Capítulo 6




Descenso a la locura



       “Hay lugares que son míticos. Existen, cada uno a su manera. Algunos están repartidos por la superficie de la Tierra; otros existen en un segundo plano, tras la realidad tal y como la percibimos a través de los sentidos, como una capa de fondo.
       Hay ciertas montañas, por ejemplo, que no son más que escarpadas rocas tras las cuales se hallan los confines del mundo, y hay ciertas cuevas en esas montañas, cuevas profundas, que ya estaban habitadas mucho antes de que el primer hombre empezara a caminar sobre la Tierra.
       Y siguen estando habitadas.”
-Neil Gaiman-





       La vibración se había detenido una milésima de segundo antes de que el cuerpo tocase el suelo. Había sabido entonces, con una absoluta certeza, que aquel hombre estaba muerto. Bueno, si te vuelas la puta cabeza con una 9mm la muerte suele ser la consecuencia más inmediata. Pero lo que quería decir, a lo que ella se refería con todo aquello de una absoluta certeza, es que lo había sentido en lo más profundo de su interior. El reloj de aquel tipo se había parado. Punto. Y eso era lo más espeluznante que había sentido en toda su vida. Y, joder, en su vida había cosas espeluznantes como para parar un tren. Paul no apartaba sus escrutadores ojos azules de ella.
       —Se ha detenido. La vibración —añadió al leer la pregunta en su rostro—, se ha detenido.
       —Eso no me consuela... —dijo Paul, con una voz siniestra que quedaba totalmente fuera de lugar en él—. ¿Qué vamos a hacer?
       La miraba expectante, esperando que tomase una decisión.
       —Haremos exactamente lo que teníamos pensado hacer.

       Resultó que no faltaba tanto para el amanecer cuándo se desencadenó todo aquello. Un amanecer gris que se extendía por todo lo que tocaba, como si alguien le hubiese dado al botón de desaturar. Y más policía, y más ambulancias. Les tomaron declaración. La declaración más breve de la historia de las declaraciones, porque no había gran cosa que declarar. Mientras estaban por allí, ella le contó a Paul toda aquella historia bizarra que se había cocido en la habitación del motel.
       —¿Sabes qué es lo peor? —él negó con la cabeza, perdido en sus propias cavilaciones, sin decir absolutamente nada—. Lo peor es que nosotros somos como esos gusanos. Nos devoraremos unos a otros mientras esa hija de puta siga ahí abajo. Eso es lo que la alimenta. Y sabe que vamos a ir. Lo sabe, Paul... Y tiene hambre... hambre de nuestro miedo.
       —No debes preguntarte jamás por quién doblan las campanas...
       —...Doblan por ti —terminó ella—. Es demasiado temprano para citar a Donne, ¿no?
       —Nunca es demasiado temprano para él —respondió lacónico.
       Paul se estremeció involuntariamente, y tuvo que reprimir el deseo de abrazarlo muy fuerte. Los tipos duros no hacen esa clase de cosas. Al menos no en público. Aunque en realidad el abrazo no era para él. Era para sí misma. Necesitaba uno urgentemente. Uno de oso, que le quebrase las costillas y le hiciese poner los pies sobre la tierra.
       —Es hora de ir a por los demás —dijo en cambio—. Ve al motel y ponlos en pie si es que no se han levantado ya, que será lo más probable. Que lo recojan todo y lo carguen en la furgoneta. Quiero que Emma revise el equipo y, después, cuando no haya nada de lo que hablar, que lo recoja también. Cuando todo esté empaquetado y listo para largarnos de aquí cagando hostias, bajaremos.
       —Eso nos deja una hora, más o menos —repuso Paul calculando mentalmente todo aquello—. Pensaré en lo que debemos llevarnos.
       —Necesitaremos a las niñas.
       Las niñas, era como Rebecca llamaba a los explosivos pequeños de Paul. Había algo que se le daba jodidamente bien, además de las armas: los explosivos. Su paso por el IRA le había permitido dar rienda suelta a esa faceta destructiva suya. Y sabía de aquello. Sabía construirlas, montarlas y desmontarlas con los ojos cerrados. Sabía qué necesitaba exactamente para cada ocasión, mejor de lo que un jefe de protocolo podría aconsejarte sobre qué tipo de traje ponerte en una fiesta de etiqueta de la realeza. Ese era el auténtico talento de Paul. Y también su maldición. Porque, según sostenía firmemente, una bomba se crea con el único propósito de hacerla estallar. De lo contrario el trabajo no tiene ningún sentido. Y aquel era un hombre que necesitaba encontrarle sentido a las cosas. Cuándo sus manos trabajaban con cuidado, acariciando con la habilidad y la dedicación de un amante, aquellos ojos azules adquirían un tono mucho más profundo. Un tono de desesperación. Y después de darle rienda suelta a su faceta destructiva, llegó el momento de darle rienda suelta a su faceta autodestructiva. Una faceta que arrastró durante muchísimo más. Porque cuando haces cosas que no están en tu naturaleza y despiertas un día en medio de todo eso... Sólo queda un inmenso vacío, el odio hacia uno mismo y... pagar el precio. Habían pasado siete años. Siete años desde que Gavin y ella lo trajesen de vuelta al mundo de los vivos. Pero alguien que ha vivido en el filo de la navaja durante tanto tiempo, nunca deja de hacerlo del todo. Oh, Paul... No debes preguntarte jamás por quién doblan las campanas... Paul necesitaba aquello. Era la válvula de escape para no estallar en mil pedazos. Exactamente igual que ella. Ninguno de los dos podría dedicarse a otra cosa. Ninguno de los dos podría dedicarse a algo... "normal". Y suponía que era exactamente por eso por lo que despreciaba de aquel modo a Emma. Ella no era así y, sin embargo, se empeñaba en escupir a contraviento, sin ni siquiera saber que todo le iba a caer en la cara antes o después. Y ella también terminaría pagando el precio. Eso era algo seguro. Seguro como el sol que sale por las mañanas, aunque en ocasiones las nubes traten de ocultarlo. Emma la dulce no era, ni por asomo, compatible con el resto del equipo. Josh tampoco, pero la diferencia radicaba en que él sí sabía de sobras dónde coño se estaba metiendo cada vez que subía a la furgoneta. Aunque lo hiciese totalmente acojonado, sabía dónde coño se estaba metiendo. Su motivación era puramente económica. Y esa siempre es la motivación equivocada, porque cuando te meten una bala en la cabeza, el dinero deja de tener sentido.


* * *


       Emma comprobó las lecturas una vez más. En torno a la hora en la que los agentes habían muerto, la aguja había subido y bajado a un ritmo frenético. Se había vuelto completamente loca. Es más, se había salido del papel. Nunca había visto unos gráficos como aquellos. La actividad había sido salvaje. Pero aún así... no tenía las respuestas. No había absolutamente nada que pudiese decirles. Nada. Derrotada, comenzó a desmontarlo todo. Rebecca se acercó y les hizo un gesto a los demás para que hiciesen lo mismo.
       —Yo voy a bajar, no voy a obligar a nadie a que venga conmigo. Es más, preferiría que nadie viniese conmigo pero, ésta vez, no voy a deciros lo que debéis hacer.
       Paul se encogió de hombros, como si ese gesto lo explicase todo, y Gary se cruzó de brazos, dando a entender que no pensaba objetar nada al respecto. Irían a dónde ella fuese, sin reservas. Y eso le dolió. De igual manera que le dolía que Rebecca hubiese tenido razón desde el principio, y que todo aquel carísimo equipo hubiese resultado absolutamente inútil.
       —Yo también bajo. Quiero ver qué es lo que hay ahí.
       Josh le dirigió una mirada muy elocuente. Lo habían hablado en la habitación y no estaba de acuerdo con aquello. No quería que bajase pero, sospechaba que, por encima de todo, lo que no quería era tener que bajar él. Y que ella lo hiciese... lo ponía en el compromiso de tener que acompañarla. Tenía miedo. Y no era malo tener miedo, pero que lo intentase camuflar de preocupación –de preocupación por ella–... era algo que la había pillado por sorpresa. Hubiese preferido mil veces que él decidiese quedarse solo arriba, reconociendo que no tenía ningún interés en ir. Hubiese preferido mil veces más que él la siguiese allá a dónde fuese, sin reservas. Tal y como Paul y Gary seguirían a Rebecca. Josh tardó unos segundos eternos en asentir, sin apartar la vista de ella, y no pudo evitar sentir un ramalazo de culpabilidad. No podía obligarlo a ser lo que ella quería que fuese, y es posible que, además de culpable, se empezase a sentir también un poco egoísta por albergar ese tipo de pensamientos. Lo conocía lo suficientemente bien como para saber que si le pedía que no viniese, él se lo tomaría como una afrenta. Era como decirle a la cara que era un cobarde. No había forma de acertar con aquella situación. Suspiró resignada y decidió que todos eran adultos, y que él debía también tomar sus propias decisiones. Aunque éstas no fuesen las correctas.
       —De acuerdo entonces —dijo Rebecca—. Terminad de recoger el equipo y al lío.


* * *


       Josh silbó al asomarse por encima de su hombro al maletero del coche.
       —Joder, ¿siempre lleváis todo eso ahí?
       —Nos gusta el sexo seguro —contestó Paul, cerrándolo bruscamente tras sacar la mochila.
       Muchas veces Rebecca y él salían solos, sin la furgoneta, y en ése maletero estaban todas aquellas cosas que les daban seguridad. La seguridad era importante. El noventa por ciento del trabajo era seguridad. Lo demás, estaba en el diez por ciento restante.
       —¿No hay nada para mí ahí dentro? —preguntó Josh.
       —¿Has utilizado un arma alguna vez? No quiero ser el responsable de que te dispares en un pie, Josh —dijo tras ver en sus ojos una respuesta negativa que ya tenía muy clara—. O peor, de que le dispares a alguien accidentalmente. Lo tuyo son los aparatos, no las armas...
       Él le lanzó una mirada de fastidio, pero no dijo nada más. Paul se cargó la mochila al hombro y fue a reunirse con Rebecca, dejándolo refunfuñando a solas.

       Estaba molesta. Habría preferido ir sola. O con él. A lo sumo, también con Gary. Pero nunca tenemos todo lo que queremos. Así que ahora, estaba molesta. Él tampoco hubiese querido llevarse a la pareja feliz. Pero nunca tenemos todo lo que queremos, ¿verdad?
       —¿Estás bien? —le preguntó, asegurándose de que ninguno de los demás estaban lo suficientemente cerca como para escucharlo.
       Ella asintió y le sonrió para tranquilizarlo. Una sonrisa que no pudo devolver, porque no estaba nada tranquilo. Rebecca estaba convencida de que no iban a necesitar armas, sólo los explosivos, pero los tres las habían cogido igualmente. Confiaba demasiado en aquel sueño que había tenido. Eso estaba bien. Él confiaba en sus armas. Y Gary también. Y la clase de gente que va armada a la compra, no suele dejarlas a un lado para meterse en la boca del lobo.

       Tomaron el camino por el tramo más ancho. Bajaban en fila india, sujetándose a las raíces que sobresalían de la tierra revuelta. El suelo era estable y el descenso fácil. Aún así, Josh resbaló un par de veces, haciéndolos temer que los arrastrase con él en una caída. No había querido ir el primero, por supuesto, así que Rebecca lo había obligado a ir tras ella, en segundo lugar. Justo delante de Emma, que llevaba un aparato en la mano del tamaño de un mando a distancia de los grandes. Él quiso cargar con el trasto para que pudiese sujetarse mejor, ya que no estaba acostumbrada a moverse por ningún sitio que no estuviese perfectamente asfaltado, pero ella rechazó el ofrecimiento alegando que podía hacerlo sola. Quizá si lo decía en voz alta las veces suficientes, terminaría por creérselo.
       Una vez abajo avanzaron durante unos cinco minutos, siguiendo la brecha desde allí, hasta que Rebecca los llevó directos a una entrada estrecha y semioculta entre las paredes. Joder, sí que sabía a dónde iba. Y eso le puso la piel de gallina. Confiaba en ella, no es que no se hubiese creído lo del sueño, pero creerlo y verlo eran dos cosas muy distintas. Aquello quería decir que la hija de puta estaba ahí abajo. De verdad. Él había querido pensar que Rebecca se equivocaba. Pero se había estado engañando porque desde que la conocía... Rebecca nunca se había equivocado.
       Tuvieron que caminar agachados un buen trecho y cuando se hubieron alejado lo suficiente, encendieron las linternas. La oscuridad no era total, algo de luz se filtraba por algunos de los agujeros del techo. O del suelo, si estabas ahí fuera. Aún así, las linternas eran necesarias. Emma iba moviendo el enorme mando a distancia de un lado a otro, buscando algo. Entonces llegaron a una cavidad más amplia, dónde pararon un momento para que ella pudiese examinar mejor el entorno. El aparato emitía ruiditos, como los de un transistor que se ha quedado sin señal. Supuso que eso no era bueno, por eso, y porque ella, frustrada, negaba con la cabeza todo el tiempo. Hasta que empezó a sonar de otra forma. Con el sonido rítmico de los latidos electrónicos de una de esas máquinas de hospital a las que te conectan para seguirte el pulso.
       Y fue entonces cuando escuchó las voces. No eran esa clase de voces que un esquizofrénico escucha en el interior de su cabeza. No. Realmente, estaban dentro de su cabeza, arrastrándose... Se deslizaban, ponzoñosas, por el linde de la cordura, dejando una fría estela de todo tipo de pensamientos desagradables a su paso. Pensamientos a los que le resultaba casi imposible resistirse. Lo acariciaban pegajosos, lo envolvían, lo atrapaban como si de una gigantesca tela de araña invisible se tratase. Caían unos sobre otros, produciendo sonidos que lo enloquecían por completo. Porque joder, se metería una bala en la cabeza sólo para sacarlos de allí, comprendió. Pero no querían que lo hiciese. No aún. Y de fondo escuchaba el aparato de Emma, que se había vuelto completamente loco. Pero a ella parecía no importarle ya. Vio a Rebecca, inmóvil, y sintió el deseo irrefrenable de saber cómo sonaría su piel al desgarrase. El sonido de aquellos frágiles huesos al romperse bajo el contacto de sus manos. El sabor de su carne en la boca... Oh, joder, si hubiese traído el cuchillo... Se pasó la lengua por los labios... y le pareció que tenía la garganta reseca... Oh, Dios... oh... si hubiese traído el cuchillo, pensó mientras avanzaba hacia ella...
       El sonido de un disparo lo sacó de allí a medias. Podía escucharla, en alguna parte. Rebecca, era Rebecca. Lo llamaba, podía verla, pero de una forma totalmente distorsionada. Desenfundó el arma que llevaba en el costado y la pegó a su pierna, esperando, con la cabeza ladeada, en un intento por concentrarse. Le costaba tanto concentrarse en algo que no fuesen las voces... Dos siluetas se abalanzaron sobre Rebecca en un silencio sepulcral. La golpearon con una brutalidad salvaje. Quiso resistirse a aquel impulso que se abría camino en su interior. El impulso de unirse a ellas. Parpadeó varias veces intentándolo. Lo intentaba con todas sus fuerzas mientras su mente se hacía pedazos. Luchaba contra la realidad, y la realidad era que quería destrozarla. Oh, Rebecca. Destrozarla de todas las formas posibles. Levantó el arma y apuntó. Jesús... Necesitaba disparar... Lo deseaba tanto...
       En el último momento consiguió mover el brazo alejando el cañón de la mujer. El estallido de la pistola volvió a despejarlo unos instantes. Josh hizo a un lado su interés por Rebecca y se volvió hacia él. Lo embistió con fuerza y ambos cayeron al suelo. Y Paul dejó salir todo aquello que llevaba dentro. Volcó en él con furia toda la violencia contenida, y fue como ver la escena de una película muda. Como si eso lo estuviese haciendo otra persona. Todo envuelto en ese absoluto silencio de muerte. Rodaron hasta que quedó sobre Josh y dio rienda suelta a sus puños. Hasta que alguien lo golpeó en la cabeza. Emma. Lo golpeó con el aparato que llevaba en la mano. Una y otra vez. Hasta que él se la sacó de encima devolviéndole los golpes con la culata del arma que, sorprendido, descubrió que aún tenía en la mano. Y ella por fin se quedó ahí, quieta, sin ofrecer ya resistencia alguna. Los acontecimientos se sucedían en un desfile delirante, uno tras otro, transcurriendo como a cámara lenta. El tiempo se dilataba y se deshacía, pegándose a las yemas de sus dedos y resbalando junto a la sangre. La luz de las linternas, ahora tiradas por el suelo, lo hacía todo aún más irreal. El deseo. El deseo seguía allí, impidiéndole pensar con claridad. Le costaba respirar y jadeaba agotado. O pensó que lo hacía, porque todo le resultaba lejano, como en un sueño febril.
       Buscó con la mirada a Rebecca y a Gary, y los encontró enlazados, cuerpo contra cuerpo. Como pudo se levantó, se quitó la mochila y la tiró al suelo. Y se lanzó sobre el hombre, que trataba de estrangular a Rebecca y lo estaba consiguiendo. Lo aprisionó entre sus brazos, apretando, y se separaron de ella. Lo tiró al suelo y lo aferró también con las piernas. Gary no parecía interesado en él ni lo más mínimo. Sus ojos estaban fijos en Rebecca. Y podía comprenderlo, y compadecerlo por hallarse tan lejos de la mujer. Porque sabía que ambos estaban imaginando todo aquello que podrían hacerle. Rebecca. Y desde dónde estaba trató de ver si ella aún se movía.
       Estaba tumbada en el suelo, de lado. Parecía respirar, y se giró lentamente hacia él y lo miró. Una mirada suplicante que lo volvió loco de placer. Dejó de centrarse en Gary, que se revolvía frenético y levantó el arma apuntándola a ella. Y quería disparar. Quería hacerlo, lo deseaba más que nada en el mundo... pero no lo hizo. En cambio, aumentó la presión sobre el hombre y le dio una patada a la mochila, acercándosela. Ella la cogió, y lo miró de nuevo. La mano con la que la apuntaba tembló y supo que dispararía una vez más, y que esta vez no podría resistirse ya.
       —¡Corre! —se escuchó rugir con voz rasposa. Una voz ajena que le costó distinguir como propia.
       Y ella se puso en pie con dificultad y corrió. Corrió saliendo de allí y se perdió en la oscuridad.


* * *


       La vibración había aparecido de repente, intensa, pillándola por sorpresa. Había pasado de cero a cien en menos de un segundo, y casi cayó al suelo sin aliento de la impresión. Los demás parecían haberse quedado sin baterías. Suspendidos en el tiempo, sin mover un sólo músculo, en un silencio sepulcral. Hasta que se dio cuenta de que aquel silencio era el mismo silencio embasado al vacío del exterior. Sólo que allí dentro tampoco parecía escuchar ni los sonidos que ella misma emitía. No era capaz, por ejemplo, de escuchar su respiración acelerada. Mucho más tarde, cuando estuvo fuera de nuevo, no supo decir cuánto tiempo pasó así, inmóvil, tan sólo contemplando a los demás. Sin ser capaz de decidir qué hacer. Le costaba pensar; las cosas se le iban de la cabeza tan rápidamente como llegaban, sin darle tiempo a masticarlas. Era una sensación de absoluto desasosiego. Sabiendo que pasaba algo, pero sin poder hacer nada al respecto. Hasta que vio esa extraña mirada en los ojos de Paul. Se acercó a ella y la sangre se le heló en las venas.
       Sacó la glock y disparó al aire. Paul pareció reaccionar, aunque no como ella hubiese deseado. Una capa de sudor le cubría la frente, tenía los ojos vidriosos y parecía completamente febril. Él desenfundó también sin apuntar a nadie, con el arma pegada a la pierna, a la espera. Parecía concentrado en algo, y estaba casi segura de que no la veía. Lo llamó, pero él hizo caso omiso. Estaba completamente perdido...
La vibración creció. Creció hasta casi sentir como sus costillas chocaban las unas con las otras, aunque sabía que aquello era imposible. Era como sentir que todo su cuerpo se iba licuando lentamente. Un golpe seco en la cabeza la dejó mareada.
       Estaba tan concentrada en Paul que no se dio cuenta cuando Gary y Josh se le echaron encima. Tras ése primer golpe tuvo que esforzarse para no caer al suelo. Imaginó que Josh la había sacudido con la linterna que llevaba en la mano. Ambos la golpearon repetidamente mientras ella, aturdida, trataba de cubrirse. Uno de los dos, no supo cual, la sacudió varias veces en las costillas, rompiéndole alguna. Gary le estampó el puño en la cara, y sintió que la mandíbula le estallaba. Miró a Paul en un intento de hacerlo volver de dónde quiera que estuviese, pero todo lo que consiguió fue que la apuntase con su arma. Y en el último instante, vio como la desviaba y disparaba. Josh se le encaró dejándola a solas con Gary, y aprovechó la ocasión para empujarlo con todas sus fuerzas, intentando desequilibrarlo. Pero no lo consiguió. Se abalanzó sobre ella de nuevo asiéndola del cuello, arrastrándola por la pared. Rebecca le dio una patada, y después otra más. Y otra. Y él parecía no sentir nada en absoluto, porque no aflojaba la presión. La tiró al suelo y se sentó a horcajadas sobre ella, con las manos aún sobre su garganta, apretando... Quiso dispararle con la glock, que aún sujetaba firmemente, pero él le había inmovilizado los brazos con las rodillas. Pensó que aferraba el arma por puro instinto, como cuando te lanzas en caída libre y tienes que agarrarte a algo, a lo que sea... Y le pareció que aquel sería su último pensamiento.
       Lo estaba empezando a ver todo negro cuando Paul le quitó a Gary de encima. Lo retuvo abrazándolo por el pecho con una fuerza desesperada, en un contacto que duró unos segundos pero que a ella le parecieron horas. Hasta que Paul se impulsó hacia atrás y ambos cayeron. Gary seguía con la vista fija en ella y Paul le hizo una llave con las piernas, dejándolo prácticamente paralizado. Y pensó aliviada que Paul volvía a ser él mismo, hasta que éste levantó la mano con que sujetaba el arma, apuntándola de nuevo. Y entonces lo comprendió: si Paul disparaba, no sería capaz de impedírselo. No sería capaz de dispararle a él. Y se quedó allí, tirada en el suelo como una imbécil, esperando que Paul se encontrase ahí dentro, en alguna parte. Deseando que reaccionase de alguna forma.
       Y lo hizo.
       Le dio una patada a su mochila, acercándosela. Ella se levantó torpemente y la cogió, y Paul habló, pillándola por sorpresa.
       —¡Corre! —le gritó. Y su voz era ronca y distante, como si no estuviese allí. Como si aquella lastimera y solitaria palabra escapase por la boca de un perfecto desconocido.
       Y corrió.
       Y el disparo sonó tras ella, pero no se volvió para ver lo que estaba sucediendo.

       Salió de allí sabiendo exactamente lo que tenía que hacer para terminar con aquella locura. Corrió repitiendo el mismo camino que hiciese ésa misma noche, en el sueño. Tenía el labio partido y el ojo derecho estaba completamente cerrado. Había varias costillas rotas y el simple proceso de inhalar y exhalar le costaba la vida. El aire ardía en sus pulmones como si se hubiese tragado un lanzallamas. Nunca antes había estado tan cerca de morir estrangulada y no había sido agradable, aunque eso contribuyó a aclararle la mente. Al menos durante el tiempo suficiente, porque ahora mismo la sentía embotada de nuevo. No se había llevado la linterna, que se le había caído al suelo mientras peleaba con Gary, pero descubrió que tampoco la necesitaba. No parecía haber tanta oscuridad como en la zona amplia de la caverna dónde se había desatado el caos.
       Los últimos metros se le hicieron eternos. La vibración era tan intensa que, al igual que en el sueño, pensó que iba a partirla en dos, y se llevó las manos a la garganta esperando que no hubiese nada trepando por ella. Vio el diapasón y, en el centro de éste, una especie de bolsa palpitante que recubría algo. A ella. Aquello era el vórtice de todo un engranaje. Un subconsciente colectivo manipulado por una única entidad. Y las grietas de la cordura se abrieron bajo sus pies dejándola caer por allí.

       Despertó sobre la tierra húmeda. Había llovido, y el aire tenía ese olor a tormenta que impregna todas las cosas. Sentía dolor, pero de una forma lejana y ajena. Y lo agradeció. Se incorporó para ver dónde estaba. Era la grieta, pero en la superficie. Estaba fuera. Volvía a ser de noche y la atmósfera tenía un aspecto tan irreal que le hizo preguntarse si no estaría soñando de nuevo, aunque el tacto bajo sus manos era demasiado auténtico como para que fuese un sueño. Todo lo que la rodeaba era demasiado vívido. Todo salvo aquella iluminación fantasmal. Y el hecho de que no hubiese nadie por los alrededores. Tampoco podía ver las casas de las inmediaciones. La grieta se extendía ahora hasta dónde le alcanzaba la vista. Y sintió la ausencia de la vibración como la propia muerte de un ser querido. De una forma mucho más tangible y dolorosa que algo meramente físico. Se sintió completamente sola.
       Se levantó y caminó un trecho. Nada cambiaba, la vista era exactamente la misma. Corrió. Y después, siguió corriendo. Y corrió aún más, y más deprisa. Corrió durante lo que le parecieron décadas hasta que, por fin, llegó a alguna parte. O a ninguna. Al final de todo. La grieta se amplificaba hasta el punto de perderse en un vacío que le pareció infinito. La Nada más absoluta se extendía ante sus ojos. Caminó por el borde, agotada y desesperada, y a lo lejos pudo observar el primer cambio significativo en aquel oscuro paisaje.

       Cuando se hubo acercado lo suficiente pudo distinguir que eran tumbas lo que veía. O así se lo pareció a ella, puesto que no había lápidas que las señalasen como tal. La tierra se amontonaba tomando aquellas formas ovaladas y sintió el impulso de cavar, así que se acercó a la primera y lo hizo. Con las manos desnudas separó la tierra revuelta y húmeda. Y cuanto más profundo hacía el agujero, más fuerte era su necesidad de llegar hasta el fondo. Hasta que tocó algo que no era tierra. Una bolsa de plástico, similar a las que habían utilizado para meter los cuerpos de los niños la mañana anterior. Buscó el cierre, dando por sentado que había uno, y lo encontró en un lateral. Y al abrirla no pudo soportar la visión de lo que aguardaba en su interior.
       Era Paul, y sus ojos sin vida la miraban acusadores. Siempre imaginó que ambos terminarían de la misma forma, en el interior de una de esas bolsas de plástico, probablemente de forma violenta y prematura. Pero una cosa era imaginarlo, y otra muy distinta tenerlo delante. Miró a su alrededor: sabía quiénes estaban enterrados allí, bajo aquellos montículos. Bajo todo aquel montón de tierra sin nombres. En las tumbas sin lápidas. Podía recordarlos a todos, eran sus compañeros. “Hasta que la muerte nos separe”. Ése habría sido un lema perfecto para rubricar toda una vida de trabajo duro.  Paul tenía la boca abierta llena de tierra, que ella intentó retirar. Esa idea se convirtió, repentinamente, en una nueva obsesión. No podía permitir que él se ahogase de aquel modo, aunque ya no sintiese nada. Porque Paul estaba muerto. Muerto. Y eso hacía que todo dejase de tener sentido para ella. Consiguió liberarlo hasta el pecho para poder levantarle la cabeza, y la acunó en sus manos con suavidad. Y lloró. Le cerró aquellos ojos azules que le había llevado tanto tiempo comprender y se puso en pie para caminar, de nuevo, hacia la Nada. Por fin sentía la mente clara y despejada, y una fría determinación se abría paso en su interior. Y cuando se encontró en el borde del abismo, quiso saltar. Quiso que la tragase para siempre.
       Y fue entonces cuando escuchó el disparo. Sonó lejano, pero seguro. Y se aferró a eso con todas sus fuerzas. Y tras unos breves segundos, sonó el siguiente.
       Y eso bastó para despertarla.

       Se miró las manos con atención. Estaban cubiertas de tierra y, a su alrededor, todo estaba cambiando. Seguía en la caverna, justo delante del diapasón. La vibración había vuelto más fuerte que nunca, y también el dolor. La bolsa que había en el centro se retorcía convulsionándose en una sucesión de contracciones. Sin pararse a pensarlo y haciendo caso omiso a sus deseos de salir corriendo de allí, sacó la Python de su funda en el costado, apuntó al corazón gelatinoso que tenía delante y disparó. Le vació el tambor. Las seis balas. Dejó aquel saco amniótico como un colador. Se acercó aún más para comprobar si había dejado de palpitar. La vibración había remitido considerablemente, así que supo con certeza que, realmente, podía hacerle daño. La bolsa chorreaba un líquido oscuro y asqueroso que apestaba, sin embargo, aquello seguía latiendo.
       Extrajo los explosivos de la mochila de Paul, deseando saber hacerlos funcionar. Sabía lo básico, pero nunca había tenido que colocarlos. Eran explosivos líquidos, indetectables para los perros y los dispositivos electrónicos. Se accionaban haciéndoles pasar corriente eléctrica a través del detonador, que estaba en un bolsillo a parte, en la mochila. Básicos, y aún así le costó darse cuenta de dónde metérselo. Le temblaban las manos y sólo podía pensar en lo que había dejado ahí atrás. En Paul. Se maldecía por no ser más rápida. La bolsa se removió un poco más, como inquieta, haciendo gotear ese lodo por todas partes.
       —Sí, zorra, es exactamente lo que parece —susurró, sintiéndose extrañamente orgullosa.
       Terminó de colocarlos. Tres cargas. Y esperó que fuesen suficientes. Corrió de vuelta por dónde había venido, y al girar la segunda esquina accionó el detonador. La explosión fue bestial; el suelo tembló y se sujetó a las paredes de tierra, de las que se desprendían piedras y polvo. Algunas zonas del techo cedieron y tuvo que apartarse para que no le cayesen encima. Se quedó allí parada unos segundos, esperando. Hasta que aquella jodida vibración desapareció, y volvió a verlo todo con total claridad. Las nubes de su cabeza se disolvieron por completo: estaba hecho.

       Cuando llegó a dónde estaban los demás se le cayó el alma a los pies. Josh estaba muerto, con la cabeza completamente destrozada. Emma, que tenía un hematoma enorme y sanguinolento en la sien, la acunaba en sus brazos, llorando. Gary estaba algo más allá, con un agujero de bala en la frente. Paul, sentado contra la pared, respiraba con dificultad. A su alrededor todo estaba lleno de sangre. La suya, dedujo. Se oprimía una herida en el abdomen, pero estaba tan débil que no hacía la fuerza necesaria para contener la hemorragia.
       Se lanzó sobre él tratando de ignorar todo lo demás y lo recostó en el suelo, apartándole la mano. Le retiró la camiseta pero sangraba tanto que no pudo ver absolutamente nada. Parecía una herida fea. Apretó con fuerza.
       —Vamos, Paul, no me jodas... —el irlandés la miró y no dijo nada. Únicamente frunció el ceño y suspiró. No supo discernir si lo hizo por alivio o porque se había rendido.
       No podía hacer nada por él allí, tenía que sacarlo. Y tenía que hacerlo enseguida.
Pensó. Buscó a su alrededor tratando de discernir cual era la mejor opción. No podía mandar a Emma a buscar ayuda; no podía confiar en qué la mujer, en su estado actual, se diese la prisa necesaria. Ni siquiera podía confiar en que encontrase el camino, o en que, una vez fuera, fuese capaz de volver a por ellos y en lugar de eso saliese corriendo sin mirar atrás. Tampoco podía esperar a que alguien se presentase allí. Ni siquiera tras la explosión. Al observarla se le formó un nudo en la garganta. Ella misma había sostenido así la cabeza de Paul hacía nada, y el recuerdo le llenó la boca de bilis. Un recuerdo que se haría realidad muy pronto si no hacía algo YA.
       —¡Emma! —gritó. Sin embargo ella la ignoró por completo—. Emma, está muerto, pero yo necesito tu ayuda... y Paul también.
       Esperaba que si ella no le despertaba ningún interés, al menos tratase de centrarse por Paul. Y parece que acertó. Al nombrarlo, Emma se giró hacia ella, como viéndola por primera vez. Dejó el cuerpo de Josh en el suelo con sumo cuidado –y tan despacio que casi logra sacarla de quicio–, y fue hasta allí.
       —Es culpa mía... —dijo sollozando—. Bajó aquí porque yo quise venir...
       —Oye, no ha sido culpa de nadie. Escúchame, tienes que presionar la herida mientras voy a por ayuda, ¿comprendes? —Emma la miraba, pero no parecía comprender nada. Seguía dándole vueltas a lo de Josh. La agarró de la mano, obligándola a agacharse a su lado, y se la colocó sobre la herida de Paul apretando con todas sus fuerzas—. Tienes que ayudarme Emma, o Paul también morirá, y eso sí que será culpa tuya, ¿me oyes?
       Pasaron unos segundos más en los que parecía estar decidiendo algo. Ella perdió los estribos y la abofeteó. Lo hizo con ganas, sin medias tintas. Emma se llevó la mano a la cara saliendo del trance.
       —Si... —pero cuando intentó retirar su mano de la de ella, comprobó que la presión disminuía.
       —¡Emma, joder, espabila, concéntrate en presionar! —volvió a hacer fuerza sobre la diminuta mano. Paul hizo un gesto de dolor y dejó caer la cabeza a un lado—. Tienes que apretar fuerte, así.
       —Le hago daño...
       —Sí, le duele, pero si aflojas se desangrará antes de que yo haya vuelto. Concéntrate, vamos —le pidió una vez más. Pero ella seguía lanzando miradas de reojo al cuerpo del suelo—. Emma, mírame. ¡Mírame! Voy a ir a por ayuda. Si cuando regrese Paul ha muerto, te meteré una bala en la cabeza. ¿Me has entendido? Lo digo completamente en serio, Emma. Concéntrate en eso si quieres.
       Ella la miró con los ojos muy abiertos, mucho más allá del horror y el tormento, y asintió. Y sintió su mano presionando por fin. La creía porque le había dicho la verdad. Porque si volvía y Paul estaba muerto, ella dejaría de ser ella y se convertiría en otra persona. Alguien completamente distinto. O quizá no tanto... Porque Paul y ella pendían de los dos extremos de la misma cuerda, equilibrándola, y si uno caía, el otro lo seguiría inexorablemente, de una forma o de otra.
       Cogió la mano de Paul, pegajosa por la sangre, y la apretó con fuerza. Él giró la cabeza hacia ella, pero no le devolvió el apretón. Se la llevó a los labios y la besó.
       —Volveré enseguida, ¿de acuerdo? —nada—. Aguanta un poco más, Paul. Sólo un poco más...
       Se puso en pie y echó un último vistazo antes de salir, deseando que Emma aguantase también.
       Y se fue.