Capítulo 8





Mientras dormías



       Cuando abrió los ojos de nuevo se encontró con los azules de Paul mirándola fijamente. Sonreía de una forma que haría perder las bragas a cualquier chica. Recordó vagamente lo que había sucedido y se sintió inmensamente aliviada de verlo allí.
       —Hola —le dijo sin más. Ella trató de hablar, pero solo consiguió toser— ¿Quieres un poco de agua?
       Asintió carraspeando, intentando aclararse la garganta.
       Paul le llenó un vaso y la ayudó a incorporarse a medias, acercándoselo. Estaba mareada y se sentía como si... Como si alguien se la hubiese comido tras masticarla a conciencia y después la hubiese vomitado. Bebió unos sorbos cortos, y fue ella la que vomitó. El irlandés fue rápido con la palangana y no ensució nada ésta vez, sintiéndose muy orgullosa de sí misma. El estómago le dolía a rabiar y decidió que era a causa del hambre. Un hambre voraz que la consumía. Pero al pensar en comida su estómago se reveló de nuevo, retorciéndose mientras la arcada se abría camino hacia arriba. Al menos ésta vez logró mantenerlo todo dentro. Se fijó mejor en el contenido de la palangana: un asqueroso aceite oscuro, similar al alquitrán.
       —La dejaremos a mano por si acaso, ¿de acuerdo? —dijo Paul, escondiéndola bajo la cama.
       —Dios, aquí huele que apesta —graznó—, ¿qué coño es ese hedor?
       —Me temo que eres tú —respondió el irlandés, divertido—. Has estado sudando ésta mierda durante días, y después nos dio miedo abrir los ventanales. Aquí aún refresca...
       Recordó también entonces que estaba en casa del hermano de Ash. Se miró el brazo, y lo descubrió prácticamente cicatrizado. Las marcas de los dientes brillaban, recubiertas por la piel nueva. Le iba a quedar una buena señal. Pasó los dedos sobre la herida sintiendo el relieve.
       —¿Cuánto tiempo llevo inconsciente?
       —Una semana.
       —¡Joder! —una semana. Una semana entera...
       —No te agites, te vas a marear aún más...
       —Mierda, he dormido una puta semana, me agitaré lo que me salga de los cojones, maldita sea... ¿Qué ha pasado?
       Paul la ayudó a sentarse en la cama y, ciertamente, estaba aún más mareada.
       —Hablaremos de eso después, ahora creo que deberíamos quitarte todo eso de encima.
       Reparó en la capa de aceite que recubría su cuerpo. También estaba por toda la ropa de cama e hizo una mueca de asco. Le habían quitado los pantalones, pero aún conservaba la camiseta. O lo que quedaba de ella. Ya no tenía la manga anudada al brazo, ahora era simplemente una camiseta a la que alguien –él– le arrancó  una manga.  
       —¿Dónde está? —preguntó. No creyó que Paul necesitase más detalles para saber a quién se refería.
       —Oh, está por aquí —contestó, con una media sonrisa de listillo—. Ha estado por aquí todo el tiempo. Dejó que fuese yo quien estuviese en la habitación, contigo, pero no ha salido con sus hermanos en ningún momento. Voy a llenar la bañera, ¿qué te parece?
       —Que es la mejor idea que has tenido en tu vida —respondió con sinceridad.
       Lo que necesitaba ahora mismo, por encima de cualquier otra cosa, era un baño.
       —Te traje una bolsa con algo de ropa —le dijo Paul cuando salió de la habitación contigua.
       —Genial.
       Se miraron durante unos segundos. Siempre había sido ella la que cuidaba de él, la que hacía éste tipo de cosas. Cambiar los papeles le resultaba extraño.
       —¿Recuerdas cuándo estuve enfermo con aquella gripe? —le preguntó de repente, como si le estuviese leyendo la mente.
       —Dios, sí, lo recuerdo. Cómo para olvidarse...
       Ella no enfermaba nunca y en Paul tampoco era algo frecuente. Algún resfriado, poca cosa. Pero aquella vez... Aquella vez Paul había ardido de fiebre durante días, y ella había descubierto que era una enfermera nefasta en los pequeños detalles. Sabía cómo tratar una enfermedad, pero dejaba mucho que desear atendiendo a las personas. Había lidiado mejor que bien con los problemas internos de Paul, en cambio, la gripe casi se apodera de ella...
       —Me hiciste un caldo de pollo —le dijo ampliando la sonrisa.
       —Un caldo de pollo horrible. Tuve que ir a buscar uno decente al asiático de la esquina...
       Él se echó a reír y eso hizo que se sintiese muchísimo mejor al instante.
       —Joder, sí, era realmente horrible... Pero me hiciste el caldo. Ha sido la única vez que te he visto cocinar.
       —Bueno, ¿a dónde quieres ir a parar?
       —A ningún sitio. Sólo me alegra que estés bien, y poder haber estado aquí cuando no lo estabas, para variar —Paul se sentó a su lado, en la cama, y la cogió de la mano, enlazándose los dedos de ambos en un gesto familiar. El de los malos momentos—. Había olvidado que no eres indestructible, Rebecca, y recordarlo ha sido...
       —No te estarás poniendo sensiblero, ¿verdad? —le preguntó, citándolo a él mismo hacía tan sólo unos meses, cuando era ella la que había estado a punto de perderlo.
       —Sólo un poco, pero no me lo tengas en cuenta —repuso, volviendo a sonreír.
       —Bien, pero Paul... te necesito siempre, no sólo cuándo las cosas se tuercen, ya lo sabes...
       —Lo sé —la rodeó con el brazo y la besó en la sien—. Dios, estás hecha un asco... vamos, la bañera estará lista.

       La ayudó a ir hasta el cuarto de baño. Cerró los grifos y le quitó la camiseta y el resto.
       —Joder... —exclamó, mirándola de arriba a abajo.
       No era pudorosa, y mucho menos con él. Se habían duchado juntos en el gimnasio en infinidad de ocasiones, habían dormido juntos, habían estado entre la vida y la muerte juntos. Lo habían hecho todo juntos, excepto la única cosa que quedaba completamente fuera de su relación. Por muchas razones, nunca se mirarían de ese modo.
       Se contempló en el espejo y reparó en que estaba famélica. Los huesos de la cadera y las costillas habían quedado casi al descubierto, únicamente ocultos bajo la fina piel, y sus mejillas casi habían desaparecido tras los pronunciados pómulos.
       —Voy a necesitar muchos donut y bistecs... —y su estómago rugió sin piedad.
       Se sujetó a él para meterse en la bañera. El agua estaba muy caliente, pero era exactamente lo que necesitaba...
       —Voy a cambiar la ropa de cama y abriré todo para que se ventile. Después bajaré a buscar algo que puedas comer y le diré a los demás que estás despierta. Yo querrá verte...
       —¿Yo? —el extraño nombre le sonaba vagamente, aunque en el estado en que se encontraba todo era vaguedad.
       —Uno de sus hermanos. Bueno, ya los verás, porque... son para verlos —dijo levantando las cejas en un gesto entre el asombro y la diversión.
       —Vale...
       Y cerró la puerta dejándola a solas, sumergida hasta la barbilla en aquella espuma que olía a frutas, débil como un bebé de pecho.


* * *

       Conducía todo lo rápido que el escaso tráfico de la hora tardía le permitía, cruzando la ciudad para llegar hasta la dirección que Rebecca le había dado entre los altos edificios de la zona del centro; oficinas en su mayor parte. No entendía muy bien qué era lo que podía haberlos llevado hasta allí, pero se preparaba mentalmente para lo peor. No obstante, unas oficinas resultaban mucho menos intimidantes que un barrio residencial plagado de familias. Aún faltaba algo más de una hora para que amaneciese. Había conseguido dormir lo suficiente como para que no le costase mantenerse despejado sin la ayuda del café.
       Su móvil sonó y lo cogió, viendo en la pantalla el número de Becca.
       —Dime.
       —Paul, soy yo —la voz masculina lo pilló por sorpresa, llenándolo de inquietud—, ¿dónde estás?
       —De camino, estoy allí en cinco minutos. ¿Y Rebecca?
       —Escúchame bien, no vengas. Date la vuelta y vuelve a casa...
       —¿Dónde está Rebecca? —lo interrumpió.
       —No está allí, Paul. Confía en mí, por favor, te lo explicaré todo cuando vaya a recogerte.
       Parecía agotado y el que no le diese más detalles sólo consiguió preocuparlo aún más. No hacía falta ser un lumbreras para darse cuenta de que las cosas se habían torcido...
       —¿Está bien?
       —Está viva —fue todo cuanto dijo—. Estoy esperando a alguien, cuando llegue iré a por ti, a tu casa. Espérame allí, por favor.
       —De acuerdo —y colgó.
       Hizo lo que Ash le dijo que hiciera. Confiaba en él, pero todo el asunto lo había puesto de los nervios. Apareció casi dos horas después, cuando ya pensaba que estaba a punto de volverse loco.


* * *


       —Paul...
       Ella deliraba ardiendo de fiebre, agitándose, llamando al irlandés. Levantó uno de sus párpados y sólo vio oscuridad y miedo. Estaba preocupada por el hombre, y él también. Esperaba que Vörj regresase pronto con Yo para poder salir a buscarlo.
       Y como si aquel pensamiento hubiese sido una invocación, Yeialel entró en la habitación con decisión.
       —Ash —le dijo, rozándolo levemente en el hombro a modo de saludo. Yo siempre era mucho más efusivo, pero se alegró de que hoy hiciese a un lado los abrazos—. Vörj me ha dicho que le ha mordido un abaddon...
       —Así es.
       —¿Como está? —su hermano lo empujó con suavidad a un lado, poniendo la mano sobre el cuello de Rebecca.
       —Se muere...
       Yo se volvió hacia él con ojos tristes, y no le dijo que estaba equivocado.
       —Haré todo lo que pueda.
       Siempre lo hacía.
       —¿Necesitas algo? —le preguntó. Él necesitaba ir a buscar a Paul, pero alejarse de allí le iba a suponer un problema.
       —No, déjame con ella —respondió forzando una sonrisa.
       Bajó al salón y saludó a Emu. Él y Vörj se acercaron sin preguntar nada, ya que podían ver las malas noticias en su cara.
       —Tengo que salir, voy a ir a buscar a alguien... ¿Te importa que lo traiga aquí? —le preguntó a Vörj.
       —No necesitas pedirme permiso para traer a alguien... Confío en tu criterio, y ésta es también tu casa.
       —Gracias, nos pondremos al día cuándo vuelva.
       Salió fuera para desmaterializarse lejos de las protecciones de la casa. Antes de ir a recoger a Paul tenía que hacer algo importante.

       Regresó al edificio de cristal, comprobando que aún no había nadie. Había temido que hubiese llegado la policía mientras esperaba a Yo, pero al parecer nadie los había avisado. No tardarían, lo harían en cuanto abriesen las puertas para dar paso a los trabajadores. Serían ellos quienes descubrirían la desagradable sorpresa.  
       Subió y eliminó los restos de sangre –de las bestias y de Rebecca– del suelo, practicando la libación con la ampolla que contenía el líquido sagrado. Utilizaban la fíala para limpiar en profundidad las runas de sus armas, puesto que si se mantenían en contacto con la sangre podían llegar a estropearse, pero resultaba igualmente efectiva sobre cualquier otra cosa. Eliminó también las runas del vientre de la mujer, borrando así todo rastro que pudiese llevar a conclusiones aproximadas. No había ningún vestigio de los animales, y no creyó que fuesen a aparecer de nuevo por allí. Ya no había nada para ellos.
       Y sólo cuando hubo terminado, salió en busca de Paul.


* * *


       —¿Qué ha pasado? —preguntó Paul sin preámbulos, cuando el lector se presentó en su casa.
       —Le ha atacado un abaddon. Su mordedura es tóxica, incluso para nosotros —Ash lo observaba impasible y no pudo descifrar en él emoción alguna. Y eso lo irritó, porque comenzaba a sentirse fuera de sí—. Está en casa de mi hermano, Yo podrá atenderla mejor que en ningún otro sitio. Voy a llevarte con ella. Y Paul —añadió en un tono que le erizó el vello de la nuca—, ni pienses por un momento que no me importa.
       Era difícil saber lo que pasaba por su cabeza tras ése semblante pétreo, pero le creyó. Le creyó porque, por un breve instante –lo que dura un latido–, aquel tipo pareció tan desesperado como él. Podía ser desesperación, o quizás sólo se tratase de un efecto óptico, pero Paul le creyó. 
       —De acuerdo, vámonos pues.
       —Eso era todo lo que esperaba oír.
       Y un instante después ya no estaban allí.

       El grupo que tenía ante sus ojos era extraño, aunque definirlo así era definirlo de una forma muy pobre... Era como decir del sol que es amarillo; evidentemente lo es, pero también es una puta bola de fuego que te calcinaría convirtiéndote en cenizas muchísimo antes de llegar a tocarla. No se le ocurría nada mejor para ellos, así estaban las cosas.
       Se sentía completamente intimidado por primera vez en su vida. Claro está, que la preocupación por Rebecca hacía que todo lo demás le importase una mierda, así que el marcador quedaba más o menos equilibrado. No había podido verla aún. Al parecer, uno de ellos estaba tratándola de algún modo. Se había sentado en uno de los sillones del enorme salón, junto a los demás, y nadie decía nada. Vörj, el rubio, se fue, regresando con varias cervezas en las manos. Se acercó y le ofreció una que él rechazó.
       —No, gracias.
       —Pensaba que a los irlandeses les gustaba la cerveza... —dijo confundido.
       —Y así es. Me bautizaron con cerveza. Sin embargo —continuó explicando, al ver que seguía algo desconcertado—, a los ex-alcohólicos nos animan a decir «no, gracias».
       —Oh, lo siento.
       Parecía sincero, y se preguntó si él no vería todo aquello en su mente, o es que simplemente le estaba vacilando.
       —El único lector aquí soy yo, Paul —aclaró Ash.
       Permanecía de pie, apoyado en la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho, cerca de los demás, pero algo apartado. Se sintió un poco estúpido por pensar que el rubio le tomaba el pelo con algo tan delicado.
       —¿Quieres alguna otra cosa? —le preguntó éste, sin hacer más comentarios al respecto.
       —No, en realidad para mí está amaneciendo, es demasiado temprano para cualquier cosa. Pero gracias —dijo, tratando de sonreír sin llegar a conseguirlo del todo.
       Siguió en silencio, observándolos mientras Ash les contaba lo sucedido en los últimos días y pensaban qué podían hacer al respecto. Había un rasgo común entre ellos, a parte del cabello largo: los ojos. Los de Ash le llamaron la atención desde el principio, de ése gris indefinido, cambiante... Unos ojos por los que había pasado el tiempo de una forma que escapaba a su limitada visión de la vida. Ahora que veía a los demás, se fijó en que era ése rasgo principal el que compartían en mayor medida; el tiempo en sus ojos. La muchacha era distinta y, sin embargo, también poseía ése brillo especial en la mirada. Ash les había hablado muy por encima de la pareja mestiza de su hermano cuándo Rebecca le preguntó, con la curiosidad propia de quien acaba de descubrir que es un unicornio, por la mezcla de razas. Paul estaba casi seguro de que se refería a ella. Ash asintió levemente, siguiendo sus pensamientos, dándole a entender que iba por buen camino.
       Cuando conoció a Rebecca... fue ése brillo en la mirada lo primero que lo atrajo de ella. Y ahora sabía qué había de especial en aquellos ojos castaños que a veces se encendían con reflejos del color de la miel... Era el brillo de la inmortalidad. Y de repente se sintió tan pequeño que creyó que desaparecería por uno de los pliegues del sillón.  

       Pasaron horas hasta que el muchacho más extravagante que había visto en su vida bajó por las escaleras. Vestido de blanco de los pies a la cabeza –literalmente, puesto que blancos eran también sus cabellos–. Su ropa era tan extraña como todo lo que había en él e iba descalzo, al igual que todos los demás allí. Los intensos ojos azules estaban llenos de amabilidad y tristeza, y también halló en ellos el paso de las eras. Era el más joven pero, por supuesto, sólo en apariencia, puesto que la juventud hacía tiempo que había pasado de largo por todos los habitantes de aquella casa. Y estuvo algo más cerca de comprender lo que le había dicho Ash la noche anterior sobre la propia juventud, la de la humanidad...
       —Tú debes de ser Paul —le dijo, acercándose a él.
       —Sí —se puso en pie, como cuando estás esperando a que el cirujano aparezca con noticias tras una intervención complicada.
       —Te llama. Deberías subir con ella... No creo que pueda escucharte, pero es posible que tu voz la tranquilice.
       —¿Se va a recuperar? —preguntó. El miedo le atenazaba la garganta y casi le resultó imposible hablar.
       —No lo sé, es demasiado pronto —respondió abatido—. Volveré dentro de unas horas, cuándo haya descansado. De momento no puedo hacer nada más.
       Ash se había acercado también y, por primera vez, viéndolo observar a su hermano, le pareció apreciar un atisbo de emoción en su interior. Uno que no se desvaneció con el siguiente parpadeo. Amor, decidió. Era amor lo que veía. Y lo confirmó cuándo el muchacho lo abrazó con fuerza y él le correspondió del mismo modo.
       —Ve con Emu, yo lo acompañaré a la habitación... —le dijo Ash al muchacho, besándolo en la frente.
       Éste asintió, y fue a sentarse junto al hombre de cabellos de fuego y ojos a juego. Emu el Rojo, podría llamarse. Y también Emu el Hosco. Aunque cuándo el muchacho se enroscó en sus brazos y lo besó en los labios, toda ésa fachada dura e irascible se tambaleó un poco. No había nada fraternal en ambos... Nada fraternal.
       Emu lo miró, y sus ojos tenían realmente la intensidad del fuego, como si atrapasen una llama. Unos ojos que lo acusaban de intruso, y así es como se sentía. Iba a empezar a volverse loco de un momento a otro, pensó. Ash apoyó una mano en su hombro y le pareció ver una media sonrisa fugaz. Fugaz como una de ésas estrellas a las que pedir un deseo... Si tienes la suerte de verlas pasar.
       —No somos ésa clase de hermanos —susurró, ya de camino a la habitación de arriba.
       —Bueno, tampoco es asunto mío...
       —Lo sé, sólo tratas de entender... De entendernos. Lo llevas haciendo todo éste tiempo, lo comprendo —le dijo, refiriéndose a todas las elucubraciones que se le habían pasado por la cabeza durante aquellas largas horas—. Nosotros también sentimos curiosidad por las cosas que desconocemos.

       Al llegar a la habitación se le vino el mundo encima. Trató de ignorar el olor a descomposición, como si ella ya hubiese muerto hace días, y se acercó. Gemía y se agitaba ardiendo de fiebre, con el brazo extendido, oculto por una toalla húmeda que él levantó con aprensión sabiendo, ya de antemano, que no le gustaría lo que se iba a encontrar.
       Y no le gustó.
       El brazo estaba tan inflamado y ennegrecido que se asustó, llegando a pensar, incluso, que deberían habérselo amputado antes de llegar a eso. La mano con la que sujetaba la toalla tembló, y lo cubrió de nuevo con cuidado, volviéndose para encarar a Ash.
       —La infección ya estaba en su organismo y mi hermano no necesita deshacerse de nada para aislarla. Está en el lugar adecuado —le aseguró—. No tiene más posibilidades en ninguna otra parte, Paul.
       Sería cierto, pero ahora mismo no era suficiente. Sentarse a esperar se le hacía demasiado cuesta arriba. Pero por otro lado... tampoco pensaba moverse de allí. Ash le acercó el sillón que había al otro lado de la habitación, sustituyéndolo por la silla que había junto a la cama.
       —¿Te quedas? —le preguntó Paul.
       —No, ahora te necesita a ti, yo esperaré con los demás.
       —Gracias.
       Le agradeció que lo dejase a solas con ella. Le resultaría más fácil hablar si no había nadie más para escucharlo.
       —No la dejaré de buena gana, Paul, pero éste es tu lugar ahora, no el mío.
       Y se fue cerrando la puerta tras él.

       No hubo ningún cambio en los cuatro días siguientes. La fiebre la consumía y, tal y como le dijo Yo en una de sus visitas, no había muerto por esa causa porque su organismo era mucho más resistente que los demás. El muchacho trabajaba con delicadeza, colocando sobre ella los cuarzos que llevaba en torno a su cuello y sus muñecas, paseando sus manos con seguridad por la herida y siguiendo el torrente sanguíneo. Todo lo que le explicaba le sonaba extraño, pero casi podía ver la energía que se desprendía de él cuando se movía.
       El primer día le había preguntado si podía permanecer junto a ella durante la sanación, y él accedió. Yo había creído que su voz la tranquilizaría y así había sido. Se agitaba menos cuándo le hablaba, y parecía entrar en una especie de duermevela del que salía cuándo la fiebre subía. Le gustaba pasar aquel tiempo con el muchacho. Él siempre estaba dispuesto a hablar de cualquier cosa, respondiendo a sus preguntas con amabilidad y haciéndole a su vez otras a él.
       Vörj y Emu salían a diario, intentando conseguir lo que hasta ahora Ash no había logrado: dar con el cabronazo en cuestión. Ellos tampoco tuvieron éxito, pero al menos regresaban sin noticias de nuevos crímenes... Ash, Hylissa o el propio Yo le subían comida de vez en cuando, y comía porque tenía que hacerlo, aunque su estómago estaba completamente cerrado. Ash aprovechaba para entrar y ver como estaba. No decía nada, simplemente se limitaba a levantarle los párpados y mirar.
       —¿Qué ves? —le preguntó una de ésas veces.
       —Dolor y oscuridad. Y también miedo por ti —respondió él—. Su último pensamiento coherente fue el recuerdo de que estabas de camino al edificio.
       Llamaba a Paul muchas veces, como si estuviese en medio de una pesadilla... pero también lo había llamado a él. No quiso ir con sus hermanos cuándo se marcharon, quiso quedarse. Y no pudo reprochárselo porque, sinceramente, a él le importaba una mierda lo que pasase fuera de aquella habitación.
       Al cuarto día, la fiebre bajó considerablemente y también la inflamación del brazo, y Rebecca comenzó a sudar aún más. Sudaba esa sustancia negra y viscosa que apestaba y que él ya había dejado de percibir. Le dieron de beber una solución salina para que no se deshidratase y, por fin, tras horas de nueva incertidumbre, Yo le dijo que si pasaba de ésa noche, viviría.
       Y pasó.
       Y cuándo por la mañana amaneció sin rastro de fiebre, él se durmió, agotado, con la mano de ella entre las suyas.
       Yo le dijo que, probablemente, Rebecca dormiría varios días, puesto que su cuerpo necesitaba ése descanso. Y que cuándo despertase, lo haría hambrienta. Porque no había comido nada en todo ése tiempo, y por los efectos de la sanación.
       Y sólo quedó esperar.

* * *


       Los suaves golpes en la puerta la despertaron. Se había quedado dormida en la bañera. No mucho rato, pensó, puesto que el agua aún estaba caliente y la espuma seguía cubriéndolo todo.
       —¿Sí?
       —Soy yo.
       Reconoció su voz de inmediato.
       —Pasa.
       Entró con un enorme vaso en las manos y se sentó en el borde de la bañera, observándola detenidamente. Esperó a que se incorporase un poco, lo suficiente como para coger el vaso con la seguridad de no terminar nadando en su contenido. Estaba tibio y tenía un color amarillento que no la sedujo. Tampoco parecía totalmente líquido, aunque podía bebérselo perfectamente.
       —Bébetelo —le ordenó Ash confirmando sus sospechas, al ver que lo olisqueaba arrugando la nariz.
       —¿Qué es esto?
       —Es el mejunje especial de Emu.
       Emu; otro de sus hermanos. Se preguntó cuántos más habría por allí. Sorprendentemente, el Mejunje Especial de Emu tenía un aroma dulzón y agradable, y al darle un solo sorbo se sintió mucho mejor.  Fue como cargarse las pilas, un chute de energía. Estaba delicioso.
       —¿Crees que podrás comer algo?
       —Me muero de hambre... Creo que comeré, me da igual si me sienta bien o no —y su estómago volvió a rugir acompañado de un doloroso espasmo.
       —Está bien, Paul está en la cocina, le he dicho que bajarás cuándo estés lista. Llevas días en la cama, es bueno que te muevas.
       Estaba de acuerdo. Se sentía entumecida y absolutamente agotada, pero moverse un poco, aunque terminase mareada, le iría bien.
       —Entonces... ¿Paul no va a subir? —preguntó, entrecerrando los ojos con suspicacia.
       —No. Ha estado aquí todo éste tiempo, ahora me toca a mí —el –casi imperceptible– gesto tenso de su boca desmentía un poco el tono juguetón que había utilizado—. Ven aquí, date la vuelta.
       Cogió uno de los botes del pequeño aparador; el champú, y ella entendió enseguida lo que se proponía. Se movió girando en la bañera hasta quedar de espaldas y lo dejó hacer, agradeciendo no tener que levantar los brazos. Probablemente no hubiese podido lavarse el pelo sola. Contaba con la ayuda de Paul, pero aquel maldito hombre del demonio se había deshecho de él sin contemplaciones. No pudo evitar sonreír mientras apoyaba el cuello sobre la toalla doblada que Ash colocó en el borde de la bañera. Y se relajó mientras él le masajeaba la cabeza, empezando a oler, por fin, como un ser humano.