Capítulo 22




Lo que fuimos y lo que somos




         La casa lo reconoció como en las anteriores ocasiones. Su propio hermano lo había invitado con cierta frecuencia tiempo atrás, antes de que él abriese los ojos y se distanciasen, y, pese a que él no disfrutaba especialmente de las estancias a este lado, había accedido casi siempre. Habían bebido mientras hablaban de su pueblo, de tiempos pasados, que siempre parecían mejores cuanto más lejos estaban, de la vida allí, de la vida aquí… Su energía estaba impresa de alguna forma en la casa y la invitación no había caducado. La imbecilidad de Vörj, unida a su resistencia a creerlo capaz de cosas horrendas pero inevitables, habían hecho que pasase por alto ése pequeño detalle. Quizá el ajetreo que los sumerios habían provocado también tenía algo que ver... El caso es que había entrado como si nada, con el característico escozor en la piel que dejaban las defensas recién levantadas. Nada que le impidiese centrarse en su objetivo. Y había entrado para encontrarse con una sorpresa de lo más agradable e inesperada…
         Viktor no podía creer en su buena suerte. Había ido a la casa en busca del muchacho, al que su hermano adoraba. Era a él a quien pensaba llevarse, sin embargo, encontrar allí a la mujer era la única satisfacción que había sacado de todo el asunto. Su plan consistía en hacer un intercambio. Era un plan desesperado, puesto que llevarse a Yo dejaba muchas posibilidades al azar, como un Emu furioso y descontrolado. Tanto que, seguramente ni Vörj, la única persona que tenía algún tipo de autoridad sobre él, podría manejarlo. Y de nada le serviría que su hermano se aviniese a llegar a un acuerdo con él si Emu lo echaba todo a perder… Su plan tenía muchas lagunas si era a Yo a quien se llevaba. En cambio ella… Ella era perfecta. Vörj no podría permitir que le hiciese daño, porque él era así; blando y débil. Y Emu no se preocuparía ni lo más mínimo de lo que le sucediese a la mujer.  Además… tendría la ocasión de resarcirse un poco, dado que tenía en sus manos a la verdadera responsable de su fracaso. Porque sabía, ya antes de que todo concluyese, que había fracasado. Su única esperanza se centraba en la sorpresa, y aquella zorra lo había echado todo a perder.

         La arrastró del brazo y la metió en el interior de la habitación, cerrando la puerta tras él. El sitio en el que había pasado las últimas semanas, un sitio oculto a los ojos de cualquiera situado entre los dos mundos. Entre planos; esa zona muerta por la que solo los cazadores se movían, aunque había protegido los alrededores para que ninguno metiese las narices dónde no debía. Tenía todo el tiempo del mundo para tomarse las cosas con calma.
         Entre los planos no había día ni noche, todo era, en esencia, oscuro. Iluminado por un mortecino resplandor que irradiaban los propios objetos que tenían su sombra allí. Objetos que podían provenir de cualquiera de los dos lados, aunque coincidir con ellos no implicaba necesariamente que se estuviese más cerca de uno que de otro. Podía esconderse entre las distintas dimensiones, que poblaban la realidad como las capas de una cebolla. Aquella habitación era suya en su hogar natal y, sin embargo, permanecía oculta en cierta medida. Él se había ocupado de eso aunque, principalmente, se debía a que la energía de su tierra era mucho más fuerte allí, en aquella capa precisa, que en ninguna otra parte. Allí las salvaguardas quedarían debidamente encubiertas. No era como estar en casa, ni mucho menos, pero le hacía un buen papel. Nadie lo buscaría, y podía arrastrar a una sucia mestiza enmascarando su esencia. Al menos hasta que su hermano viniese a por ella. Después de eso debería marcharse, desaparecer del mapa. Algo que lamentaba profundamente. Y todo gracias a ella…

         Le asestó un puñetazo en la cara tirándola al suelo, descargándole después una patada en el vientre que la dejó doblada por la mitad, encogida sobre sí misma. La mejilla comenzó a adquirir un tono morado de inmediato. Una pena el tener que devolverla, sí señor. Ella temblaba como un conejito, pero no protestó ni lloró, no lo había hecho en ningún momento. Se controló para no golpearla de nuevo. Si lo hacía, no sería capaz de detenerse y todo se iría a la mierda. 
         —Te contaré lo que va a pasar —le dijo—: voy a matarte, pero antes nos vamos a divertir. Si me haces enfadar será peor para ti aunque, particularmente, lo prefiero.
         No iba a matarla, pero ella no tenía porqué saberlo. Prefería que no supiese que vendrían a buscarla, quería que diese por sentado que esto era lo último que obtendría en su miserable vida. Tendría que devolverla, pero iba a disfrutar todo lo que pudiese mientras tanto. Ella apretó los labios, mirándolo desafiante. Un gesto que no pudo soportar.
         —¿Qué coño te has creído, puta de mierda?  —le escupió en la cara—. ¿Crees que puedes mirarme así?
         La agarró del pelo, levantándola del suelo y arrastrándola hasta la mesa de mármol que presidía el centro. Una vez allí, le estampó la cabeza sobre ella, obligándola a tumbarse de espaldas y separándole las piernas para colarse en medio. Deslizó la mano libre por la cinturilla de sus pantalones, desabrochándolos, y fue entonces cuando ella forcejeó un poco. Genial. Un pequeño charquito de sangre se había formado bajo su cabeza y se extendió mientras se movía tratando de soltarse. Le hipnotizó el contraste de la sangre sobre el mármol blanco. Sería difícil de limpiar una vez que la piedra la absorbiese, pero eso no le hubiese importado en absoluto. Una pena que no fuese a volver por allí nunca más.
         —Te gusta, ¿verdad? —le preguntó metiendo los dedos bajo su ropa interior—. Claro que te gusta… Él le gusta a todo el mundo.
         Ella cerró los ojos y se agarró con fuerza a los bordes de la mesa, hasta que los nudillos se le pusieron blancos. La soltó un momento para quitarle los pantalones del todo; tres tirones y la sujetó de nuevo. No porque pensase que pudiese escapar, que no podía, si no porque disfrutaba agarrándola del pelo si la tenía así, bajo él. Estaba tensa y sudorosa, y se sacudió un poco cuando él la acarició entre las piernas tras haberse humedecido los dedos en la boca. Se sacudió un poco y eso lo excitó aún más. Se deshizo también de sus pantalones, quedando piel contra piel. Y la penetró con fuerza. Empujó con crueldad abriéndose camino y ella jadeó, el único sonido que salió de su boca. El único que escucharía por su parte y que bastó para volverlo loco.
         —Tómatelo como una retribución; tú me has jodido a mí, y yo te voy a joder a ti. Puedes pensar en él mientras estás conmigo… —susurró en su oído—. A mí no me importa.






* * *

         El lugar escogido había sido el último en el que estuvieron juntos. La suave brisa del mediterráneo y el olor del mar; el sol, calentándole la piel; las gaviotas surcando el cielo, bajando a pescar entre los veleros. Perderse en aquel mundo no podía ser tan malo…
   
         Vörj no tardó en llegar. Pronto, antes de la hora prevista. Parecía agotado y consumido, abrumado por las preocupaciones. Otra pequeña satisfacción. El Gran Hombre… Sólo un hombre, como todos los demás.
         —Sabía que serías tú. Sabía que podrías con él…
         —¿Por qué? —le preguntó cansado—. ¿Por qué haces esto?
         —Porque estoy harto de escuchar tu nombre a todas horas en cualquier parte. Como si nunca te hubieses ido, como si tu pueblo no te importase una mierda. Como si no aparecieses por ahí sólo lo estrictamente necesario para volver corriendo después a tu puta casa de las montañas. Porque es así, pero ellos siguen pensando en ti para resolver sus problemas, siguen pensando en ti como el héroe que nunca has sabido ser… Porque todo te queda grande, Viridiel. Las responsabilidades no son lo tuyo, como ya has dejado patente en numerosas ocasiones. Eres incapaz de pensar fuera de una nube de opio, y será tu nombre el que todos pronunciarán cada jodido día hasta que mueras. Probablemente, incluso después. Porque estoy harto de ser un mendigo a tu sombra, de la tregua, de la paz. Quiero ganar una guerra, llevarlos a la victoria, terminar con todas las rencillas de viejas de una vez por todas. Y ya sabes, Vörj, para ganar una guerra… primero tengo que empezar una.
         Las palabras salieron solas como si hubiese estudiado su discurso metódicamente. Es posible que así fuera, aunque de forma inconsciente. Había repasado tantas veces en su mente lo que le diría al tenerlo delante, que las pronunció sin esfuerzo, en un arranque de valentía que lo dejó perplejo. Nunca le había hablado así, por mucho que en su cabeza lo hiciese a diario. Nunca lo había expresado en voz alta, ni siquiera delante del espejo.
         —Estás loco —afirmó Vörj, que no parecía sorprendido en absoluto—. Antes no eras así, ¿qué coño te ha pasado?
         —¿Qué coño te ha pasado a ti?
         Se miraron durante un buen rato. Su hermano se apoyó en la barandilla y sacó un cigarrillo del bolsillo de su chaqueta, encendiéndoselo y dándole una larga calada. Contemplando el mar.
         —¿Dónde está? —preguntó sin levantar la vista. Ni siquiera se tomaría la molestia de mirarlo…
         —Vamos por partes —repuso—. Primero me darás tu palabra de que pasaremos todo esto por alto. Sin represalias, no me buscarás ni me dañarás en modo alguno.
         Ellos estaban sometidos a su palabra, una vez que la daban debían cumplirla… Quisiesen o no estaban sujetos a ella. Si Vörj le daba su palabra de dejarlo en paz, estaba obligado a llevarla a cabo. Lo vio apretar los dientes, la mandíbula tensa en un gesto que conocía muy bien. No quería formalizar tal cosa, quería destrozarlo.
         —Ella… ¿está bien? —siseó.
         —Vaya, vaya… te gusta, ¿no? —no había sido la pregunta en sí, si no la forma en que la había formulado. Sus ojos dorados se habían estrechado justo después, de una forma casi imperceptible. La forma en que se estrechaban cuando estaba a punto de escuchar algo que no le gustaba nada. La forma en que se estrechaban cuando se enfadaba de verdad… Y se alegró de no haber hecho algún comentario mordaz fuera de tiempo, seguramente le hubiese costado mucho más convencerlo de que aceptase.
         —Te he hecho una pregunta, Viktor.
         —Está perfectamente —respondió. No mentía, dadas las circunstancias podía haber estado mucho peor—. Te diré dónde está cuando me des tu palabra.
         —Dame primero la tuya. Dime que está bien y que la encontraré dónde tú me dirás que está…
         —Eres un desconfiado… —le dijo juguetón—. Está bien, viva, y la encontrarás dónde yo te diré que está, te doy mi palabra. No le he dicho que pensabas ir a buscarla, será toda una sorpresa, ¿no te parece? ¿Y bien?
         —Desaparecerás y no volverán a verte en casa. No regresarás nunca más, ni conspirarás contra tu pueblo. Y tú tampoco tocarás a mis hermanos, ni a ella... —añadió bajando el tono—. Ése es el único acuerdo al que vamos a llegar.
         Se demoró pensando su respuesta, o más bien haciendo ver que pensaba en ella. Los tratos tenían lagunas legales que se podían vadear, era cuestión de descubrir el hueco más adecuado. Pero en esencia… era lo que tenía previsto. Que pareciese un regateo justo, y todo quedaría en su sitio.
         —Está bien, no regresaré a mi hogar, ni conspiraré contra mi pueblo, ni tocaré a tus hermanos o a la mujer. ¿Contento?
         —Si lo que dices es cierto no te buscaré, no habrá represalias por mi parte y no te dañaré en modo alguno. Tienes mi palabra —añadió tirando la colilla al mar y volviéndose hacia él con la mano extendida, lista para estrechársela. ¿Podía haber algo mejor en este mundo o en cualquier otro que verlo claudicar? Podía verlo morir, pero ese barco había zarpado… Al menos de momento.


* * *

         Cuando atravesó el umbral de la puerta las salvaguardas revelaron lo que había al otro lado. La piedra volvió a palpitar en su mano y el alivio pronto cedió dejando paso a la furia. Una furia ciega, que no sabía hasta ese momento que era capaz de sentir. No por uno de los suyos. El desprecio le llenó la boca de bilis y agradeció no tenerlo delante en esos momentos. Lo agradeció de verdad.
         La pausa en el vínculo se debía a encontrarse en distintos planos, como comprobó al cruzarlos el día que salió con Ash de compras, o la misma mañana anterior al cruzarlos para volver a la casa. Ahora, juntos en el mismo punto del espacio-tiempo, volvía a sentirla con la misma intensidad de antes. Y no le gustó nada lo que encontró…
         Corrió hacia ella, que estaba hecha un ovillo bajo la mesa, atada a una de las patas. Desnuda. Se quitó la chaqueta para tener algo con que cubrirla y cortó las cuerdas que le sujetaban, una vez más, las muñecas. Parecían ser presas de un destino irrevocable. Pese a todos los cardenales y hematomas no apreció heridas considerables. Esas no estaban a la vista, pensó, sumergido en la humillación que la mujer desprendía. Humillación, y también un alivio infinito que llegaba más allá que cualquier otra cosa.
         Se agarró a él cuando quedó libre, hundiendo la cara en su pecho, temblando de una forma descontrolada.
         —Está bien, Hylissa, nos vamos a casa… —dijo en voz baja levantándola sin esfuerzo, sorprendiéndose de nuevo por lo poco que pesaba.
         Olía a él. Había jurado, había dado su palabra… Pero Viktor no tendría mundos suficientes para esconderse.

   
         Una vez en casa la subió hasta su habitación. Ella no lo soltaba, así que se sentó en la cama y la estrechó con fuerza.
         —Lo siento… —susurró con la voz rota.
         —No ha sucedido nada que no hubiese sucedido antes —respondió hablando por primera vez. Y el corazón se le rompió.
         —Nunca antes te habían sacado a rastras de mi casa. Ha sido culpa mía, ni siquiera recordaba que él podía entrar aquí. Ni siquiera lo creía capaz de hacer algo por sí mismo… Lo he subestimado, de la misma forma que Emesh te subestimaba a ti. He sido un estúpido. Te prometí que no dejaría que te hiciesen daño, y no he podido mantenerlo ni veinticuatro horas.
         —¿Recuerdas lo que te dije anoche? —le preguntó, levantando la cabeza por fin y acariciándole la mejilla. Tenía un moratón en la cara y una brecha profunda a medio cerrar en la frente, cubierta de sangre seca.
         —Me dijiste que no querías que odiase a nadie ni que te hiciese promesas… —le respondió besándole, otra vez, el interior de la muñeca—. ¿Qué puedo hacer?
         —Puedes olvidarlo. Enterrarlo bien adentro para que no vuelva a salir. Es lo que voy a hacer yo. El dolor nos vuelve locos, Vörj, pero el odio aún más.
         —No sé si puedo hacer eso… —de haberse mirado en un espejo, se hubiese descubierto la piel de un color gris cetrino. Ella sentía la rabia en su interior y sólo por eso se esforzaría en templarla. Y tendría que esforzarse mucho. Mucho.
         —Podrás —dijo Hylissa con vehemencia, dejando caer la mano en el regazo—. Necesito un baño…
         Recordó la conversación con Ash y pensó en diamantes. Y en cómo una mujer que lo había soportado todo podía seguir soportando un poco más.