —Deja que se vaya —dijo Jeremiel, sujetándolo del brazo cuándo intentó ir tras él—. Hay que romper el círculo, eso es lo único que importa ahora.
       El serafín se puso en pie con dificultad, y pareció que hubiese envejecido un millón de años en aquellos escasos segundos.



*  *  *



       ¿Por qué empiezan casi todas las guerras?
       Por cosas de las que después, nadie se acuerda…


       Respiraba con dificultad, agotada después de varias horas sin descanso. Habían disparado hasta que la corta distancia entre ellos se lo había impedido, hasta que unos y otros quedaron mezclados resultando casi imposible distinguirlos. Llegados a ese punto, bajaron para unirse a los demás. El enemigo, en cambio, había seguido disparando. Pues la primera línea, las Plagas, era totalmente prescindible y mucho más difícil de exterminar. Muchos habían caído bajo las oleadas de flechas del bando contrario, y también bajo aquellas garras que una vez fueron manos. Manos que tallaban, o tocaban instrumentos. Manos que trabajaban estas tierras, teñidas ahora de sangre.
       Vörj Viridiel, permanecía en el centro, evitando que todo se desmoronase, moldeando oleadas de terror y desesperación a su antojo mientras blandía aquella maldita espada, que brillaba por encima de todas las demás. Concentrado, no solo en darles muerte, sino en despojarlos del deseo de vivir. Todos reconocían la hoja y, por mucho que se escondiese tras el peto negro, también lo reconocían a él. Vörj, con su larga cabellera de león ondeando como una bandera dorada, brillando tanto o más que la propia espada. Miguel se la había entregado en lo que ahora se le antojaba el principio de todas las cosas. Se contaban de ella muchas historias, pues estaba impregnada tanto de relatos –ciertos o no– como de sangre. Se decía que había sido la primera espada que su pueblo había forjado. Miguel se la había entregado, por orden de su Padre, a pesar de su reticencia a empuñarla. Y por eso debía ser él el que lo hiciese, y ningún otro. Porque el serafín no era un hombre que disfrutase desempeñando su papel, aunque cumpliese su cometido con honor y rectitud. Viridiel, la mano derecha de Miguel. Mano y metal, compartiendo un destino. Y viéndolo allí, brillando en medio de todo, como siempre, no le costaba adivinar porqué, de entre sus hijos, había sido escogido. Porqué había sido tocado por Él de aquel modo, puesto que su don con la espada no era el único que poseía. El verdadero don del serafín era el poder que ejercía sobre las emociones, algo que tenía efectos devastadores en el campo de batalla, dónde éstas se hallaban sobre la piel. Su taciturno estado de ánimo se mezclaba con el eco de la tormenta. La controlaba atrayéndola; una tormenta de caos y pesar llena de lamentos, que había roto en innumerables ocasiones las defensas enemigas, entretejiendo aquella oscura melodía que los arrastraba a todos. La atraía, mientras el filo de Avdel, servidor de Dios, se hundía en la carne una y otra vez.
       Pero nada parecía resultar efectivo contra las Plagas, que se introducían dentro de sus filas como un tumor imposible de extirpar. Era mucho más complicado terminar con ellas que con sus hermanos, puesto que, una vez desterradas, ya no obedecían a sus leyes, ni a las de las runas grabadas en el filo de sus hojas. Hasta que, cuando las cosas se empezaron a poner difíciles de verdad, simplemente desaparecieron, dejando una estela de incredulidad tras ellas.
       La alegría duró poco: ya habían provocado la destrucción suficiente como para desequilibrar la balanza. Avanzó en busca de Vörj y de Ash, que permanecían juntos aún, como siempre, hasta el centro. Hasta las primeras líneas. Y allí sudaron y sangraron los tres, con el resto de sus hermanos. Un buen rato después perdió de vista a Ash cuando él se alejó por el flanco con algunos más para reforzarlo. No saber dónde estaba la inquietaba, pero tampoco podía ir tras él en un intento de localizarlo de nuevo, ni siquiera podía pararse a pensar demasiado en ello. Sólo en tratar de hundir los estiletes en el mayor número de cuerpos posible antes de que todo terminase, de una forma o de otra.
       Mantener la posición había sido el objetivo durante toda la jornada. Habían aguantado bien... un tiempo. El valle era estrecho, y pese a que los superaban en número, no los dejaron pasar fácilmente. Sin embargo, las incontables bajas, el agotamiento y la incesante marea en movimiento que sustituía siempre a los enemigos caídos, hacía mella en todos ellos. El otro flanco no tardó en desmoronarse, y fue por ahí por dónde entraron sin piedad. Fue por ahí por dónde comenzó el principio del fin. Buscó con angustia la oscura cabeza de Arikel, intentando distinguirlo entre el caos, encontrándolo no muy lejos de ella manteniendo lo que quedaba de sus defensas. Se debatió entre quedarse en el frente o ir a su lado, hasta que Vörj le hizo un gesto indicándole que permaneciese con él, terminando así con sus dudas. Y lo daban todo por perdido cuando el sonido del cuerno volvió a rasgar el aire. Y escucharon un segundo toque siguiendo al primero. Y contemplaron, estupefactos, como comenzaron a replegarse. 
       Pensó en Emu. Había pensado en él varias veces a lo largo de la funesta mañana, preguntándose qué estaría haciendo y a qué habría querido referirse exactamente con aquello de «intentarlo a su manera». Y supo que, de alguna forma, lo había conseguido. Miró a su alrededor, mientras sus hermanos gritaban de alegría, y poder contemplar el espectáculo dantesco que los rodeaba casi la hizo gritar también, aunque no por los mismos motivos que gritaban ellos. A su alrededor se extendía la desolación hasta dónde alcanzaba la vista; el valle entero estaba teñido de rojo, salpicado de cuerpos, de unos y de otros. Como siempre. Las oscuras nubes se movían deprisa, trayendo la tormenta que descargaría sobre todos en cualquier momento. Aunque ahora ya no podía olerla, el hedor de la sangre tapaba todo lo demás. Observó a Vörj, y tampoco vio síntoma alguno de alegría en él. Iba a volverse en busca de Ash cuando algo la clavó al suelo de golpe. Vio la sorpresa y la alarma en el rostro del serafín, abriéndose camino entre toda aquella suciedad y sangre reseca.
       Y entendió.
       Uno de los rezagados arrojó una lanza sobre ella con una puntería perfecta, atravesándola de lado a lado. Se había despistado unos segundos; a fin de cuentas, su exceso de confianza sí la había matado. Allí estaba expuesta y casi todos la consideraban una abominación, los demás círculos la despreciaban y la odiaban... a pesar de que nadie le había preguntado jamás si la historia que se contaba era cierta. Simplemente la dieron por sentada. Hasta aquellos por los que hubiese dado la vida a lo largo de esa mañana turbia recelaban de ella. Y ahora, despistarse tan sólo unos segundos, la había convertido en presa. Esa noche alguien contaría a los demás cómo había terminado con la mestiza que soliviantaba los ánimos de unos y otros. Quiso reírse imaginando un buen puñado de ojos brillantes admirados, pero únicamente un estertor sangriento se escapó de sus labios.
       No había dolor. Sólo la imperiosa necesidad de dejarse llevar, como una hoja arrastrada por el viento. Muchas veces se había preguntado cómo sería y ahora ya conocía la respuesta. Se alegró de ser ella la que se fuese primero, de no tener que sobrevivirlo a él. Y también se alegró, al verse reflejada en los dorados pozos del serafín, que trataba de sostenerla para liberar la lanza de la tierra, de no ver el terror de la certeza en los ojos grises de Arikel. Grises, como la tormenta que estaba a punto de descargar, pensó. Nunca le habían gustado las despedidas. Y recordando el suave tacto de su cabello cuando lo acariciaba, sonrió una última vez.
       Y se dejó llevar. Como una hoja arrastrada por el viento, se dejó llevar. 

       Khara murió en paz, tranquila, de una forma completamente distinta a cómo había vivido, justo cuándo las primeras gotas comenzaron a caer sobre la hierba teñida de rojo.