El sueño de los justos




       Sólo comprendió eso, que había caído en las tinieblas. Y tan pronto como lo supo, dejo de saber.
-Jack London-


       Hay recuerdos que, por mucho que pase el tiempo, nunca se olvidan. Quiero decir que se mantienen intactos y precisos, conservados por los detalles, como el mismo día en el que las cosas sucedieron. Los detalles; ahí está la diferencia. Un olor, una mirada, una canción... Si nos anclamos a ellos, nos resulta más sencillo volver a esos momentos en concreto. Una y otra vez.
Y sólo Dios sabe las veces que Paul Montgomery volvería a esos dos días de su vida en particular con el transcurso de los años...


Cushendall, Irlanda del norte, agosto de 1976

       Recordaba con claridad, por ejemplo, la sofocante ola de calor que asolaba el norte de Irlanda. A aquella hora del mediodía en la calle debían estar por encima de los cuarenta grados. Su padre había vuelto del campo pronto precisamente por eso. Claro está, que se había levantado aún más pronto. Casi podía decirse que no se había llegado a acostar. Se había lavado y estaba sentado a la mesa delante de una cerveza. No llevaba puesta la camisa, sólo aquella camiseta interior blanca de tirantes. Su madre preparaba la comida. De vez en cuando se miraban y ella sonreía. Tenía una sonrisa preciosa, su madre. Gavin estaba en la granja de los Connacht, echando una mano. Los Connacht eran vecinos, sus tierras colindaban con las de ellos, y tenían varios hijos de todas las edades. También tenían trabajo de sobras para Gavin. Su abuelo... Bueno, quien sabía dónde andaría el viejo. Probablemente se presentaría en cualquier momento con un par de conejos en la mano. Y pensaba en aquello cuándo su abuelo entró por la puerta, y no había ningún conejo en su mano. Cerró tras él.
       —Aidan, vienen piándome los talones, estamos jodidos, hijo, lo siento —Susurró. Su padre se levantó de un salto y se dirigió a la puerta—. No. No tenemos tiempo de salir, es demasiado tarde.
       Su madre apagó el fuego con resignación y lo miró. Aquella mirada es una de esas cosas que recordaría de por vida.
       —Escóndame bien al chico, por favor —dijo dirigiéndose al viejo. Ella y su padre comenzaron a discutir en voz baja, mientras su abuelo hacía sitio en la alacena tras arrastrarlo con él de un brazo.
       —¿Dónde está Gavin? —preguntó su abuelo sin dejar de pasar los botes de las conservas al estante de arriba.
       —Está con los Connacht, no vendrá a comer —respondió su madre.
       —Bien... Muchacho —ésta vez era a él a quien hablaba—, quiero que me escuches atentamente. Vas a entrar aquí y no vas a salir bajo ningún concepto, ¿comprendes? —Paul asintió, asustado, pero poco convencido—. Es importante que hagas lo que te digo y que no salgas, Paul, pase lo que pase. Prométemelo —dijo en un tono muy serio que lo asustó. Lo miraba fijamente, esperando una respuesta.
       —Sí, seanathair, te lo prometo.
       —Paul, sabes que es importante cumplir las promesas, especialmente si se las haces a un moribundo —él tenía ganas de llorar, pero su abuelo se hubiese reído de lo lindo si se le escurriese ni que fuese una lágrima. Tenía siete años, ya no era ningún niño. Tenía la edad suficiente para comprender que iba a suceder algo malo, y que uno no se salta a la ligera las promesas hechas a un moribundo—. Bien, entrarán unos hombres y tú te quedarás aquí, quieto y en absoluto silencio hasta que se hayan ido. Y cuando eso pase, cuando se vayan, seguirás aquí encerrado un rato más. Cuenta hasta quinientos antes de salir.
       —No sé contar hasta quinientos, creo...
       —Entonces, muchacho, cuenta hasta cien cinco veces. ¿Puedes hacer eso, Paul?
       —Sí.
       Él lo levantó en el aire y lo metió en la alacena, en el estante de abajo. Las puertas eran de celosía de madera, lo suficientemente finas como para que nadie reparase en su presencia si se quedaba muy quieto al fondo, le explicó su abuelo. El viejo se quitó la pequeña cruz de plata que llevaba al cuello y se la puso a él.
       —No le cuentes a nadie que estabas en la casa, sólo a Gavin, él sabrá que hacer. Diréis que ambos estabais en la granja de los Connacht. Y recuerda a tu familia, chico, no nos olvides —el viejo cerró los ojos un momento, pensativo, intentando no dejarse nada en el tintero—. En el mundo hay dos clases de hombre, Paul, los que sujetan un arma y los que cavan. Nunca seas de los que cavan, muchacho. Eres listo, sabrás salir adelante.
       Y dicho esto cerró las puertas.
       La luz se filtraba a través de las rendijas, podía ver a sus padres, aún de pie, junto a la mesa. Discutían ahora en voz algo más alta, aunque el corazón le galopaba en el pecho tan deprisa que le costaba centrarse en lo que decían. Sólo era capaz de escuchar sus propios latidos martilleándole en los oídos.

       Tal y como había dicho su abuelo, a los pocos minutos unos hombres irrumpieron en la casa. No llamaron a la puerta, simplemente la echaron abajo. Llevaban las caras cubiertas por pasamontañas, bajo los cuales debían estar padeciendo un auténtico calvario. También pensaría en esto años después, cuando era él el que sostenía el arma, apuntándoles. Se hicieron sitio en la cocina apartando las sillas y la mesa, y golpearon a su padre en las piernas hasta que quedó de rodillas, frente a ellos. Arrastraron a su madre junto a él, y también a su abuelo. Ninguno de los dos se resistió ni dijo nada.
       —Vamos, Cormac, quítate eso de la cara, aquí todos nos conocemos —escupió su padre en dirección al más alto, el que lo encañonaba con una pistola—. Si vas a pegarme un tiro, ten los cojones de dejar que te vea bien cuando lo hagas.
       —Cierra el pico, Montgomery —dijo desviando el cañón del arma a la cabeza de su madre.
       —Oye, ella es inocente, no ha hecho nada malo. Deja que se vaya, Cormac, no dirá nada —su padre perdió algo de seguridad y la voz le temblaba cuando habló.
       —Aidan, no hay inocentes en las guerras, y aquí estamos en guerra. Pero eso tú ya lo sabes.
       Y disparó a su madre. Ella cayó al suelo como un saco de patatas. Se llamaba Saoirse. Significa libertad. Su padre gritó y trató de cogerla, pero lo sujetaron y le ataron las manos a la espalda.
       —Tienes razón, nos conocemos desde que éramos críos —dijo otro de los hombres—, nunca supiste escoger bien las amistades. Has estado escondiendo aquí a esos republicanos de mierda, bajo el mismo techo en el que duermen tu mujer y tus hijos. Poco pensaste en ellos entonces, ¿eh, Aidan?
       Y Cormac le disparó también, dejándolo caer junto a su madre.
       Paul llegó a pensar que el corazón se le saldría por la boca en algún momento. Por si acaso, se la tapaba con ambas manos. Por eso y porque le había prometido a su abuelo que estaría callado, aún cuando sólo tenía ganas de gritar. El viejo permanecía en silencio. En ningún momento miró hacia la alacena -ninguno de los tres lo hizo-, pero podía verle los ojos desde allí. No había miedo en ellos, sólo rabia y odio.
       —Sois todos unos cobardes —y fue lo último que dijo, apretando los dientes.

       Cuando se hubieron ido Paul se dio cuenta de que era incapaz de contar. Ni siquiera hasta diez. Así que hizo lo único que se le ocurrió: Rezó. Rezó en silencio, con los ojos cerrados para no ver los cuerpos, intentando, sin conseguirlo, dejar de temblar. Estuvieron discutiendo fuera un buen rato, y cuando dejó de escucharlos esperó algo más antes de salir. Y cuando lo hizo, fue para correr hacia la granja de los Connacht.
       Pocos días después, mientras Gavin y él comían en silencio con ellos, Paul había preguntado qué significaba "republicano".
       —¡Cállate, chico! —había gritado Donnovan Connacht, levantándose para sacudirle un guantazo—. Qué me aspen si éste no es el crío más estúpido del mundo. ¿Acaso quieres que terminemos todos como ellos? No vuelvas a decir nada semejante en mi casa, muchacho, o te echaré a patadas.
       Y nunca más volvió a mencionar nada semejante. Al menos, no en su casa...

* * *


Belfast, veinte años más tarde 

       Sean tosió y escupió un esputo sanguinolento. Había cerrado los ojos un momento y Paul pensó que no volvería a abrirlos. Pero se equivocaba, aún seguía allí.
       —Mierda, Paul, lárgate de una puta vez. No voy a morirme en tus brazos, joder.
       Lo había arrastrado hasta la vieja casona abandonada, dándoles esquinazo con la ayuda de los vecinos, pero no tardarían en encontrarlos.
       —No pienso dejarte aquí solo —le dijo mirando de nuevo por la ventana.
       —Coño si lo harás. Ya lo creo, Paul. Yo ya estoy muerto, y no es necesario que me acompañes hasta allí también —Sean le apretó el brazo, y lo sorprendió la fuerza que aún tenía—. Tengo miedo... Esta noche tendré que rendir cuentas ante Dios por todo lo que he hecho, y he hecho mucho...
       —Ssssh, no digas eso. Hemos hecho lo que había que hacer, Sean.
       —¿En serio? —repuso con tristeza—. Tengo las manos manchadas de sangre. De sangre inocente...
       «No hay inocentes en las guerras, y aquí estamos en guerra»
       Repitió mentalmente aquellas palabras como un mantra. No sabía que decirle para que pudiese morir en paz. Pero morir en paz, después de todo lo que habían visto, sería imposible, pensó.
       Sean Connacht era su mejor amigo. Se fueron de la granja de su padre juntos, y habían llegado a Belfast once años atrás, dónde habían sido reclutados. Pero antes de eso... Antes de eso se habían encargado de los hombres que entraron en su casa. Sean, Pat y él. Pat era otro de sus amigos de la infancia. Había muerto hace dos años, en una reyerta de bar. O bueno, eso habían dicho. En realidad, le dieron una paliza entre unos cuantos tipos un día que lo pillaron a solas. Ni siquiera pudieron ir a su entierro para no dejarse ver. Sean y él también se habían encargado de ellos. Ciertamente, habían estado muy ocupados. Y ahora había llegado ese momento. El momento de rendir cuentas.
       —Paul —la voz de Sean era apenas un susurro—, llama a tu hermano y dile que te saque de aquí. Esto ya no tiene sentido... y si te quedas te matarán. O peor, terminarás en la cárcel. Prométeme que te irás con él, Paul...
       Los moribundos y sus promesas.
       Sin Sean ya no le quedaba nada aquí. Él había tratado de no pensar, de vivir día a día, sin plantearse siquiera lo que hacían. Moviéndose únicamente impulsado por aquel extraño sentido de la justicia. De su justicia. Hasta hacía muy poco nada le había importado. Pero sentía ahora, en esos últimos tiempos, una desazonadora sensación de culpabilidad. Había comenzado con la muerte de Pat, y en aquel momento aún no lo sabía, pero se desencadenaría completamente tras la muerte de Sean. Con aquellas simples palabras. Las palabras que despertaron su conciencia: «Esta noche tendré que rendir cuentas ante Dios por todo lo que he hecho».  Se llevó la mano a la pequeña cruz de plata, que descansaba en su pecho, y pesó en su abuelo. Quizá había faltado a su promesa y se había olvidado de su familia. Al menos en el sentido que importaba.
       —Te lo prometo, Sean, llamaré a mi hermano y me iré con él.
       —Eso está bien... Ahora vete. Quiero hacer esto solo, Paul.
       Sean suspiró y cerró los ojos cansado. Y él se fue.


       Se alejó de la vieja casona y merodeó por la calle escondiéndose, hasta que se hizo de noche, y sólo entonces decidió qué hacer. Llamó a la puerta de Áine.
       Áine era la hermana pequeña de Pat. Se habían quedado en su casa alguna vez, aunque no les hacía gracia la idea de meterla en algún lío. Sólo habían ido cuando no les quedó más remedio. Y ahora mismo, a él no le quedaba más remedio. No tenía a dónde ir y estaba solo. Y esa noche no podía estar solo. Probablemente... Áine le había salvado la vida aquella noche, sin saberlo. Ella abrió enseguida y se asustó al verlo manchado de sangre.
       —No es mía —le dijo para tranquilizarla.
       Le contó lo que había sucedido, y ella le confirmó que ya habían encontrado el cuerpo de Sean.
       —Estaba preocupada por ti —repuso examinándolo de arriba a abajo—. Ve a darte una ducha, te buscaré algo de ropa de Pat para que te cambies y prepararé algo de cenar.
       Y en ese momento solo necesitaba a alguien que le dijese que hacer, porque le costaba una barbaridad pensar con claridad.

       Cenaron y bebieron cerveza. Quizá algo más de la cuenta. Ella puso un viejo disco de Led Zeppelin, y él se acercó para besarla.
       Y después follaron como locos.
       Nunca antes había pensado en Áine de ese modo. Probablemente porque se conocían desde siempre, y porque era la hermana de Pat. Pero Pat ya no estaba, y tampoco Sean. Ambos estaban solos, y ella era preciosa y cálida. Era exactamente el refugio que necesitaba.

       —No sabes lo que hubiese dado por esto a mis diecisiete años, Paul —le dijo ella horas más tarde mientras le enredaba los dedos en el pelo—. Hubiese dado la vida porque me mirases una sola vez como lo has hecho ésta noche.
       —¿Y ahora? —le preguntó él.
       —Ahora me mata saber que no volveré a verte...
       Apoyó la cabeza sobre esos pequeños pechos de rosados pezones. Muchos años más tarde, porque aquel momento era otro de esos que jamás olvidaría, decidió que Áine Craig era lo más cerca que había estado de amar a una mujer. Y había estado con muchas, antes y después. Pero aquella noche, recostado sobre aquellos preciosos pechos suyos y pese a toda la mierda que tenía encima, había estado muy cerca de encontrar el cielo. Al menos durante unos breves instantes.
       —Ven conmigo, Áine —y se lo propuso completamente en serio.
       —¿Y qué haría yo allí? Ésta es mi tierra, Paul, mi hogar. Allí estaría sola, no podría entenderme con nadie... Una vez alguien le había dicho que los irlandeses eran gente con el corazón lleno de pesar. En ese momento supo lo acertado que había estado.
       —Yo cuidaré de ti, no estarás sola —dijo acariciando la suave piel con la nariz.
       —No creo que sea una buena idea... Estuve enamorada de ti mucho tiempo, y tú no estás hecho para estar con nadie. Me destrozarías.
       Y probablemente no se equivocaba.
       Muchas veces pensaba en todo aquello, le daba vueltas a cómo podrían haber sido las cosas de haberlas hecho de un modo distinto. Y entre todas aquellas posibilidades, entre todos los caminos alternativos que podía haber escogido, entre todas las decisiones que había tomado y todas las que había dejado a un lado... Todo lo llevaba al mismo final, en el que él terminaba destrozándola. Y eso era lo último que hubiese querido y lo único que no hubiese soportado. Áine, la dulce Áine.
       Ella le hizo una bolsa con más ropa limpia y con algunos bocadillos, y se fue de su casa al amanecer. Era cierto, nunca más volvió a verla.

       Se alejó para llamar desde una cabina. Gavin le había enviado su número de teléfono. Le dejaba notas en el viejo bar de Colum, y muchas veces también le enviaba dinero allí. Él nunca lo llamó, hoy sería la primera vez. Se había obligado a aprenderse el número, y durante mucho tiempo lo repitió para no olvidarlo. Aún lo hacía algunas noches, eso lo ayudaba a dormir.
       Gavin se había largado ocho años antes a Nueva York y parecía que las cosas le iban bien, teniendo en cuenta que se había ido sin un centavo en el bolsillo, como polizonte en uno de los enormes cargueros.
       Marcó, y su hermano descolgó el auricular al otro lado cuatro tonos después.
       —¿Si? —la familiar voz puso la guinda en aquel mismo momento y se echó a llorar con la frente apoyada en el cristal. Y a punto estuvo de colgar—. ¿Paul, eres tú?
       —Gavin —dijo tratando de no sonar tan desesperado como se sentía. No lo consiguió—, quiero salir de aquí, por favor. Sácame de aquí, Gavin.
       Y se había desmoronado del todo, llegando a pensar, ingenuamente, que había tocado fondo. Aquel baile acababa de empezar, y sus horas más bajas y oscuras transcurrirían lentamente, como siempre que se habla de horas bajas y oscuras. Estaba casi seguro de que su hermano llegó a desear que hubiese muerto en Irlanda entonces, y no podría reprochárselo, porque le dio tantos dolores de cabeza que lo único que se había ganado a pulso es que lo mandase a la mierda. Algo que, por supuesto, jamás hizo.
       Pero no sería hasta aquel día, ocho años después, tras haber conocido el dudoso placer del olvido en la heroína, dónde sí tocaría fondo definitivamente. El mismo día en que conoció a Rebecca. Aunque ella siempre le dijo que, hasta entonces, durante aquella horrible noche en la que le vomitó en las botas, se las había ingeniado para resultar jodidamente encantador.