Capítulo 5




Dejarlo todo atrás



       Gage contemplaba su bicicleta con pesar desde la ventana. Su padre había dicho que no se la podía llevar. Sólo cosas imprescindibles, había dicho. Pero su bicicleta era imprescindible para él... Suspiró resignado y metió en la bolsa todo lo demás. Iban a Toronto, a casa de su tía Lizzy. Le gustaba su tía Lizzy. Había venido por navidad con aquel novio suyo, Edd, del que su padre decía que era un hippie barbudo que fumaba tabaco de liar y tocaba el bajo en el garaje de su hermana. Además, su tía lo llamaba "El Encantador de Gatos". Él ignoraba por completo el porqué, pero se moría de ganas de descubrir de qué manera encantaría Edd a los gatos, y qué es lo que estos harían una vez encandilados. Ciertamente, el novio de su tía era un tipo interesante. Gage había quedado fascinado por su extraño aspecto; tenía una larga barba pelirroja y llena de canas, mientras que su cabeza, cubierta de tatuajes, estaba completamente afeitada –como a él mismo le gustaba decir, no tenía ni un pelo de tonto–. Tenía también una colección de enormes anillos en los dedos: todo un surtido de dragones, serpientes y calaveras, que dejó que Gage se probase. Después chocaron los puños, como los tíos duros. Así, podía decirse que, a pesar de haberlo visto tan sólo una vez, Edd le caía bastante bien.
       La tía Lizzy le gustaba, principalmente, porque no lo trataba como si fuese un crío. Y porque siempre le contaba cosas que su padre hacía a su edad. Todo tipo de asuntos turbios en los que se había visto involucrado, como cuando tiró aquellos petardos dentro de la casa de la señora Greene. Y la señora Greene era temible... Su padre decía que era como los dinosaurios, sólo que parecía resistirse a la extinción. Ya era vieja como el demonio entonces, cuando él era un niño, y ahora estaba tan arrugada que su cara apenas se distinguía. A Gage le daba un miedo terrible, sobre todo cuando se enfadaba. Y la señora Greene siempre estaba enfadada... Su tía también le había contado que una vez los pillaron, a él y a sus amigotes, curioseando por la rejilla que da al vestuario de las chicas en el instituto, y que los habían llevado al despacho del tutor de la oreja. Algo muy humillante, porque su padre tenía ya dieciséis años, demasiados para recorrer el campus arrastrado de una oreja. Y estaba lo de las bombas fétidas en clase, y la anécdota que más le gustaba: el día en que robaron unas gallinas y las soltaron dentro del jardín de Rosie Sullivan. Aquella, le había dicho su tía, había sido la candidata a la peor idea del siglo. No se imaginaba a sí mismo haciendo todo aquello. Si se le hubiese ocurrido algo semejante, su padre le habría castigado de por vida y, probablemente, hubiese terminado con el culo tan escocido que hubiese tenido que comer de pie toda una semana. Es más, ni siquiera podía imaginarse a su padre haciendo todo aquello... Sin embargo, a él le encantaba oír todas esas historias y muchas más, y siempre le pedía a Lizzy que se las contase. Además, también le encantaba oír refunfuñar a su padre cuando ella lo complacía. Y quizá Edd le pudiese enseñar a tocar el bajo... ¡Eso sería genial!
       Todo eso era lo mejor de ir a Toronto.
       Y estar lejos de casa. Lejos de aquel pueblo.

       A veces, cuando miraba por la ventana, le parecía ver a Milton. Y entonces recordaba que ya no lo vería nunca más. Ni tampoco a Bobby.
       Había escuchado a los Henderson, sus vecinos, hablando del "Incidente". La señora Henderson le había dicho al señor Henderson que Milton se había cenado a Bobby, y que había comido hasta hartarse y que, después de eso, había seguido comiendo. Y luego su madre había salido y había llamado a la señora Henderson vieja cacatúa deslenguada, y ella se había puesto hecha un basilisco y le había dicho a su madre que era una grosera, y también algo que no había entendido muy bien. Y después había salido su padre, y le había dicho al señor Henderson que debería sacar a pasear a Martha (la señora Henderson), con un bozal y una correa, porque estaba claro que no sabía cuando tener la boca cerrada. Y todos habían gritado, y Gage pensó que se terminarían sacudiendo, como la vez que él y Milton se pelearon porque Milton dijo que los bizcochos de su madre sabían a rayos. Pero al final eso no sucedió, y cada uno se fue a su casa lanzando miradas furibundas a su alrededor mientras entraban.
       Y luego aquella pareja, los Mulder y Scully de suburbio, como los había llamado su padre, habían ido a casa, y también los había escuchado desde lo alto de la escalera. Habían sido ellos los que le habían dicho a su padre que lo mejor era que se fuesen de allí. Y su padre pareció tener miedo. Y si al principio no estaba nada seguro de querer marcharse, fue eso lo que lo convenció: el miedo de su padre. Porque los adultos no tienen miedo de nada. Aunque Milton siempre decía que los adultos eran como los niños, pero con mucho estrés.
       Pensar en él de nuevo lo desinfló como uno de aquellos bizcochos de su madre que, ciertamente, sabían a rayos –aunque aquella era una de esas cosas que su padre le había dicho que era mejor no hacerle saber, estaba en las reglas para no enfurecer a su madre. Y eran esas unas reglas que merecía la pena cumplir, porque su madre enfadada se asemejaba mucho a la señora Greene…–. La oía llorar desde allí. A su madre. Y también a Maggie. Ninguna de las dos había dejado de hacerlo desde el "incidente".
       El "incidente", así llamaban a lo que había pasado. Y también a él le entraron ganas de llorar.
       Su padre había pasado el día encerrado en casa, escuchando la radio local. La gente tenía miedo de salir a la calle. Tenían miedo de sus vecinos y, al parecer, alguien había asaltado el 7-Eleven de la calle principal. Habían hecho las maletas para salir al día siguiente, después de comer, pero algo espantoso había sucedido durante la noche. Algo que había impulsado a su padre a sacarlos de la cama para irse en aquel mismo instante. Había discutido con su madre, que no quería dejar solo el invernadero. Él le había dicho que le importaba un bledo el invernadero, y que éste seguiría allí cuando regresasen, si es que lo hacían, pero que se iban a marchar antes de que todos se volviesen locos de remate. Lo veía ahora, desde la ventana –la misma desde la que Milton lo había llamado un millón de veces– amontonando las cosas en el maletero, y parecía tan seguro de sí mismo como siempre. Aunque, como bien sabía, el miedo seguía ahí, acompañando cada movimiento por mucho que tratase de ocultarlo.
       —¡Gage, nos vamos! —gritó su madre.
       Gage echó un último vistazo a su habitación. Había tantas cosas que no podía llevarse... Vio la pelota de béisbol de Milton y la cogió, guardándola también en su bolsa. Bajó las escaleras, salió de su casa y se metió en la parte de atrás del coche, junto a su hermana, a la que su madre ajustaba en la sillita para bebés.
       —Abróchate el cinturón, cielo —le dijo con esa voz gangosa que se les queda a las mujeres cuando lloran.
       Tenía los ojos hinchados y había dejado una caja de kleenex en el asiento. Miraba a su alrededor como lo había hecho él mismo hacía un momento, con los ojos empañados y un nudo invisible en la garganta. Un nudo que Gage también tenía. Después ella miró a su padre, y él asintió tratando de sonreír. Y ambos se metieron en el coche. Y se pusieron en marcha.
       Una vez más, sus ojos buscaron la bicicleta tirada en el jardín. Y volvió a suspirar. Y las ganas de llorar regresaron con fuerzas renovadas.

       Habían salido ya del pueblo, aunque no habían recorrido ni diez millas, cuando vieron a lo lejos el convoy militar. Pasaron y dejaron atrás uno a uno los camiones cargados de soldados, llegando a un punto dónde parecían estar cortando el paso.
       —Gage, chaval —dijo su padre mirándole a través del espejo retrovisor—, si nos paran no quiero que hables. Ni siquiera si ellos te preguntan, ¿entiendes?
       Gage asintió asustado.
       Y los pararon. 
       Un hombre vestido de uniforme trucó en la ventanilla de su padre, y él la bajó.
       —¿De dónde vienen? —le preguntó sin más.
       —De Bloomington —mintió su padre. Era la primera mentira que le había oído decir en toda su vida, y eso sí que lo asustó. Lo asustó de veras—. ¿Sucede algo?
       —Nada que deba preocuparles —respondió el hombre, mientras repiqueteaba con los dedos en el marco de la ventanilla—. ¿A dónde se dirigen?
       —A Asbury, en Pensilvania. Vamos al funeral de mi suegra —volvió a mentir sin pestañear, señalando con la cabeza a su madre que, aún llorosa, sorbía con ganas por la nariz.
       Dos mentiras juntas en el mismo día. Su abuela, la madre de su madre, estaba, según decía su padre, gloriosamente enterrada hacía muchos años. Gage no la había conocido, pero su padre también decía que lo mejor que había hecho por la familia aquella mujer, había sido atragantarse con sus pastitas de té, sentada en su silla de estilo colonial (no mencionarle eso a su madre también estaba entre las reglas). A su lado, Maggie empezó a berrear con fuerza de nuevo, y el hombre se asomó para ver mejor la parte de atrás. Al ver a su hermana arrugó la nariz y sacó la cabeza del coche.
       —De acuerdo —contestó tras pensar unos instantes—, continúen.
       Y eso es lo que hicieron, dejarlo todo atrás.