Capítulo 5




Los pecados del padre son los pecados del hijo



       —Habéis tardado una eternidad —dijo, mirándolos a los dos de hito en hito cuando aparecieron por fin—… ¿Dónde lo has llevado?
       Hizo la pregunta con cierta suspicacia, deteniendo sus ojos sobre los de Ash. Sabía que no habían estado allí, en su casa del otro lado. Se había quedado de piedra cuándo los vio desaparecer sin más. Después, había intentado sentirlos, de la misma forma que sentía cuándo había alguien observando. No lo había conseguido. Y ahora sabía bien lo que significaba: que no estaban allí.
       —Será Paul quien te responda a eso si quiere hacerlo, no yo —contestó Ash frunciendo el ceño.
       Ella lanzó una mirada inquisitiva al irlandés, que se encogió de hombros.
       —Después. Te lo contaré después.
       —¿Y entonces?
       —Entonces... Está bien, Becca, ya no tengo dudas —anunció, sin necesitar tampoco explicaciones de más.
       Ash podía leer en su mente de una forma, Paul lo hacía de otra muy distinta, pero igualmente efectiva.
       —Bueno, pues si todo está aclarado, me muero de hambre.
       Había corrido algo más de una hora y no había desayunado demasiado. Además, todo aquello parecía haber quedado muy atrás. Casi no se podía creer que todo aquello hubiese transcurrido en una sola noche y en la mañana que la siguió. Y su estómago opinaba exactamente lo mismo.
       —Id a dónde tengáis que ir, como si no sucediese nada fuera de lo normal —dijo Ash—. Yo intentaré dar con algún rastro diferente. Si está cerca, lo encontraré. No me alejaré demasiado...
       Y desapareció.
       —Joder, no creo que me acostumbre a eso —susurró Rebecca. Paul se estremeció y volvió a encogerse de hombros. Parecía llevarlo bien, no había ningún signo que le hiciese pensar que estaba a punto de desmoronarse, y el alivio le aflojó las piernas. 
       —¿Te apetece pizza? —le preguntó el irlandés, pasando por alto el examen al que se sabía sometido.
       —¿Vamos a La Mamma?
       —Me has leído la mente.
       Ambos se miraron unos segundos y se echaron a reír.


* * *

       —¿Me lo vas a contar o qué?  
       Había esperado casi todo el primer plato –risotto de setas– sin hacer ningún comentario al respecto, pero ya no podía esperar más. Paul la miró divertido, enrollando sus tallarines en el tenedor con total profesionalidad.
       —Si no lo preguntas revientas, ¿eh?
       —Estabas esperando que lo hiciese, ¿no? —resopló.
       —Sí. Me gusta ver cómo te devora la impaciencia...
       Bueno, mientras sólo fuese la impaciencia... pensó, riendo la gracia para sus adentros.
       —Fuimos al priorato de Athassel. O más bien a sus ruinas, debería decir.
       —¿Athassel? No me suena de nada...
       Conocía la vida y obra de Paul de arriba a abajo, y aquel nombre le resultaba completamente desconocido.
       —Fue allí a dónde llevé a Cormac. Él se fue a vivir a Cashel, Sean, Pat y yo indagamos a conciencia hasta que dimos con alguien que estaba al tanto de todos los detalles.
       Sí, recordaba bien ésa historia. Era doloroso para él hablar de aquello y nunca habían entrado en detalles. Conocía la historia, pero ignoraba los pormenores.
       —Bueno, no tenemos que hablar de eso, si no quieres —y lo decía completamente en serio.
       —En realidad... creo que necesito contártelo, Becca —dijo en un susurro, sin levantar la vista del plato, jugando con el tenedor y los malditos tallarines.
       —Está bien —Rebecca se inclinó un poco para darle un apretón en el brazo— Sabes que no voy a juzgarte, y que puedes contarme cualquier cosa.
       Él carraspeó aclarándose la garganta, y por fin la miró a los ojos. Los ojos de Paul eran los ojos más azules del mundo. Del azul celeste del cielo en verano. Él asintió, agradecido por sus palabras. Porque todos tenemos miedo de que nos juzguen alguna que otra vez, y Paul había temido eso cada vez que le había contado algún pedazo de su vida anterior; ése terreno resbaladizo sobre el que siempre se encontraba y que se quebraba bajo sus pies cada vez que alguien lo pisaba. Esta vez no era diferente. O sí lo era, en muchos sentidos. Estaba a punto de entrar en un lugar al que no la había llevado aún, y Paul tenía miedo. Para él esto iba a ser una especia de expiación, la última, y no iba a ser agradable.
       —Ya sabes lo que pasó con mi familia...
       —Sí.
       Cormac y algunos más habían irrumpido en su casa y habían disparado a su padre, a su madre y a su abuelo. Paul había sido testigo de todo desde el lugar dónde lo había escondido el viejo.
       —Fue él el que les disparó a los tres —dijo refiriéndose a Cormac—. Los encontramos a todos, como también sabrás, y les hicimos pagar por lo que habían hecho. Ojo por ojo. Él no estaba con los demás, por aquel entonces vivía en Cashel. Yo quise dejarlo para el final, y quise hacerlo... a solas. Sean y Pat lo entendieron, y nunca hablamos de lo que pasó allí. Nunca le he contado esto a nadie, Rebecca. Hasta ahora, nunca he podido ponerle palabras.
       Hizo una pausa para beber un poco de agua antes de continuar. Tenía el ceño fruncido y un peso insoportable le hundía los hombros. Paul había hecho en su vida muchas cosas de las que se arrepentía y que le atormentaban durante sus noches oscuras. La mayoría las había llevado a cabo atrapado por la situación en la que se encontraba, pero esta era diferente. Esta era personal.
       —Crucé media Irlanda haciendo autoestop y, cuando llegué y lo localicé, robé un coche y lo metí en el maletero... Estuve conduciendo durante mucho rato. Horas, creo. Pensando, dando vueltas a la zona, hasta que pasé por casualidad cerca de aquellas ruinas. Antiguamente fue un priorato, y me pareció justo que fuese precisamente allí, en lo que quedaba de él. Paré el coche y lo arrastré. Lo arrastré hasta el mismo punto dónde he estado hace un rato... Lo puse de rodillas, y escuché como suplicaba por su vida mientras le apuntaba. Lloró y trató de convencerme de todas las formas posibles. No podía conseguirlo, pero le di cuerda y jugué con él porque quise alargar el momento, y porque, por encima de todo, lo que quería era verlo sufrir. Y joder si sufrió, Rebecca —Paul apoyó la cabeza en las manos, pasando los dedos entre su pelo revuelto—… Lo único que lamenté fue que su familia no estuviese delante para poder escuchar sus ruegos, para verlo llorar... Y de haber estado, de haber cabido todos en aquel maletero, los hubiese matado también. Para que supiese lo que se siente. Lamenté que su familia no estuviese  para que los viese morir, Rebecca. Y antes de matarlo, le dije que terminaría con todos. Hasta con los niños. Y me creyó… Me creyó porque en ese momento lo decía completamente en serio —dijo con voz ronca—. De todas las cosas horribles que he hecho en mi vida, ésa es la que más he disfrutado... y también por la que más me desprecio.
       —Tú no eres esa persona, Paul —deslizó una mano bajo la mesa para tocarle la rodilla con suavidad—. A veces las circunstancias nos convierten en alguien que no somos, ya lo sabes. Tú no eres esa persona, ya no. Y en el fondo, nunca la has sido.
       Paul se pasó las manos por la cara, llevándose un par de lágrimas furtivas antes de volver a mirarla.
       —A veces no estoy seguro de quien soy.
       —Bueno, yo sé quién eres. Y ya sabes cómo funciona esto: si tú no te acuerdas, yo te lo recordaré. Además —añadió—… permíteme que te diga que ahora mismo en eso gano yo.
       —Buff, ahí tienes razón —dijo, dedicándole una sonrisa triste—. En mi puta vida te hubiese confundido con un ángel, Becca.
       —Sólo al cincuenta por ciento. Y eso me lo tomaré como un cumplido...
       Y ambos volvieron a reír. Hubo una larga pausa en la que siguieron masticando mecánicamente. No dejaba de darle vueltas a lo que tenía que decirle. Hace nada le había contado al irlandés cosas increíbles. Cosas que le habían cambiado la vida –o al menos su forma de verla–, y en cambio, ahora, no sabía cómo enfocar el asunto más sencillo. Su propia expiación. Típico. Lo mejor siempre es arrancar la tirita sin más, pensó.
       —Yo también tengo que confesarte algo, Paul.
       —¿Y qué es? —preguntó el irlandés, entornando los ojos con suspicacia.
       —La noche que conocí a Ash, hace unos meses, antes de irnos a Clermont... Habíamos quedado, me llamaste y te dije que estaba enferma.
       —Lo recuerdo. Nunca te he visto enferma, ni siquiera con un triste resfriado.
       —Lo sé, te mentí —y ahora fue ella la que dejó de mirarlo a él.
       —Ya lo sabía.
       Levantó la cabeza para poder verle la cara: estaba sonriendo. El camarero llegó con la pizza, la dejó en el centro y retiró los platos vacíos.
       —Al día siguiente no recordaba nada de lo sucedido.
       Le contó todo el episodio con el extraño, que antes, en su casa, le había mencionado muy de pasada. Le habló de su decisión de encargarse de aquello a solas y de que, de haber podido mantenerlo al margen de todo esto, lo habría vuelto a excluir ahora, justo dos minutos después de arrepentirse de haberlo hecho la primera vez. Por su bien. Odiaba aquellas tres palabras. Con toda su alma, si es que la tenía, maldita sea. Algo que, particularmente, le importaba una mierda.
       —Rebecca, lo entiendo. Prefiero que no lo hagas, me gusta tomar mis propias decisiones, igual que a ti. No quiero que me apartes de nada... Pero entiendo porqué me mentiste. O porque me hubieses mentido, de haber recordado lo que pasó. Por la misma razón que yo necesité ir solo hasta Cashel. Y joder, créeme, si pudiese... yo también te mantendría al margen de todo esto.
       —Entonces... ¿estoy perdonada?
       Sabía que no se enfadaría con ella, y eso, por algún motivo, lo hacía más duro.
       —No tienes ni que preguntarlo —dijo muy serio—, pero no quiero que vuelvas a hacerlo. Principalmente, porque si desconozco algo no podré ayudarte... Deja que sea yo quien decida qué riesgos quiero asumir, por favor. Y yo haré lo mismo por ti. Es como debe ser, aunque no nos guste. Es ahí donde se mide de verdad el valor de lo que tú y yo tenemos, Becca.
       —Está bien, ni mentiras ni secretos —nunca lo habían expresado en voz alta y tuvo el impulso de escupirse en la mano y tendérsela a Paul, como si fuesen dos niños. Y no hubiese estado mal, porque las promesas selladas con saliva son un asunto muy serio, como todos los niños saben de sobras, y aquello era lo mínimo que ambos se debían.
       —¿En serio has salido a correr con el revólver?
       —Joder, ya lo creo —respondió arrugando la nariz. Y allí estaba ahora, comiéndose la mejor pizza de pepperoni del mundo con el reconfortante peso de la python en su costado.


* * *


       No había tenido ningunas ganas de ir al gimnasio aquella tarde. No le apetecía ver a nadie, ni que le preguntasen por el asunto de la noche anterior. Había hablado con Julian brevemente por teléfono, programando una reunión para el día siguiente. Tendría que convencerlo de que la dejase llevar el asunto a su manera, sin detalles, puesto que no podía decir absolutamente nada que no sonase a locura, ni había forma de hacerlo sin dar explicaciones de más sobre su pasado o sin comprometer a Ash. No sabía cómo se tomaría el viejo algo así, pero esperaba haberse ganado su confianza, por lo menos como para que le cediese ese margen. El margen donde las cosas se resolvían –o no– sin que él estuviese al tanto de todo. Tendría que buscar una buena razón que lo justificase, aunque encontrar excusas no era precisamente su fuerte. En fin, con todo lo que tenía en la cabeza ahora mismo, pensaría en cómo encarar la situación cuando llegase el momento.
       Paul volvía a conducir y ella estaba en su sitio, a su lado. No iban a ninguna parte, simplemente daban una vuelta por la ciudad tratando de relajarse. Charlando de todo un poco, escuchando música, dejando trascurrir el tiempo. Se sentía totalmente impotente. No habían vuelto a ver a Ash, aunque sabía que no andaba muy lejos. O él, o aquel animal espectacular. Le había hablado a Paul de su incursión al otro lado, como ella lo llamaba, y el irlandés había flipado en colores. Con sus descripciones, y con el felino. Y en esas estaban cuándo sonó su móvil. Se le secó la boca al ver el número, bajó la música y descolgó nerviosa. Sacó papel y boli de la guantera y apuntó. Recitó la dirección en voz alta, para que Paul la escuchase, y él cambió de rumbo de inmediato. Conocían el lugar, estaba cerca de dónde habían trabajado la noche anterior. Paul le lanzaba miradas furtivas mientras hablaba con Julian, y sus nudillos volvieron a ponerse blancos sobre el volante.
       —Bien —dijo tras colgar—, parece que la fiesta ha empezado... Seremos los primeros.
       El viejo les había conseguido eso; nadie tocaría nada hasta que ellos llegasen.
       A veces, tener un palco de honor podía ser una auténtica pesadilla.


* * *


       La casa residencial bien podía ser una copia idéntica de la de la noche anterior. Mismo estilo, tanto por dentro como por fuera. Bonita, pero sin personalidad. Todos acababan de llegar y, tal y cómo les habían dicho, nadie había pisado la escena. Habían peinado la casa y, tras comprobarlo todo, habían vuelto a salir. Paul y ella estaban solos en el interior, intentando prepararse mentalmente para lo que fuese que los esperaba ahí dentro con los guantes de látex puestos. Las indicaciones eran precisas: dormitorio principal en la segunda planta, la única puerta abierta.

       Un leve resplandor oscilante iba y venía, filtrándose tenuemente por el pasillo. Velas, pensó. Una sombra que reconoció al instante salió de la habitación y caminó hacia ellos.
       —No te va a gustar lo que hay ahí dentro, Rebecca.
       —¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le preguntó sorprendida.
       —Llegué antes que la policía —Ash los miró a ambos antes de continuar, posiblemente en busca de lo que sabían ellos respecto a lo que había tras la puerta de marras—. Sentí una llamada y la seguí hasta aquí —aclaró al ver las dudas impresas a fuego en sus caras, cómo si eso lo explicase todo.
       —¿Una llamada? —Paul fruncía el ceño sin entender nada, en un reflejo exacto a su propia expresión.
       —Por simplificarlo de alguna manera, para nosotros es... similar a uno de esos silbatos para perros que sólo los perros escuchan. Alguien quería que viniese, y ahora ya sé porqué.
       Se apartó del camino dejándoles paso.
       Y pasaron.
       Nada de lo que le hubiese podido decir la hubiese preparado para lo que vio al otro lado del umbral. Nada.
       Escuchó un juramento a su lado que provenía de Paul. Ella no pudo emitir ningún tipo de sonido o palabra. Se apoyó en el marco de la puerta sin poder apartar los ojos de la escena. Porque esa palabra era jodidamente adecuada: aquello era una escena. Su móvil sonó de nuevo, pero ésta vez no reconoció el número.
       —Hola, peque —el corazón le dio un vuelco y sintió como se le erizaba el vello de la nuca. Conocía esa voz, la recordó con claridad, como si no hubiesen pasado los años desde que la escuchase por primera vez. Y el deseo de esconderse de nuevo debajo de la cama regresó con la misma fuerza con la que había regresado el recuerdo.
       —¿Quién eres? —levantó la vista y se encontró con los ojos grises del lector clavados en ella, absorbiendo cada palabra y pensamiento. Paul la miraba también, sabiendo que algo pasaba, pero sin enterarse de nada.
       —Vamos, ya sabes quién soy... De lo contrario, sería una terrible decepción. Y créeme, no quieres verme decepcionado...
       —¿Qué coño quieres?
       —Esa boca, señorita... ¿Es que no te enseñaron modales en La Piedad?
       —¿Qué coño quieres? —repitió.
       —Peque, peque... ¿Qué voy a querer? —su voz sonaba ligera, divertida. El hijo de puta estaba disfrutando—. Hace tiempo, la noche en que maté a tu padre, le hice una promesa... Le prometí que dejaría que crecieses para que pudieses comprender mejor.
       —¿Comprender el qué?
       —Comprender mejor porqué vas a morir, por supuesto. Los niños no entienden de esas cosas y no es tan divertido. ¿No estás de acuerdo? Porque antes de matar a tu padre le prometí que sufrirías. Y sin comprensión… no hay sufrimiento. No la clase de sufrimiento que espero por tu parte, al menos.
       Sentía sus propios latidos golpeándola con fuerza en el pecho. En la garganta. En los tímpanos. El vértigo acelerado, el control de su vida que se le escapaba de las manos. El pánico.
       —¿Y por qué voy a morir?
       —En el fondo... sigues siendo un poco aquella niña. Tanta pregunta... Deja que te haga yo una, Rebecca, ¿tienes miedo?
       —Sí —lo tenía, y definirlo como miedo a secas era quedarse muy corta. En aquel momento estaba aterrada, mentir no tenía ningún sentido—. ¿Por qué voy a morir?
       —Porque los pecados del padre... son los pecados del hijo.
       Y colgó.