Capítulo 1




Clermont, Indiana



       Durante el primer día, la calle al otro lado del cordón policial se había llenado de vecinos curiosos. Todo el barrio residencial de Bridgeport había desaparecido sin dejar rastro, y también la gente que allí vivía. Había sido arrancado de cuajo hasta los cimientos. Incluso la enorme piscina de la señora Grace. Era como si hubiesen tirado sin ningún cuidado de una tirita gigantesca, llevándoselo todo a su paso. Casas, aceras, árboles... Hasta el asfalto de la carretera. En su lugar, una grieta enorme zigzagueaba a ambos lados de la calle. Tenía el aspecto de una gran cicatriz oscura, contrastando la tierra revuelta que estaba ahora por todo el lugar. La gente pasaba, como por casualidad, y se detenía a contemplar la brecha. Era esa clase de curiosidad macabra que te obliga a aminorar la marcha cuándo te encuentras con un accidente de tráfico en la carretera. Esa clase de curiosidad que te obliga a no apartar la mirada. A querer saber. A satisfacer a ese pequeño y morboso ser que todos llevamos en nuestro interior. Ése horror fascinante que padecemos cuándo leemos en el periódico que una mujer murió destrozada por la hélice de un helicóptero. Durante aquel largo día la policía se dedicó a hacer preguntas al resto de vecinos. Nadie había oído o notado nada extraño durante la noche. Eso era lo realmente extraño.

       William se acercó como los demás y observó el gran vacío que se extendía ante él. Gage jugaba con Bobby y Milton, cerca del cordón policial.
       —¡Gage! —el niño levantó la mirada y lo buscó con ansiedad. Ya le había dicho un par de veces que no lo quería cerca de allí.
       Es curioso cómo funciona la cabeza de un niño. Tienen el sentido del miedo algo distorsionado. Temen sacar cualquier extremidad de la cama, pensando que el ser que vive bajo ella los arrastrará. En cambio pueden jugar tranquilamente al lado de un barril de pólvora que se prende fuego, por más que trates de explicarles que es lo que va a pasar a continuación. Y aquella calle era el barril de pólvora que se prende fuego, aunque nadie estuviese viendo el humo. Gage se acercó cabizbajo, sabiendo que estaba haciendo algo indebido.
       —¿Qué es lo que te he dicho, chaval?
       —Que no me acerque —dijo mirándose las zapatillas.
       —Bien, eso pensaba. Pero me haces dudar, porque ahora te veo aquí, cerca, justo dónde te he dicho que no deberías estar...
       El niño dejó vagar los enormes ojos marrones por encima de su hombro, justo hasta dónde Bobby y Milton observaban la escena con compasión.
       —Papá... Bobby y...
       —No me importa lo que hagan ellos —lo atajó—. Yo te he dicho que no quería que te acercases, y tú sabes que no me gusta que desobedezcas —Gage bajó de nuevo la mirada a sus zapatillas y asintió—. Ve a casa con tu madre, hablaremos cuando vuelva.
       Salió corriendo avergonzado, sabiendo que sus amigos habían sido testigos del rapapolvo.
       Malditos niños.

* * *

       Al segundo día aparecieron los cadáveres.
       Las ciento veinte cabezas de ganado del señor Newport estaban diseminadas por toda la zona, rodeando la grieta. El pobre hombre se paseaba por aquí y por allá con las manos en la cabeza, casi arrancándose lo que le quedaba en las sienes del ralo cabello blanco.
       —Diablos, Bill, estoy en la ruina...
       William buscó a Gage sin encontrarlo. Buen chico. Tampoco había ni rastro de Izquierdo y Derecho, como llamaba cariñosamente -y para sus adentros- a Boby y a Milton. Esperaba que los muchachos estuviesen lo más lejos posible de allí. No podía controlarlos las veinticuatro horas, y menos en verano, pero haría todo lo posible. Tenía miedo. Esa clase de terror que te invade cuando te palpas un bulto extraño en un ganglio linfático. Los niños, además de tener el sentido del miedo algo distorsionado, sentían la necesidad de impresionar a sus amigos cometiendo cualquier clase de estupidez. A la edad de Gage, él había saltado desde el tejado de su casa sólo porque su hermana Lizzy le había dicho que no sería capaz. Se había roto las dos piernas. Palmeó la ancha espalda del señor Newport sin saber que decirle.
       Y volvían a estar al otro lado de la cinta amarilla.
       Los animales muertos salpicaban toda la zona como ballenas varadas en una playa. Esperaba que retirasen a los bichos lo antes posible. Antes de que un enjambre de moscas se apoderase de todo el pueblo. No había ningún indicio de las muertes. La gente hablaba de epidemia, pero ninguna epidemia haría que más de un centenar de vacas fuesen a morir a tres kilómetros de la finca dónde se hallaban. Ninguna epidemia haría que escogiesen, casualmente, el mismo lugar en el que dos días antes se había esfumado todo un barrio, maldición. Pero así era la gente, siempre buscando respuestas racionales. Nadie entendía nada, esas habían sido las conclusiones a las que todos habían llegado, incluida la policía.

       Se fue a casa y a media tarde escuchó por la radio que habían retirado los cadáveres tras tomar las muestras oportunas. También habían llegado los de control de plagas. Buena suerte. Maggie lloraba desconsolada en su parque y la tomó en brazos al pasar. La niña llevaba rara desde ayer, como si intuyese que algo iba mal. Terriblemente mal.
       —Ssssh, vamos Bollito... No llores... No llores...
       Ella se agarró a su camisa, toda babas y lágrimas desesperadas. Acarició la suave pelusa que le cubría la cabeza mientras respiraba profundamente aquel embriagador aroma a bebé. Hasta el señor Newport tenía más pelo que ella, pensó divertido. El pediatra les aseguró que aquello era normal, pero como estaban acostumbrados a la espesa y tupida maraña que había cubierto la cabeza de Gage desde el primer día, esperaban con ansiedad que una mañana, al sacarla de la cunita, se hubiese operado algún cambio. No había sido así hasta ahora. En todo caso, Maggie había perdido casi todo el pelo de la coronilla, ganándose el sobrenombre de "Pequeño Frailecillo". Era esto, al parecer, algo muy típico cuando los bebés no hacen otra cosa que dormir. Subió las escaleras hasta la habitación de Gage, llamó a la puerta y pasó al interior sin esperar respuesta. Su hijo estaba recostado en la cama jugando a uno de esos videojuegos.
       —Gage, voy a ir a recoger a tu madre al invernadero. Quiero encontrarte aquí cuando vuelva... —levantó la mano atajando cualquier inicio de protesta cuando él abrió la boca con aquel mohín enfurruñado— ...y no quiero enterarme de que has salido a alguna parte mientras estoy fuera, ¿de acuerdo, chaval?
       Gage asintió de mala gana y se enfrascó de nuevo en la pequeña pantalla, ignorándolo completamente. Lo había castigado por desobedecerle, pero en realidad era una excusa barata para evitar que se metiese en algún lío. No confiaba en el muchacho. Era un chico listo, pero no había que engañarse; tenía nueve años. En lo que confiaba era en que Gage creía a pies juntillas que él lo sabía todo, y en que había sido muy claro especificando que la salida de la casa sin su consentimiento equivalía a un DEFCON 1. Preparó a la niña, que seguía berreando, la introdujo en la sillita del coche y salió de camino a recoger a su mujer.
       Beth trabajaba en el invernadero municipal tallando esculturas con todo tipo de plantas, haciendo las delicias de la señora Dawson y el resto de las viejas glorias del comité de festejos del pueblo. También hacía, además, arreglos florales. E incluso había llegado a exponer algunas cosas. La boca se le secó al recordar a la señora Dawson... Ella era una de las desaparecidas. Santo Dios, las cosas ya no volverían a ser normales jamás.

* * *

       Gage escuchó el golpeteo en la ventana. Se asomó y los vio abajo, lanzando piedras montados en las bicicletas.
       —¿Te vienes a dar una vuelta? —estaba seguro de que Milton quería ir a la grieta. Lo habían estado planeando todo el día, y si su padre se enteraba lo castigaría.
       —No puedo salir —susurró intentando no alzar la voz.
       —¿Es que siempre haces lo que te dice tu padre? —a veces le gustaría darle a Milton un puñetazo en la nariz—. Eres un miedica...
       —Al menos mi padre me puso nombre de chico, Louise —le dijo haciéndole la burla. Se arrepintió al instante. Uno no se mete con el nombre de su mejor amigo, y saltarse aquella norma le iba a costar varios días de malhumor.
       La madre de Milton se había empeñado en llamarlo Louise por un tío suyo que era de no-sé-dónde. A su padre no le gustaba nada el nombre, y al final todo el mundo había terminado llamándolo por su apellido. Y Milton odiaba que lo llamasen Louise.
       —¡Oh, papá, mis calzoncillos se han convertido en una fábrica de chocolate...! —Milton lo miraba furioso, imitando su voz histriónicamente (en una imitación que a él le pareció bastante mala, por cierto) mientras Bobby se reía a carcajadas—. Quédate en casa, Gage, no vaya a ser que tu padre se enfade...
       Y se alejaron pedaleando a toda pastilla.
       Pensó en seguirlos, pero su padre se enteraría... Siempre se enteraba. Tenía un ojo en la nuca, y por él lo veía absolutamente todo. No se le podía engañar.
       Corrió las cortinas desanimado y siguió con el videojuego, dónde los zombis invadían su jardín sin piedad.

* * *

       Milton pedaleó hasta la grieta seguido de Bobby. Al llegar al cordón amarillo dejaron las bicicletas y siguieron a pie por la zona más alejada. Cuando se llevaron de allí las vacas del  señor Newport, todo el mundo regresó a su casa. El lugar estaba tranquilo. Ahora mismo no había ninguna novedad interesante a la que hincarle el diente. Llevaban dos días plantándose allí como coles, y hasta el más curioso tiene un límite.
       Quería ver la grieta de cerca, ver hasta dónde llegaba y lo profunda que era.
       Y fue al aproximarse al centro, dónde la abertura era mucho más grande, cuando empezó a escuchar las voces...

       Y al tercer día... se desató el pánico.