Tumbas de cristal
Despertó
con el familiar olor a café. Familiar en una cafetería... no en su casa. Se incorporó
sobresaltada. Estaba acostada en el sillón, parcialmente cubierta por la
pequeña manta que rondaba siempre por allí. Sobre la mesita de cristal había un
vaso de cartón del Drifter, abierto y colocado estratégicamente para que le
llegase el aroma. También unos donut, el desayuno de los campeones. Lo buscó
con la mirada, encontrándolo sentado a la mesa, frente a otro vaso de café.
—¿Me
has hecho algún rollo raro para que me duerma? —le preguntó directamente, llena de suspicacia.
—Buenos
días a ti también.
—¿Y
bien?
—No,
no te he hecho ningún... "rollo
raro" para que te duermas —respondió. Y pudo encontrar nuevamente algo
de diversión en su tono ligero—. Quizá hablar de mí no te resultó tan
interesante como parecía a priori...
Hizo
memoria repasando los detalles de la noche. Ash había hablado muchísimo, hasta
hacerla perder la noción del tiempo. Había hablado tanto que ignoraba como le
quedaban fuerzas para darle los buenos días. Ash había hablado y hablado, y
cuando se quedó callado no supo qué decirle, así que no le dijo nada. La charla
le resultó cualquier cosa menos aburrida. Un relato con un trasfondo
perturbador, lleno de tintes agridulces y grandes dosis de psicosis. Rebecca se
lo había pedido y él la había complacido con creces. Ahora los dos estaban en
paz, conociendo todos esos momentos oscuros el uno del otro que, en
circunstancias normales, no hubiesen compartido jamás. Ante semejante
despliegue, el vergonzoso incidente
–ése cuyo desenlace culminó con la camiseta de Ash empapada– quedó totalmente
olvidado y relegado a un rincón de dónde nunca volvería a salir. Llorar le había
ido mejor que bien; había sido como abrir la válvula de una olla a presión. Se
sentía como nueva.
Él
seguía mirándola atento, absorbiendo mecánicamente cada pensamiento, de nuevo
la máquina en marcha. Le dedicó una sonrisa y, cogiendo su café y la bandeja de
los donut, fue a sentarse a su lado.
—¿Cuánto
tiempo he dormido?
—Casi
cinco horas.
Cogió
el móvil y miró el reloj: las doce menos cinco del mediodía... Normal que se
sintiese jodidamente despejada. Aún tenía tiempo para desayunar tranquilamente
y darse una ducha. Se fijó en Ash detenidamente: tenía el pelo húmedo y se
había cambiado de ropa, aunque de no ser observadora ni lo hubiese notado; era
prácticamente igual a la que llevaba antes, negra y algo gastada.
—He
pasado por mi casa —dijo, aclarando el misterio.
—¿Vives
cerca de aquí?
Durante
todo ése tiempo no le había comentado nada al respecto.
—Podría
decirse que sí. Fue por eso, por la cercanía, que di contigo la primera vez.
Echó
un vistazo a su alrededor, a su minúsculo apartamento. Había dos dedos de polvo
sobre los escasos muebles, nada en el frigorífico y todo en general parecía
envuelto por el caos. No tenía mucho tiempo para recoger y limpiar y, aunque
pudiese hacerlo, jamás se le ocurriría cocinar... Imaginó cómo sería la casa de
Ash. Lo apostaría todo a que era aún más espartana que la suya, pensó riendo
para sus adentros.
—Lo
es —murmuró—. Aunque está bastante más ordenada.
Ella
se encogió de hombros con indiferencia; bueno, nunca solía tener visitas. A
parte de Paul, claro, pero el irlandés no contaba.
Y
en cuanto a Paul...
—¿Y
bien? ¿Qué opinas de él, ahora que lo conoces? —le preguntó con aire triunfal.
—Ya
lo sabes...
—Sí,
pero también hay cosas que yo necesito oír en voz alta...
* * *
A
la hora de comer estaba sola con Paul otra vez, puesto que Ash volvió a salir tras un
rastro inexistente. No tenía muchas expectativas, pero aún así se fue
igualmente. Él le daba una extraña seguridad que nunca había necesitado, ya que
que nunca se había enfrentado a nada semejante. Aún así, el hecho de ser
consciente de que necesitaba de alguien, seguía sacándola de quicio. Sería algo
a lo que no se iba a acostumbrar. De todo lo que implicaba tener cerca a aquel
hombre, eso era lo que llevaba peor. Ni la invasión mental, ni el saber si
estaba por allí o no a ciencia cierta... Rebecca no soportaba necesitar de
nadie, Paul era el único que había cruzado ésa línea, y el único motivo era que
la necesidad era recíproca.
Agradeció
el rato a solas con el irlandés. Habían acordado no hablar de nada de eso durante
la comida, hacer como si fuese cualquier otro día normal... Fue cuando se
metieron en el coche para ir a ver al viejo, cuándo perfilaron los detalles de
la reunión. Al menos todos los que fueron capaces de perfilar, teniendo en
cuenta que era con Julian con quien iban a hablar...
Esperaron
fuera del despacho hasta que alguien les dijese que podían pasar. Fue Timmy, el
que salió con un humor de perros.
—Espero
que no lo agitéis demasiado, porque después soy yo el que se queda con él
mientras vosotros os vais a jugar por ahí... —les dijo refunfuñando, antes de
desaparecer a toda velocidad por el pasillo.
Tomaron
asiento en los sillones, frente a él, como de costumbre.
—Bien
—el estado de ánimo de Julian parecía estar a juego con el de Timothy—, habitualmente
soy yo el que tiene que arrastraros hasta aquí, así que... vosotros diréis.
Los
miró con atención, esperando una respuesta que le satisficiese.
—Necesito
llevar esto a mi manera, sin tener que responder preguntas.
Tal
y como habían acordado, sería ella quien llevaría la conversación.
—¿Y
eso porqué, si puede saberse? —no parecía satisfecho en absoluto.
—Porque
te respeto demasiado como para mentirte. No te lo mereces.
La
respuesta lo dejó atónito. Juraría que, en todos esos años, jamás le había
visto ésa cara...
—Es
una buena forma de no responder a mi pregunta y hacerme la pelota al mismo
tiempo. No me sirve.
—Lo
sé, pero no tengo otra.
La
observó largo rato en silencio, sin dejar traslucir ninguna emoción.
—¿Tiene
esto que ver con el incidente de tus padres, Rebecca? —aventuró—. Y recuerda
que me respetas demasiado como para mentirme...
El
maldito viejo estaba siempre al tanto de todo, por eso precisamente se sentaba
tras el escritorio.
—Sí,
lo tiene todo que ver. Es personal, y así lo quiero enfocar.
—Hay
más, no se trata sólo de eso... Si así fuese, no estaríamos teniendo ésta
conversación. Hubieses venido a mí en busca de consejo, no para hacerme a un
lado.
Sus
ojos verdes brillaban con inteligencia, inquisitivos.
—Hay
más, pero no puedo contártelo.
—Hay
alguien más, entonces.
Había
que tener cuidado con las respuestas, Julian era capaz de sacártelas sin que
te dieses cuenta. Su mirada se deslizó hacia Paul, que se removió inquieto en
el sillón.
—Yo
tampoco se lo voy a decir, lo siento.
—No
esperaría otra cosa...
—Entendemos
que no te guste —dijo, retomando las riendas de la conversación para alejar al
irlandés del foco—, y asumimos que obrarás como consideres oportuno...
El
hombre meditó durante un buen rato. Tanto, que pensó que no iba a volver a
dirigirles la palabra...
—¿Necesitáis
un equipo?
La
pregunta la pilló por sorpresa, en ninguna de las variables de ésta
conversación Julian les ofrecía ayuda desinteresada.
—No,
necesitamos todo lo contrario a un equipo —respondió sin titubear—. Necesitamos
que los mantengas a todos al margen, por su propio bien.
—De
acuerdo entonces. Pero, Rebecca —y ahí venía el "pero"—… si sucede algo espero enterarme por ti. No
quiero que alguien que no sea uno de los dos —dijo, agitando el dedo y
señalándolos— venga a ponerme al día con
todo éste asunto.
De
haber algo de lo que enterarse, quería enterarse el primero. Quería seguir manteniendo
un hilo del que tirar en lugar de dejarlos marchar sin más o... darles la
patada en el culo. Bien, podía prometerle eso, era un trato justo.
—Hecho.
Algunos
pactos con el diablo no hacía falta sellarlos con sangre y, desde luego, ella había aprendido del mejor.
* * *
El
resto del día transcurrió sin más. Se quedaron un rato en el gimnasio, dónde se
sacudieron un poco para hacer hambre antes de cenar. Ésa mañana no había salido
a correr y sumando su estado anímico general, y la tensión que iba acumulando a
lo largo del día a la espera de que algo sucediese de nuevo... Joder,
necesitaba desahogarse. Y lo hizo, pero cuando cayó el sol volvía a estar
rígida como un cadáver. Y aquel pensamiento le puso la piel de gallina.
A
última hora de la noche no había nada. Ni rastro de horribles crímenes en su
nombre, ni tampoco de Ash. Esperaba encontrarlo cuando subió a su casa tras
despedirse de Paul, pero no fue así; allí no había nadie. Sentía la presencia
constante, aunque ignoraba si se trataba del hombre o la bestia. Le había
advertido que si él se alejaba el animal estaría cerca, y la idea la
tranquilizaba. Sin embargo estaba inquieta y no fue capaz de acostarse.
Tardó
algo más de una hora en regresar y, aunque lo estaba esperando, casi consiguió
matarla de un susto al materializarse en medio del pequeño salón.
—Odio
cuándo haces eso —le dijo, reprimiendo las ganas de estrangularlo.
—Lo
siento, es la costumbre.
—Estaba
empezando a preocuparme, y también odio estar preocupada. ¿No podrías llamar, o
algo así?
—Mi
hermano me dio un móvil pero olvidé que lo tenía. Las cosas frágiles no acaban demasiado
bien en mis bolsillos —recordó las cicatrices, y no le costó imaginar porqué.
—¿Hay
algo nuevo?
—Nada.
He estado en la zona dónde hubo actividad éstas dos noches atrás, pero no he
sentido nada.
—¿Crees
que eso es malo?
—No
tengo ni idea —respondió, encogiéndose de hombros.
Charlaron
un rato, poco, porque no había demasiado sobre lo que hablar. También quería
dejarlo descansar, puesto que no había dormido en ningún momento a lo largo de
aquellos dos días.
Y
se acostó.
Despertó
de repente al sentir una mano en su hombro, y su primer impulso fue coger el
revólver. Cuando su vista se enfocó, reconoció a Ash agachado junto a ella.
—Vuelvo
a escucharla. La llamada —aclaró, dándose cuenta de que no entendía a qué se
refería.
—Voy
contigo.
Se
levantó de un salto y comenzó a vestirse de nuevo.
—Preferiría
ir yo solo primero para ver de qué se trata...
—Yo
preferiría no tener que ir, ni antes ni después, pero así están las cosas.
No
intentó persuadirla, probablemente, porque se dio cuenta de que era una
batalla perdida. Agradeció que la hubiese despertado, algo que ella le había
pedido y con lo que no confiaba que fuese cumplir llegado el caso. Terminó de
ajustar la funda de la python a su costado y se puso la chaqueta.
—Estoy
lista —anunció. Y no le había llevado ni cinco minutos.
Se
materializaron en una zona oscura y poco transitada. Le costó poco reconocer
dónde se encontraban, los segundos que le llevó recuperarse del vértigo. Ya le
estaba empezando a coger el truco, pensó. Estaban rodeados de enormes
rascacielos destinados a oficinas, en pleno centro de la ciudad.
—Allí,
en la azotea —dijo Ash, señalando hacia lo alto del que tenían justo en frente.
No
era lo que esperaba encontrar... más bien era todo lo contrario a lo que
esperaba, pero lo prefería mil veces a las zonas residenciales. Él la volvió a
sujetar, y el vértigo apareció de nuevo.
Y
estaban arriba.
Joder,
nunca terminaría de acostumbrarse a eso. Ya no por el vértigo, que cada vez era
menor, si no el hecho de estar en un sitio y, de repente, aparecer en otro. Aquello
desafiaba todas las leyes de la física, y eran esas unas leyes que a ella, en
particular, le costaba romper.
Lo
primero que le llamó la atención fue el resplandor. Se filtraba por las enormes
cristaleras, y daba la sensación de que en el interior había un pequeño
incendio, aunque se trataba simplemente de velas. Velas y más velas. Estaban
por todas partes, haciendo imposible determinar la cantidad. Utilizó el GPS de
su móvil para enviar la dirección concreta a Paul y a Julian antes de entrar y
ver qué es lo que aguardaba tras los cristales. Una de las puertas estaba
abierta, invitándolos a pasar.
—No
siento ninguna presencia aquí.
La
afirmación la alivió un poco; ya tenía tensión de sobras con lo que estaba a
punto de ver, como para añadirle más emoción.
Descubrió
enseguida que no había tantas velas como parecía a simple vista, sino que se
trataba de reflejos. La sala estaba llena de espejos. Había hecho desaparecer
los muebles de lo que era un enorme despacho, sustituyéndolos por espejos de
cuerpo entero, en su mayoría. En el centro había una urna de cristal. Era lo bastante grande como para albergar un cuerpo sobradamente. Un cuerpo que, de
hecho, albergaba. Podía distinguirlo a través de las flores que lo cubrían.
Rosas blancas y rojas.
Se
acercó para verlo mejor, atisbando el interior. Una mujer. Castaña, de cabello
largo y rizado, parecido al suyo. Al igual que la noche anterior... Había
similitudes. Se hubiese podido pensar que dormía plácidamente, de no ser porque
no respiraba y carecía de pulso. Estaba desnuda y en sus manos había una
manzana roja, a juego con sus labios. Se fijó en que la manzana tenía un
mordisco que había quedado semioculto a simple vista. Se colocó un guante e
introdujo los dedos en la boca de la mujer. Bingo, el trozo que le faltaba
estaba ahí. Se preguntó qué significado tendría toda aquella escena que parecía
sacada del cuento de Blancanieves...
Iba maquillada de la cabeza a los pies con lo que, a simple vista, podrían ser
polvos de arroz. A parte de los labios, también le había maquillado los pezones y, algo más suavemente, la zona del vientre, dónde se veían una especie de runas
delicadamente perfiladas. Podría decirse que resultaba hermoso. Lo había hecho
con dedicación, se notaba que se había tomado su tiempo. El hijo de puta era un
artista...
Alzó
la vista buscando a Ash. Él daba vueltas por la estancia, con sus largas dagas en
las manos, pasando con cuidado tras los espejos. Parecía totalmente concentrado
en algo.
—¿Qué
sucede?
—No
lo sé... No siento nada —parecía contrariado, algo extraño en él.
—¿Deberías
sentir algo?
—Todos
dejamos una impronta, una marca, como una huella dactilar... Y aunque la de él
era tan débil que no he podido seguirla, ahora no siento absolutamente nada. Es
como... si nunca hubiese estado aquí. Está demasiado limpio, no me gusta.
Iba
a abrir la boca para responderle cuándo vio en uno de los espejos un reflejo
que le heló la sangre en las venas: un abaddon. Gritó para llamar la atención
del hombre, pero éste ya lo había visto. Desapareció del lugar en el que se
encontraba para aparecer de nuevo tras la bestia, cogiéndola por el
cuello, alejándose de esas mandíbulas que chasqueaban junto a su oído.
Desenfundó el revólver, aunque no podía disparar; se movían tanto que bien podría
acertarle a él sin querer. Ash apuñaló al animal varias veces y aunque éste aflojó, parecía que le costaba rendirse. Tan concentrada estaba, que no vio al
segundo abaddon cuando se acercó por su espalda.
Arremetió
contra ella, empujándola sobre uno de los espejos que se hizo añicos con el
golpe. Rodó por el suelo incorporándose inmediatamente, pero el animal saltó de
nuevo, más rápido, aferrándola del brazo. Sintió sus dientes de una forma
eléctrica, como la picadura de una medusa. Pensó que la iba a destrozar, puesto
que había visto anteriormente cómo agitaban el cuello con fuerza, como los
perros cuando tienen una presa en la boca. Pero no, éste en cambio se mantuvo
quieto, mirándola, sin verla, a través de sus ojos blancos. Le parecía escuchar
gritar a Ash en la distancia, pero no entendía lo que le decía. Apuntó a la
cabeza de la bestia y disparó. A bocajarro. La sangre oscura y espesa le
salpicó la cara y el cuello, y el nauseabundo olor lo llenó todo. Se extrañó,
pensó, de no haberlas olido antes de que apareciesen siquiera... El animal la
soltó, pero no cayó al suelo, pese al enorme agujero en su cabeza. Disparó
una segunda vez, consiguiendo, únicamente, que volviese a mostrarle los
dientes. Y, de repente, una sombra negra invadió su campo de visión, empujándola
en un placaje salvaje que la dejó sin aliento, y sintió unos brazos que la
sujetaban con fuerza, justo antes de caer por la ventana en medio de una lluvia
de cristales.
A
través de la cortina de cabello oscuro pudo distinguir al abaddon, saltando al
vacío tras ellos, y aún alzó el brazo para disparar una vez más. Lo último que
vio, antes de desaparecer, fue una segunda cabeza, blanca como la nieve,
asomándose por el agujero.
La
había hecho girar en el aire, quedando sobre él, así que cuando cayeron al
suelo no recibió todo el impacto. Rodaron, y le pareció que si Ash no le había
roto ninguna costilla al lanzarse sobre ella de ése modo, se la habría roto en
aquel momento. Le costó unos segundos recomponerse, y antes de comenzar a
incorporarse él ya estaba junto a ella. La sujetó con firmeza por el hombro
obligándola a permanecer tumbada y le quitó la chaqueta de un tirón.
—¡Oye,
si lo que quieres es que me desnude, sólo tienes que pedírmelo con educación!
—Deja de moverte —le dijo en un
tono que no admitía discusión.
Le
arrancó la manga de la camiseta y se la anudó con fuerza al brazo por encima de
la herida, haciendo un torniquete perfecto. No llevaban cinturón, ninguno de los
dos, y no era la primera vez que lo echaba en falta para hacer un torniquete.
Aunque en ésta ocasión le parecía completamente innecesario...
—¿Por qué necesito un torniquete? —preguntó extrañada. No le respondió,
concentrado como estaba trabajando deprisa, sin perder ni un momento.
—Estoy
bien, sólo necesitaré unos cuantos puntos... No ha tocado nada importante.
La
miró cuando hubo acabado y supo, entonces, que algo iba terriblemente mal. La
ayudó a levantarse y comenzaron a caminar. No se había dado cuenta de dónde
estaban, en el bosque, al parecer. Reparó en que allí era de día, y ante ellos
se alzaba una casa de madera y cristal que parecía sacada de una puta revista
de esas de gente famosa, a dónde se dirigían a toda velocidad.
—¡Eh,
te estoy hablando joder! —le gritó, deteniéndose en seco.
—No
tenemos tiempo de discutir ahora, Rebecca, vamos dentro y hablaremos allí.
—No
discutiremos si me explicas porqué no tenemos tiempo y qué cojones está
pasando.
—La
mordedura del abaddon es tóxica —respondió tirando de ella de nuevo—. Ésta es
la casa de mi hermano, aquí estarás segura mientras voy a por ayuda.
Dejó
de resistirse y apretó el paso para ponerse a su lado.
—¿Cómo
de tóxica? En una escala del uno al diez...
—Sería
un once.
Y
antes de que llegasen a la puerta ésta se abrió. Al otro lado, un hombre rubio con
el pelo increíblemente largo sonreía mostrando unos dientes perfectos. Una
sonrisa que murió en sus labios cuando se fijó mejor en ellos. Supo de quien se
trataba al instante; Ash le había contado algunas cosas sobre su relación con
su hermano, la persona más importante en su vida, y de los sentimientos que se
profesaban. Y eran cosas de esas de las que no le hubiese gustado hablar. El
rubio les hizo pasar y ellos iniciaron una rápida conversación en una lengua
que no reconoció. Su lengua materna, imaginó. Una muchacha bajó por las
escaleras y se acercó a ellos.
—La
estáis poniendo nerviosa, no entiende nada de lo que estáis diciendo... —dijo,
poniéndose de puntillas para darle a Ash un beso en la mejilla. Un beso que
éste le devolvió. Era pequeña, ese detalle se acentuaba aún más al lado de
ellos. Su cabello era anaranjado, tan vivo como una puesta de sol. Diminuta y
preciosa.
—Éste
es Vörj, mi hermano —confirmó Ash—, y ella es Hylissa. Vörj irá a buscar a
alguien que puede ayudarte.
De
Hylissa sólo sabía lo que tenían en común: ambas eran mestizas.
—Volveré
lo antes posible —dijo Vörj en su dirección.
Besó
fugazmente a la mujer en los labios y salió por la puerta por la que ellos
acababan de entrar. Comenzaba a sentirse mareada y se miró la herida; había
empezado a supurar un líquido oscuro y los vasos sanguíneos que la rodeaban
también se oscurecían, como si en lugar de sangre contuviesen líquido de
batería. Abrió y cerró la mano, notándola entumecida, y cuando intentó dar un
paso se dio cuenta de que las piernas no le respondían. Ash la sujetó
impidiendo que cayese al suelo.
—¿Te
importa que la subamos a tu habitación? —le preguntó a Hylissa.
—Claro
que no, aunque esa ya no es mi habitación… A menos que tu hermano me eche de la
suya.
—Dudo
mucho que eso vaya a suceder —dijo, haciendo ademán de cogerla en brazos.
—Ni
lo sueñes, chaval, aún puedo hacer esto por mi cuenta...
Se
sujetó a su cintura y él la agarró del brazo, pasándoselo por el cuello.
—No
hay nada de malo en dejarse ayudar...
—Le
dijo la sartén al cazo.
Subir
aquellas escaleras por su propio pie se había convertido en un reto. Era su
objetivo a corto plazo. Algo absurdo pero que, extrañamente, consiguió que
mantuviese la cabeza sobre los hombros. Al menos durante un rato más, mientras
trataba de poner un pie delante del otro. Fue al llegar a la puerta de la
habitación en cuestión cuándo se dobló por la mitad y vomitó sobre el exquisito
suelo de parqué.
—Joder,
lo siento... —susurró completamente agotada.
—No
te preocupes, ya estamos aquí. Vamos.
Esquivaron
el desastre y cruzaron hasta llegar a la cama, dónde se sentó agradecida.
—Creo
que necesitaré algo, por si… ya sabes. Por si acaso. No creo que pueda llegar
hasta el baño —anunció mirando la puerta entreabierta del aseo, que parecía
estar a años luz.
Tras
ellos, Hylissa se movía con eficiencia. Le acercó una palangana y entró al baño
a mojar una toalla que le colocó en la nuca. Nunca, en toda su vida, había
estado enferma, y enseguida descubrió con aprensión que era algo que no había
echado en falta para nada. Le dolía la cabeza, le ardían los pulmones, el brazo
le palpitaba como si el corazón se hubiese mudado allí y le estuviesen dando
una puta fiesta de bienvenida. Tenía escalofríos, rigidez general y los
espasmos de su estómago convulsionándose terminaron con el poco control de sí
misma que le quedaba hasta ése momento.
Ash
la descalzó y la ayudó a tumbarse en la cama, cubriéndola con la sábana.
—Te
pondrás bien, Yo estará aquí enseguida —dijo con seguridad la pequeña mujer
antes de salir de la habitación, llevándose con ella en un cubo los restos del
estropicio.
No le
parecía que fuese a ponerse bien. No se lo parecía en absoluto.
Momentos
después comenzó a tiritar.
Ash
buscó en un armario, sacando una manta que le echó por encima. Acercó una silla
y se sentó junto a ella en silencio. No le diría que iba a ponerse bien porque
eso sería mentir, y ella odiaba que le mintiesen.
—Odias
muchas cosas —lo escuchó murmurar.
—Y
aún no has visto nada... —trató de sonreír pero estaba segura de que no le
había salido del todo bien. Los malditos dientes seguían entrechocando, aunque
con la manta estaba algo mejor en cuanto a eso.
Permanecieron
callados bastante rato, aunque empezaba a perder la noción del tiempo. Se dio
cuenta de que él le frotaba el brazo herido... y no sentía nada.
—Oye
—le dijo con voz rasposa—, si salgo de ésta quiero que me des ese beso. Pero
joder, no me obligues a repetírtelo alegando que no estaba en pleno uso de mis
facultades o algo así, porque no pienso hacerlo...
Aquellos
ojos grises estaban fijos en ella y no había ni rastro de humor. Le respondió
algo, pero ya no lo escuchó. Le pareció que todo quedaba atrás...
Y
recordó a Paul. Paul que iría a buscarla allí, dónde ella le había dicho que
estaba.
—Paul...
—gimió, antes de caer en la inconsciencia.