Y así aprendí a amar al señor




Orfanato de Nuestra Señora de la Piedad, Nueva York, 1982 


       —Dios es nuestro amigo especial, Rebecca. Él siempre está a tu lado y puede ver todo lo que haces. Lo decepcionas terriblemente cuando te portas mal —la hermana Mary Clarence la miraba fijamente con su habitual expresión dulce en la cara.
       —Dios no existe —replicó, con el único propósito de enfurecerla y borrarle la sonrisa. No tuvo éxito, aunque eso ya lo sabía. Si había algo de lo que estaba harta, además de toda aquella cantinela sobre Dios, era de la empalagosa sonrisa de la hermana Mary Clarence.
       —Eres una niña horrible, Rebecca, pero ya aprenderás. Antes o después, todos aprenden. La mano —ella extendió la mano con la palma hacia arriba, mirando de reojo a Cory. El muchacho permanecía en silencio, con la vista clavada en el suelo. Poco duraría callado, pensó. Y la idea la hizo sonreír también—. ¿Te resulta gracioso? Pues pronto dejará de parecértelo. Gira la mano, la palma hacia abajo.
       Menuda puta. Obedeció a desgana, y el primer golpe de vara la pilló por sorpresa. Aún así consiguió ahogar el grito. No le iba a dar esa satisfacción. El dolor se extendió por los nudillos y apretó los dientes. La hermana no le dio tiempo a que la sensación amainase, y la golpeó una segunda vez. Y después una tercera. Y siguió así hasta que perdió la cuenta. Le ardía la mano, que comenzaba a hincharse, y también la cara y las orejas. Le ardían de rabia.
       Cuando Mary Clarence hubo terminado se puso ante Cory, que temblaba ahora visiblemente. Si había algo bueno en aquel castigo era poder compartirlo con él. Porque compartir nos acerca a Dios, como le habían repetido tantas veces. Cory chilló como un cerdo y lloró como una niña. E incluso pidió a gritos a la hermana que, por favor, dejase de golpearlo. Y como no lo hizo, se meó en los pantalones. Diez golpes, era lo que había tardado en hacérselo todo encima. La hermana Mary Clarence no dejó caer en ningún momento su máscara de compasión infinita. A fin de cuentas, era por su propio bien. Tenía que enderezarlos, Dios mediante, y, aunque parecía que con ella no llegaba a conseguirlo jamás, no se daba por vencida. Era la viva imagen de la perseverancia, la maldita zorra.
       Rebecca miró a Cory, su cara rechoncha surcada de lágrimas. Se limpiaba los mocos con la manga, sujetándose la mano como si llevase un pajarillo herido. Miro su propia mano y decidió, satisfecha, que le dolía un poco menos ahora. Estaba segura de que, ciertamente, era una niña horrible. Pero le importaba un bledo.

       Tras el día y medio de ayuno para reflexionar sobre su comportamiento, bajó al comedor. Estaba tan hambrienta que se hubiese comido hasta el asqueroso puré aguado de patatas de los miércoles. Su estómago rugió constatando éste hecho. Le sirvieron la escueta ración de gachas de siempre, y como siempre que ayunaba tras ser castigada -algo que sucedía con frecuencia -, le supieron a gloria. El idiota de Cory se sentaba dos mesas detrás de la suya. Se volvió para mirarlo y lo vio cuchicheando con su pandilla de amigos, tan estúpidos como él. Uno de ellos le devolvió la mirada y se echó a reír.
       —¡Oye, Rebecca, he oído que te measte en el despacho de la hermana Mary Clarence! —dijo gritando para que todos lo oyesen.
       Volvió a sentir arder la cara y las orejas. Ella no había dicho nada sobre el incidente. No tenía a quien contárselo porque no tenía amigos, pero de haberlos tenido, nunca hubiese hablado de ello. Se regodeaba para sus adentros, pero en el fondo no era tan cruel. Al menos no así, no de aquella manera.
       Se levantó y fue hacia la mesa. Cory se irguió en su silla, desafiándola a meterse con él delante de los demás. Cogió uno de los tazones de gachas y se lo estampó en la cara. Y se hizo el silencio. Al menos hasta que Cory empezó a gritar al ver la sangre. Cuándo se abalanzó sobre él y comenzó a golpearlo, ninguno de sus amigos intervino. Todos seguían con la boca abierta. Fue la hermana Mary Joseph, la encargada del comedor, la que los separó. Bueno, la que logró sacarla de encima del chico.
       A Cory aquello le costó algunos puntos de sutura. A ella volvieron a castigarla, ésta vez más concienzudamente, y la encerraron en la Sala de Pensar un tiempo.

       No supo decir cuánto. Allí, a oscuras, las horas pasaban de una forma completamente distinta. Sabía que le traían la comida una vez al día, salvo lo que pudieron ser los dos primeros, en los que no le trajeron absolutamente nada aparte del agua, para que reflexionase de nuevo. Tras esos dos días, le habían traído comida ocho veces. Más bien fue eso lo que la llevó a calcular que habían sido dos días de ayunas, creyendo que redondearían la cifra a diez en total.
       La Sala de Pensar era dónde uno debía meditar sobre las consecuencias de sus actos. La soledad favorecía un acercamiento a Dios, o eso le habían dicho. Ella nunca lo vio por ninguna parte durante todas las ocasiones en las que permaneció encerrada allí. En cambio, la soledad la acercaba a otras muchas cosas. Como el motivo por el que se encontraba en el orfanato: la muerte de sus padres.
       Pensar en ello a oscuras era lo único que podía asustarla. Pero ya se sabe lo que pasa con los pensamientos que, generalmente, uno no puede gobernarlos. Van y vienen cuando quieren y por dónde quieren, siguiendo el subconsciente, o vete a saber qué. La cuestión era que al estar allí, sola y a oscuras, lo que le venía a la cabeza era aquel día. El día en que sus padres murieron.


       Ella estaba dormida y fue el grito de su madre lo que la despertó. Uno piensa que ha escuchado un grito de terror en alguna ocasión, ya sea en la ficción o en alguna circunstancia que lo propiciase. Pero cuando se escucha uno de verdad, un grito de terror auténtico, todos los demás se quedan en nada y nadie puede volver a engañarte respecto a eso. Y desde aquel día, Rebecca supo diferenciar muy bien entre el pánico genuino y el dejarse llevar. El grito que salió de la garganta de su madre fue lo más escalofriante que había escuchado nunca. Claro está que la pobre sólo tenía cinco años... Más adelante vería y oiría cosas realmente espeluznantes. Cosas que harían enloquecer a un ser humano cualquiera... Cosas que le ayudaron a saber que lo que había visto aquella noche era real. Sin embargo, en su escala de horrores particulares, aquel grito siempre ocuparía un puesto de honor.
       Se había levantado de la cama temblando como un flan. No quería salir de allí, tenía miedo, pero su padre decía que si te tapas con la sábana los monstruos no desaparecen. No los de verdad, al menos. Y su padre debía saber mucho sobre eso, puesto que siempre hablaba de ello con total convicción. Se dirigió a la habitación de sus padres y, ya desde el pasillo, escuchó con repulsión el sonido que hace un animal salvaje al alimentarse. Sobra decir que nunca había escuchado a ninguno antes, pero sabía exactamente qué era lo único que podía sonar así. Desgarrando, lamiendo, cortando. Cuando se asomó para mirar al interior... fue completamente consciente de que los monstruos sí existen.
       El animal en cuestión era un ser extraño. Enorme, de lampiña y arrugada piel blanca. A excepción del morro, que estaba teñido de rojo, como pudo comprobar un momento después cuando giró la cabeza hacia ella. Y sus ojos... Pudo ver aquellos ojos blancos sin vida que nunca olvidaría. Pasó mucho tiempo despertando tras haber soñado con esos ojos. Mucho tiempo. El hedor a podredumbre lo llenaba todo. Cuando la bestia desplegó las aletas nasales y dejó al descubierto la doble fila de dientes, ella cayó al suelo sin darse cuenta siquiera. La estaba olfateando. A su lado había un hombre en cuclillas. Ambos sobre el gran charco de sangre oscura. Recordaba haber pensado que le pareció demasiado oscura, pero, como descubriría más adelante, la sangre parece oscurecer cuando hay una cantidad importante cubriéndolo todo. Sus padres eran ahora enormes pedazos de carne sin vida. No conseguía enfocar la cara del hombre -o no consiguió recordarla después, no estaba segura-. En cualquier caso, cuando él se dio la vuelta en su busca, le pareció verlo sonreír.
       —Hola peque —le había dicho con voz ligera—, ¿no es un poco tarde para que estés despierta? Vuelve a la cama, anda. Vas a ponerte perdida. Y no queremos que te coma el coco, ¿verdad?
       El animal emitió una especie de gruñido en su dirección, nervioso, aún contemplándola desde aquellos ojos vacíos. Y sólo pudo arrastrarse de nuevo a su cuarto. Se escondió bajo la cama, y fue allí donde la policía la encontró, tres días después, deshidratada y hambrienta. Durante todo ese tiempo se había debatido entre la idea de regresar a la habitación o quedarse bajo la cama. Bueno, la pobre sólo tenía cinco años. No se le podía pedir más.


       Pensaba en todo aquello mientras estaba aislada. Intentaba centrarse en la cara de aquel hombre y olvidar a la bestia. Nunca le dio resultado. También se preguntaba si era eso lo que la había convertido en una persona distinta a las demás. Rebecca no se relacionaba con nadie, permanecía apartada de todos, comía sola, jugaba sola... Cuando se metían con ella se defendía. Y eso se le daba bien. Pronto dejaron de hacerlo, aunque siempre había alguien que necesitaba un recordatorio, como Cory, o alguien nuevo que tenía que aprender que no debía reírse de ella. No le gustaba pegar a los demás, pero lo disfrutaba si ellos se lo ganaban. Lo disfrutaba aún cuando fuese ella la que saliese perdiendo.
       Ahora era de los más mayores. Doce años en aquel sitio eran ya un rango. Al principio, las cosas habían sido más complicadas y violentas, y no siempre salía airosa de todas. Pero lo ponía difícil y se lo pensaban dos veces antes de volver a molestarla. Eso sí, nadie la eligió jamás para el programa de acogida. Y sospechaba que las hermanas tenían mucho que ver en aquello... A fin de cuentas, y contrariamente a lo que la hermana Mary Clarence creía a pies juntillas, Rebecca Jordan no aprendió nunca.

* * *


Unos cuantos años después 



       Quien dijo que ganar no lo es todo, nunca sostuvo un bisturí.
       Aquella frase resumía bastante bien el porqué. Porque se inclinó por aquella carrera, especializándose en cirugía. En un quirófano no había charlas intrascendentes con los pacientes, se limitaba a abrirlos. Detestaba las charlas intrascendentes. Joder, en realidad, por aquel entonces, detestaba cualquier tipo de charla. Había sido una estudiante brillante, sacando todo con nota, consiguiendo la mejor beca. Tenía un futuro prometedor, y el carácter frío y distante de un cirujano de primera. Cuando lo dejó todo tras el primer año de residencia, nadie se lo podía creer.
       Pero Rebecca necesitaba otras cosas. Necesitaba una salida para la violencia que acumulaba en su interior desde la infancia. La violencia... Esa parte oscura que había recubierto su corazón con una capa de ponzoña viscosa. Hay cosas a las que es necesario dar rienda suelta en algunas ocasiones, y aquella era una de esas cosas. Lejos de menguar, la necesidad había ido aumentando haciéndose fuerte allí dentro. Hubo un momento en el que tuvo miedo de que su vida siguiese por derroteros inesperados. Unos que cruzasen el punto sin retorno. Así que decidió dar un giro drástico y entrar en el ejército como médico de campaña. Las zonas en conflicto provocaban la descarga de adrenalina necesaria. Además, la experiencia allí fue provechosa en muchos sentidos. Por supuesto, también tenía una parte negativa; su incapacidad para obedecer órdenes le trajo serios problemas en algunas ocasiones.

       Unos años después encontró la solución perfecta para esos problemas trabajando en grupos junto a otros ex-militares. Se encargaban de cosas rápidas, como rescate de rehenes, o limpieza de objetivos. Moverse por ciertas zonas de Oriente Medio o África hizo que exprimiese todo el jugo a sus diversas habilidades, y aquello fue lo que la llevó a su actual puesto en la Organización del viejo. Conoció a Julian a través de uno de sus compañeros, y fue una de esas pocas personas que le cayó bien de inmediato.
No pareció reparar en ningún momento en su apariencia juvenil, ni dio por sentada una falta de experiencia. Dejó que fuese ella quien demostrase lo que valía. Y maldita sea si lo hizo.
       Todo aquello se le daba de lujo. Jodidamente bien, en su modesta opinión y en la de cualquiera que hubiese trabajado con ella. La idea era ocuparse de cosas extrañas, cosas que estuviesen fuera de lo normal. También controlar situaciones "complicadas". Situaciones que requiriesen de discreción. La discreción siempre era la clave de todo.
Era la clase de mierda que desquiciaría a cualquiera, pero que a ella le servía para anclarse a la realidad. Y fue a través de Julian que conoció a la persona que cambió su vida para siempre: Paul Montgomery. Aunque antes de eso... Antes conoció a su hermano Gavin.

       Fue un día en que el viejo la mandó a recoger un pedido a su tienda de antigüedades.
       Gavin le resultó un tipo interesante. Era frío y reservado, algo que agradecía siempre en un hombre, pero también había en él algo distinto a los demás. Algo en aquellos ojos azules. Muchos de los tíos con los que salía tenían esa mirada de haberse dado una vuelta por el otro lado de las cosas, y había que andarse con ojo con ellos. Gavin, en cambio, había hecho mucho más que darse una vuelta: se había quedado allí a vivir. Y eso no había podido con él, más bien todo lo contrario; era duro como un muro de hormigón. Un delicioso y duro muro de hormigón algunas noches, sin nada que complicase las cosas. Pero qué sabía ella por aquel entonces... A fin de cuentas, como ya he mencionado antes, Gavin era un hombre reservado. Y esa clase de hombres -especialmente ellos- guardan pequeños secretos en los armarios.

       Aquella noche caminaban hacia el apartamento de Gavin. No iban de la mano, ni abrazados. Ya hemos hablado de ambos lo suficiente como para establecer que ese tipo de cosas no es lo que cabría esperar si los viésemos caminando juntos. Ella nunca metía a nadie en su casa y por eso siempre iban a casa de él. En cuanto a él... Bueno, a él le importaba más bien poco dónde se viesen, así que nunca le dio muchas vueltas a los detalles, ni se preguntó porqué, durante aquellos cuatro meses en los que se acostaron, Rebecca jamás lo invito a su casa.
       Lo vieron a lo lejos en el suelo, junto al portal de su piso. Pensó que era un indigente, pero cambió de idea cuando vio que Gavin apretaba el paso y maldecía en voz baja. Por aquel entonces Paul estaba muy delgado, y aquella noche lucía un aspecto especialmente lamentable.
       —¿Lo conoces? —le preguntó a Gavin cuando éste se agachó a su lado.
       —Es mi hermano.
       Estaba inconsciente y pálido como un cadáver, aunque volvió en sí -más o menos- cuando éste lo movió un poco. Tiritaba de frío, vestido únicamente con una camiseta de manga corta y unos vaqueros raídos en pleno invierno neoyorquino. Rebecca se agachó para examinarlo, y fue entonces cuando vio las marcas de pinchazos en sus brazos.
       —Deja que le eche un vistazo.
       —No es necesario, sé muy bien lo que le pasa.
       La acritud en sus palabras le dio alguna pista más. Gavin sabía muy bien lo que le pasaba, y no sólo allí, en ese momento. Y saberlo no hacía las cosas más fáciles ni por asomo.
       —Entonces te ayudo a subirlo.
       Nunca habían hablado de temas personales. Tras cuatro meses no sabía más de él que el primer día, y viceversa. Lo notaba claramente molesto, y no acertaba a decidir si era por la presencia de su hermano en el portal, o por su propia presencia allí, descubriendo algo de él de una forma totalmente imprevista.
       —Prefiero que te vayas, Rebecca. Yo me encargo.
       —No digas idioteces, vamos.
       Lo agarraron uno de cada brazo y, al ponerlo derecho, aquel maldito irlandés le vomitó en las botas. Gavin la miró con cara de "tú te lo has buscado".
       —Vas a descalzarte antes de entrar a mi casa, Rebecca —le dijo ocultando una sonrisa.
       Una vez arriba, ella le hizo llenar la bañera con agua caliente y lo metieron dentro.
       —Eso hará que entre en calor.
       El hombre estaba claramente incómodo, y para entonces ya se había dado cuenta de que lo que le molestaba era tenerla por allí. Trataba a su hermano con una delicadeza que nunca le hubiese adjudicado y lo veía preocupado. Era esa versión suya la que no quería que ella viese. No era personal, esa idea se extendía también a todos los demás. Traspasar el duro muro de hormigón era algo impensable para él, y aquella situación la dejaba arañándolo con fuerza.
       Le hizo una lista de medicamentos y lo mandó a comprarlos. Su expresión severa se había suavizado un poco cuando ella le aclaró que sabía bien lo que hacía. Nunca le diría que aquella noche se había alegrado de tenerla por allí -porque más tarde, cuando las cosas se pusieron realmente difíciles, se alegró de tenerla por allí-, pero tampoco hacía falta que se lo dijese. Y ella... Ella se había quedado por echarle una mano con aquel marrón, sabiendo que iba a empeorar drásticamente -aunque nunca hubiese adivinado cuánto-. Pero a la mañana siguiente, cuando Paul Montgomery abrió esos jodidos ojos azules, Gavin quedó completamente relegado a un segundo plano.

       —Dime, Paul, ¿cómo te gusta el café? —él la había mirado con aquella sombra triste en los ojos y una media sonrisa encantadora que hacía pensar que todo iba como la seda.
       —Oscuro como la noche y dulce como el pecado.
       Si uno quería conocer de verdad a Paul Montgomery, comprendió mucho tiempo después, había que leer en sus ojos, nunca en la comisura de esos labios.
       Tres días más tarde hizo dos cosas que nunca antes había hecho, las primeras de muchas otras: Se cogió unas largas vacaciones, y se llevó a aquel maldito irlandés a su casa. Cuidar de Paul no había beneficiado sólo a Paul. Por eso el hombre aceptó su ayuda sin reservas, porque él supo verlo desde el principio. A Paul no se le escapa ni una. Había sido una reconstrucción completa en las dos direcciones. O todo lo que pueden reconstruirse dos personas como ellos, claro.
       Un año vivieron juntos, hasta que el irlandés se sintió lo suficientemente fuerte como para regresar a su casa. Paul se acostaba en el incómodo sillón de dos plazas. A excepción de cuando él tenía temblores o ella pesadillas, que dormían juntos en la cama, abrazados. Fue en esos momentos, en la oscuridad de su habitación, dónde ambos aprendieron a hablar -y a establecer una relación emocional, en el caso de Rebecca-. Y durante todo ese tiempo nunca se tocaron en ningún otro sentido, porque aquella relación suya iba mucho más allá de la simpleza de tocarse de una forma meramente física. Porque en algunas ocasiones, la muerte puede forjar lazos y vínculos mucho más fuertes que la vida.

       Paul fue el primer tío que pisó su apartamento. El primero hasta el misterioso hombre de turbulentos ojos grises...