Mientras dormías
Cuando
abrió los ojos de nuevo se encontró con los azules de Paul mirándola fijamente.
Sonreía de una forma que haría perder las bragas a cualquier chica. Recordó vagamente
lo que había sucedido y se sintió inmensamente aliviada de verlo allí.
—Hola
—le dijo sin más. Ella trató de hablar, pero solo consiguió toser— ¿Quieres un
poco de agua?
Asintió
carraspeando, intentando aclararse la garganta.
Paul
le llenó un vaso y la ayudó a incorporarse a medias, acercándoselo. Estaba mareada
y se sentía como si... Como si alguien se la hubiese comido tras masticarla a
conciencia y después la hubiese vomitado. Bebió unos sorbos cortos, y fue ella
la que vomitó. El irlandés fue rápido con la palangana y no ensució nada ésta
vez, sintiéndose muy orgullosa de sí misma. El estómago le dolía a rabiar y
decidió que era a causa del hambre. Un hambre voraz que la consumía. Pero al
pensar en comida su estómago se reveló de nuevo, retorciéndose mientras la arcada
se abría camino hacia arriba. Al menos ésta vez logró mantenerlo todo dentro.
Se fijó mejor en el contenido de la palangana: un asqueroso aceite
oscuro, similar al alquitrán.
—La
dejaremos a mano por si acaso, ¿de acuerdo? —dijo Paul, escondiéndola bajo la
cama.
—Dios,
aquí huele que apesta —graznó—, ¿qué coño es ese hedor?
—Me
temo que eres tú —respondió el irlandés, divertido—. Has estado sudando ésta
mierda durante días, y después nos dio miedo abrir los ventanales. Aquí aún refresca...
Recordó
también entonces que estaba en casa del hermano de Ash. Se miró el brazo, y lo
descubrió prácticamente cicatrizado. Las marcas de los dientes brillaban,
recubiertas por la piel nueva. Le iba a quedar una buena señal. Pasó los dedos
sobre la herida sintiendo el relieve.
—¿Cuánto
tiempo llevo inconsciente?
—Una
semana.
—¡Joder!
—una semana. Una semana entera...
—No
te agites, te vas a marear aún más...
—Mierda,
he dormido una puta semana, me agitaré lo que me salga de los cojones, maldita
sea... ¿Qué ha pasado?
Paul
la ayudó a sentarse en la cama y, ciertamente, estaba aún más mareada.
—Hablaremos
de eso después, ahora creo que deberíamos quitarte todo eso de encima.
Reparó
en la capa de aceite que recubría su cuerpo. También estaba por toda la ropa de
cama e hizo una mueca de asco. Le habían quitado los pantalones, pero aún
conservaba la camiseta. O lo que quedaba de ella. Ya no tenía la manga anudada
al brazo, ahora era simplemente una camiseta a la que alguien –él– le arrancó una manga.
—¿Dónde
está? —preguntó. No creyó que Paul necesitase más detalles para saber a quién
se refería.
—Oh,
está por aquí —contestó, con una media sonrisa de listillo—. Ha estado por aquí
todo el tiempo. Dejó que fuese yo quien estuviese en la habitación, contigo,
pero no ha salido con sus hermanos en ningún momento. Voy a llenar la bañera,
¿qué te parece?
—Que
es la mejor idea que has tenido en tu vida —respondió con sinceridad.
Lo
que necesitaba ahora mismo, por encima de cualquier otra cosa, era un baño.
—Te
traje una bolsa con algo de ropa —le dijo Paul cuando salió de la habitación
contigua.
—Genial.
Se
miraron durante unos segundos. Siempre había sido ella la que cuidaba de él, la
que hacía éste tipo de cosas. Cambiar los papeles le resultaba extraño.
—¿Recuerdas
cuándo estuve enfermo con aquella gripe? —le preguntó de repente, como si le
estuviese leyendo la mente.
—Dios,
sí, lo recuerdo. Cómo para olvidarse...
Ella
no enfermaba nunca y en Paul tampoco era algo frecuente. Algún resfriado, poca
cosa. Pero aquella vez... Aquella vez Paul había ardido de fiebre durante días,
y ella había descubierto que era una enfermera nefasta en los pequeños
detalles. Sabía cómo tratar una enfermedad, pero dejaba mucho que desear
atendiendo a las personas. Había lidiado mejor que bien con los problemas
internos de Paul, en cambio, la gripe casi se apodera de ella...
—Me
hiciste un caldo de pollo —le dijo ampliando la sonrisa.
—Un
caldo de pollo horrible. Tuve que ir a buscar uno decente al asiático de la
esquina...
Él
se echó a reír y eso hizo que se sintiese muchísimo mejor al instante.
—Joder,
sí, era realmente horrible... Pero me hiciste el caldo. Ha sido la única vez
que te he visto cocinar.
—Bueno,
¿a dónde quieres ir a parar?
—A
ningún sitio. Sólo me alegra que estés bien, y poder haber estado aquí cuando
no lo estabas, para variar —Paul se sentó a su lado, en la cama, y la cogió de
la mano, enlazándose los dedos de ambos en un gesto familiar. El de los malos
momentos—. Había olvidado que no eres indestructible, Rebecca, y recordarlo ha
sido...
—No
te estarás poniendo sensiblero, ¿verdad? —le preguntó, citándolo a él mismo
hacía tan sólo unos meses, cuando era ella la que había estado a punto de
perderlo.
—Sólo
un poco, pero no me lo tengas en cuenta —repuso, volviendo a sonreír.
—Bien,
pero Paul... te necesito siempre, no sólo cuándo las cosas se tuercen, ya lo
sabes...
—Lo
sé —la rodeó con el brazo y la besó en la sien—. Dios, estás hecha un asco...
vamos, la bañera estará lista.
La
ayudó a ir hasta el cuarto de baño. Cerró los grifos y le quitó la camiseta y
el resto.
—Joder...
—exclamó, mirándola de arriba a abajo.
No
era pudorosa, y mucho menos con él. Se habían duchado juntos en el gimnasio en
infinidad de ocasiones, habían dormido juntos, habían estado entre la vida y la
muerte juntos. Lo habían hecho todo juntos, excepto la única cosa que quedaba
completamente fuera de su relación. Por muchas razones, nunca se mirarían de ese
modo.
Se
contempló en el espejo y reparó en que estaba famélica. Los huesos de la cadera y las costillas habían quedado casi al descubierto, únicamente ocultos
bajo la fina piel, y sus mejillas casi habían desaparecido tras los
pronunciados pómulos.
—Voy a
necesitar muchos donut y bistecs... —y su estómago rugió sin piedad.
Se
sujetó a él para meterse en la bañera. El agua estaba muy caliente, pero era
exactamente lo que necesitaba...
—Voy
a cambiar la ropa de cama y abriré todo para que se ventile. Después bajaré a
buscar algo que puedas comer y le diré a los demás que estás despierta. Yo
querrá verte...
—¿Yo?
—el extraño nombre le sonaba vagamente, aunque en el estado en que se
encontraba todo era vaguedad.
—Uno
de sus hermanos. Bueno, ya los verás, porque... son para verlos —dijo
levantando las cejas en un gesto entre el asombro y la diversión.
—Vale...
Y
cerró la puerta dejándola a solas, sumergida hasta la barbilla en aquella
espuma que olía a frutas, débil como un bebé de pecho.
* * *
Conducía
todo lo rápido que el escaso tráfico de la hora tardía le permitía, cruzando la
ciudad para llegar hasta la dirección que Rebecca le había dado entre los altos
edificios de la zona del centro; oficinas en su mayor parte. No entendía muy
bien qué era lo que podía haberlos llevado hasta allí, pero se preparaba
mentalmente para lo peor. No obstante, unas oficinas resultaban mucho menos
intimidantes que un barrio residencial plagado de familias. Aún faltaba algo
más de una hora para que amaneciese. Había conseguido dormir lo suficiente como
para que no le costase mantenerse despejado sin la ayuda del café.
Su
móvil sonó y lo cogió, viendo en la pantalla el número de Becca.
—Dime.
—Paul,
soy yo —la voz masculina lo pilló por sorpresa, llenándolo de inquietud—, ¿dónde
estás?
—De
camino, estoy allí en cinco minutos. ¿Y Rebecca?
—Escúchame
bien, no vengas. Date la vuelta y vuelve a casa...
—¿Dónde
está Rebecca? —lo interrumpió.
—No
está allí, Paul. Confía en mí, por favor, te lo explicaré todo cuando vaya a
recogerte.
Parecía agotado
y el que no le diese más detalles sólo consiguió preocuparlo aún más. No hacía
falta ser un lumbreras para darse cuenta de que las cosas se habían torcido...
—¿Está
bien?
—Está
viva —fue todo cuanto dijo—. Estoy esperando a alguien, cuando llegue iré a por
ti, a tu casa. Espérame allí, por favor.
—De
acuerdo —y colgó.
Hizo
lo que Ash le dijo que hiciera. Confiaba en él, pero todo el asunto lo había
puesto de los nervios. Apareció casi dos horas después, cuando ya pensaba que
estaba a punto de volverse loco.
* * *
—Paul...
Ella
deliraba ardiendo de fiebre, agitándose, llamando al irlandés. Levantó uno de
sus párpados y sólo vio oscuridad y miedo. Estaba preocupada por el hombre, y
él también. Esperaba que Vörj regresase pronto con Yo para poder salir a
buscarlo.
Y
como si aquel pensamiento hubiese sido una invocación, Yeialel entró en la
habitación con decisión.
—Ash
—le dijo, rozándolo levemente en el hombro a modo de saludo. Yo siempre era
mucho más efusivo, pero se alegró de que hoy hiciese a un lado los abrazos—. Vörj
me ha dicho que le ha mordido un abaddon...
—Así
es.
—¿Como
está? —su hermano lo empujó con suavidad a un lado, poniendo la mano sobre el
cuello de Rebecca.
—Se
muere...
Yo
se volvió hacia él con ojos tristes, y no le dijo que estaba equivocado.
—Haré
todo lo que pueda.
Siempre
lo hacía.
—¿Necesitas
algo? —le preguntó. Él necesitaba ir a buscar a Paul, pero alejarse de allí le
iba a suponer un problema.
—No,
déjame con ella —respondió forzando una sonrisa.
Bajó
al salón y saludó a Emu. Él y Vörj se acercaron sin preguntar nada, ya que
podían ver las malas noticias en su cara.
—Tengo
que salir, voy a ir a buscar a alguien... ¿Te importa que lo traiga aquí? —le
preguntó a Vörj.
—No
necesitas pedirme permiso para traer a alguien... Confío en tu criterio, y ésta
es también tu casa.
—Gracias,
nos pondremos al día cuándo vuelva.
Salió
fuera para desmaterializarse lejos de las protecciones de la casa. Antes de ir
a recoger a Paul tenía que hacer algo importante.
Regresó
al edificio de cristal, comprobando que aún no había nadie. Había temido que
hubiese llegado la policía mientras esperaba a Yo, pero al parecer nadie los
había avisado. No tardarían, lo harían en cuanto abriesen las puertas para dar
paso a los trabajadores. Serían ellos quienes descubrirían la desagradable
sorpresa.
Subió
y eliminó los restos de sangre –de las bestias y de Rebecca– del suelo,
practicando la libación con la ampolla que contenía el líquido sagrado.
Utilizaban la fíala para limpiar en profundidad las runas de sus armas, puesto
que si se mantenían en contacto con la sangre podían llegar a estropearse, pero
resultaba igualmente efectiva sobre cualquier otra cosa. Eliminó también las
runas del vientre de la mujer, borrando así todo rastro que pudiese llevar a
conclusiones aproximadas. No había ningún vestigio de los animales, y no creyó
que fuesen a aparecer de nuevo por allí. Ya no había nada para ellos.
Y
sólo cuando hubo terminado, salió en busca de Paul.
* * *
—¿Qué
ha pasado? —preguntó Paul sin preámbulos, cuando el lector se presentó en su
casa.
—Le
ha atacado un abaddon. Su mordedura es tóxica, incluso para nosotros —Ash lo
observaba impasible y no pudo descifrar en él emoción alguna. Y eso lo irritó,
porque comenzaba a sentirse fuera de sí—. Está en casa de mi hermano, Yo podrá
atenderla mejor que en ningún otro sitio. Voy a llevarte con ella. Y Paul —añadió
en un tono que le erizó el vello de la nuca—, ni pienses por un momento que no
me importa.
Era
difícil saber lo que pasaba por su cabeza tras ése semblante pétreo, pero le
creyó. Le creyó porque, por un breve instante –lo que dura un latido–, aquel
tipo pareció tan desesperado como él. Podía ser desesperación, o quizás sólo se
tratase de un efecto óptico, pero Paul le creyó.
—De
acuerdo, vámonos pues.
—Eso
era todo lo que esperaba oír.
Y
un instante después ya no estaban allí.
El
grupo que tenía ante sus ojos era extraño, aunque definirlo así era definirlo
de una forma muy pobre... Era como decir del sol que es amarillo; evidentemente
lo es, pero también es una puta bola de fuego que te calcinaría convirtiéndote
en cenizas muchísimo antes de llegar a tocarla. No se le ocurría nada mejor
para ellos, así estaban las cosas.
Se
sentía completamente intimidado por primera vez en su vida. Claro está, que la
preocupación por Rebecca hacía que todo lo demás le importase una mierda, así
que el marcador quedaba más o menos equilibrado. No había podido verla aún. Al
parecer, uno de ellos estaba tratándola de algún modo. Se había sentado en uno
de los sillones del enorme salón, junto a los demás, y nadie decía nada. Vörj,
el rubio, se fue, regresando con varias cervezas en las manos. Se acercó y le
ofreció una que él rechazó.
—No,
gracias.
—Pensaba
que a los irlandeses les gustaba la cerveza... —dijo confundido.
—Y
así es. Me bautizaron con cerveza. Sin embargo —continuó explicando, al ver que
seguía algo desconcertado—, a los ex-alcohólicos nos animan a decir «no, gracias».
—Oh,
lo siento.
Parecía
sincero, y se preguntó si él no vería todo aquello en su mente, o es que
simplemente le estaba vacilando.
—El
único lector aquí soy yo, Paul —aclaró Ash.
Permanecía
de pie, apoyado en la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho, cerca de
los demás, pero algo apartado. Se sintió un poco estúpido por pensar que el
rubio le tomaba el pelo con algo tan delicado.
—¿Quieres
alguna otra cosa? —le preguntó éste, sin hacer más comentarios al respecto.
—No,
en realidad para mí está amaneciendo, es demasiado temprano para cualquier
cosa. Pero gracias —dijo, tratando de sonreír sin llegar a conseguirlo del
todo.
Siguió
en silencio, observándolos mientras Ash les contaba lo sucedido en los últimos
días y pensaban qué podían hacer al respecto. Había un rasgo común entre ellos,
a parte del cabello largo: los ojos. Los de Ash le llamaron la atención desde
el principio, de ése gris indefinido, cambiante... Unos ojos por los que había
pasado el tiempo de una forma que escapaba a su limitada visión de la vida.
Ahora que veía a los demás, se fijó en que era ése rasgo principal el que
compartían en mayor medida; el tiempo en sus ojos. La muchacha era distinta y,
sin embargo, también poseía ése brillo especial en la mirada. Ash les había hablado
muy por encima de la pareja mestiza de su hermano cuándo Rebecca le preguntó, con
la curiosidad propia de quien acaba de descubrir que es un unicornio, por la
mezcla de razas. Paul estaba casi seguro de que se refería a ella. Ash asintió
levemente, siguiendo sus pensamientos, dándole a entender que iba por buen
camino.
Cuando
conoció a Rebecca... fue ése brillo en la mirada lo primero que lo atrajo de
ella. Y ahora sabía qué había de especial en aquellos ojos castaños que a veces
se encendían con reflejos del color de la miel... Era el brillo de la
inmortalidad. Y de repente se sintió tan pequeño que creyó que desaparecería
por uno de los pliegues del sillón.
Pasaron
horas hasta que el muchacho más extravagante que había visto en su vida bajó
por las escaleras. Vestido de blanco de los pies a la cabeza –literalmente,
puesto que blancos eran también sus cabellos–. Su ropa era tan extraña como
todo lo que había en él e iba descalzo, al igual que todos los demás allí. Los
intensos ojos azules estaban llenos de amabilidad y tristeza, y también halló
en ellos el paso de las eras. Era el más joven pero, por supuesto,
sólo en apariencia, puesto que la juventud hacía tiempo que había pasado de
largo por todos los habitantes de aquella casa. Y estuvo algo más cerca de
comprender lo que le había dicho Ash la noche anterior sobre la propia juventud, la de la
humanidad...
—Tú
debes de ser Paul —le dijo, acercándose a él.
—Sí
—se puso en pie, como cuando estás esperando a que el cirujano aparezca con
noticias tras una intervención complicada.
—Te
llama. Deberías subir con ella... No creo que pueda escucharte, pero es posible
que tu voz la tranquilice.
—¿Se
va a recuperar? —preguntó. El miedo le atenazaba la garganta y casi le resultó
imposible hablar.
—No
lo sé, es demasiado pronto —respondió abatido—. Volveré dentro de unas horas,
cuándo haya descansado. De momento no puedo hacer nada más.
Ash
se había acercado también y, por primera vez, viéndolo observar a su hermano,
le pareció apreciar un atisbo de emoción en su interior. Uno que no se
desvaneció con el siguiente parpadeo. Amor, decidió. Era amor lo que veía. Y lo
confirmó cuándo el muchacho lo abrazó con fuerza y él le correspondió del mismo
modo.
—Ve
con Emu, yo lo acompañaré a la habitación... —le dijo Ash al muchacho,
besándolo en la frente.
Éste
asintió, y fue a sentarse junto al hombre de cabellos de fuego y ojos a juego. Emu
el Rojo, podría llamarse. Y también Emu el Hosco. Aunque cuándo el muchacho se
enroscó en sus brazos y lo besó en los labios, toda ésa fachada dura e
irascible se tambaleó un poco. No había nada fraternal en ambos... Nada
fraternal.
Emu
lo miró, y sus ojos tenían realmente la intensidad del fuego, como si atrapasen
una llama. Unos ojos que lo acusaban de intruso, y así es como se sentía. Iba a
empezar a volverse loco de un momento a otro, pensó. Ash apoyó una mano en su
hombro y le pareció ver una media sonrisa fugaz. Fugaz como una de ésas estrellas
a las que pedir un deseo... Si tienes la suerte de verlas pasar.
—No
somos ésa clase de hermanos —susurró, ya de camino a la habitación de arriba.
—Bueno,
tampoco es asunto mío...
—Lo
sé, sólo tratas de entender... De entendernos. Lo llevas haciendo todo éste
tiempo, lo comprendo —le dijo, refiriéndose a todas las elucubraciones que se
le habían pasado por la cabeza durante aquellas largas horas—. Nosotros también
sentimos curiosidad por las cosas que desconocemos.
Al
llegar a la habitación se le vino el mundo encima. Trató de ignorar el olor a
descomposición, como si ella ya hubiese muerto hace días, y se acercó. Gemía y
se agitaba ardiendo de fiebre, con el brazo extendido, oculto por una toalla
húmeda que él levantó con aprensión sabiendo, ya de antemano, que no le
gustaría lo que se iba a encontrar.
Y
no le gustó.
El
brazo estaba tan inflamado y ennegrecido que se asustó, llegando a pensar,
incluso, que deberían habérselo amputado antes de llegar a eso. La mano con la
que sujetaba la toalla tembló, y lo cubrió de nuevo con cuidado, volviéndose
para encarar a Ash.
—La
infección ya estaba en su organismo y mi hermano no necesita deshacerse de nada
para aislarla. Está en el lugar adecuado —le aseguró—. No tiene más
posibilidades en ninguna otra parte, Paul.
Sería
cierto, pero ahora mismo no era suficiente. Sentarse a esperar se le hacía
demasiado cuesta arriba. Pero por otro lado... tampoco pensaba moverse de allí.
Ash le acercó el sillón que había al otro lado de la habitación, sustituyéndolo
por la silla que había junto a la cama.
—¿Te
quedas? —le preguntó Paul.
—No,
ahora te necesita a ti, yo esperaré con los demás.
—Gracias.
Le
agradeció que lo dejase a solas con ella. Le resultaría más fácil hablar si no
había nadie más para escucharlo.
—No
la dejaré de buena gana, Paul, pero éste es tu lugar ahora, no el mío.
Y
se fue cerrando la puerta tras él.
No
hubo ningún cambio en los cuatro días siguientes. La fiebre la consumía y, tal
y como le dijo Yo en una de sus visitas, no había muerto por esa causa porque
su organismo era mucho más resistente que los demás. El muchacho trabajaba con
delicadeza, colocando sobre ella los cuarzos que llevaba en torno a su cuello y
sus muñecas, paseando sus manos con seguridad por la herida y siguiendo el
torrente sanguíneo. Todo lo que le explicaba le sonaba extraño, pero casi podía
ver la energía que se desprendía de él cuando se movía.
El
primer día le había preguntado si podía permanecer junto a ella durante la
sanación, y él accedió. Yo había creído que su voz la tranquilizaría y así
había sido. Se agitaba menos cuándo le hablaba, y parecía entrar en una especie
de duermevela del que salía cuándo la fiebre subía. Le gustaba pasar aquel
tiempo con el muchacho. Él siempre estaba dispuesto a hablar de cualquier cosa,
respondiendo a sus preguntas con amabilidad y haciéndole a su vez otras a él.
Vörj
y Emu salían a diario, intentando conseguir lo que hasta ahora Ash no había
logrado: dar con el cabronazo en cuestión. Ellos tampoco tuvieron éxito, pero
al menos regresaban sin noticias de nuevos crímenes... Ash, Hylissa o el propio
Yo le subían comida de vez en cuando, y comía porque tenía que hacerlo, aunque
su estómago estaba completamente cerrado. Ash aprovechaba para entrar y ver
como estaba. No decía nada, simplemente se limitaba a levantarle los párpados y
mirar.
—¿Qué
ves? —le preguntó una de ésas veces.
—Dolor
y oscuridad. Y también miedo por ti —respondió él—. Su último pensamiento
coherente fue el recuerdo de que estabas de camino al edificio.
Llamaba
a Paul muchas veces, como si estuviese en medio de una pesadilla... pero
también lo había llamado a él. No quiso ir con sus hermanos cuándo se
marcharon, quiso quedarse. Y no pudo reprochárselo porque, sinceramente, a él
le importaba una mierda lo que pasase fuera de aquella habitación.
Al
cuarto día, la fiebre bajó considerablemente y también la inflamación del brazo,
y Rebecca comenzó a sudar aún más. Sudaba esa sustancia negra y viscosa que
apestaba y que él ya había dejado de percibir. Le dieron de beber una
solución salina para que no se deshidratase y, por fin, tras horas de nueva
incertidumbre, Yo le dijo que si pasaba de ésa noche, viviría.
Y
pasó.
Y
cuándo por la mañana amaneció sin rastro de fiebre, él se durmió, agotado, con
la mano de ella entre las suyas.
Yo
le dijo que, probablemente, Rebecca dormiría varios días, puesto que su cuerpo
necesitaba ése descanso. Y que cuándo despertase, lo haría hambrienta. Porque
no había comido nada en todo ése tiempo, y por los efectos de la sanación.
Y
sólo quedó esperar.
* * *
Los
suaves golpes en la puerta la despertaron. Se había quedado dormida en la
bañera. No mucho rato, pensó, puesto que el agua aún estaba caliente y la
espuma seguía cubriéndolo todo.
—¿Sí?
—Soy
yo.
Reconoció
su voz de inmediato.
—Pasa.
Entró
con un enorme vaso en las manos y se sentó en el borde de la bañera,
observándola detenidamente. Esperó a que se incorporase un poco, lo suficiente
como para coger el vaso con la seguridad de no terminar nadando en su
contenido. Estaba tibio y tenía un color amarillento que no la sedujo. Tampoco
parecía totalmente líquido, aunque podía bebérselo perfectamente.
—Bébetelo
—le ordenó Ash confirmando sus sospechas, al ver que lo olisqueaba arrugando la nariz.
—¿Qué
es esto?
—Es
el mejunje especial de Emu.
Emu;
otro de sus hermanos. Se preguntó cuántos más habría por allí. Sorprendentemente, el Mejunje Especial
de Emu tenía un aroma dulzón y agradable, y al darle un solo sorbo se sintió
mucho mejor. Fue como cargarse las
pilas, un chute de energía. Estaba delicioso.
—¿Crees
que podrás comer algo?
—Me
muero de hambre... Creo que comeré, me da igual si me sienta bien o no —y su
estómago volvió a rugir acompañado de un doloroso espasmo.
—Está
bien, Paul está en la cocina, le he dicho que bajarás cuándo estés lista.
Llevas días en la cama, es bueno que te muevas.
Estaba
de acuerdo. Se sentía entumecida y absolutamente agotada, pero moverse un poco,
aunque terminase mareada, le iría bien.
—Entonces...
¿Paul no va a subir? —preguntó, entrecerrando los ojos con suspicacia.
—No.
Ha estado aquí todo éste tiempo, ahora me toca a mí —el –casi imperceptible– gesto
tenso de su boca desmentía un poco el tono juguetón que había utilizado—. Ven
aquí, date la vuelta.
Cogió
uno de los botes del pequeño aparador; el champú, y ella entendió enseguida lo que
se proponía. Se movió girando en la bañera hasta quedar de espaldas y lo dejó
hacer, agradeciendo no tener que levantar los brazos. Probablemente no hubiese
podido lavarse el pelo sola. Contaba con la ayuda de Paul, pero aquel maldito
hombre del demonio se había deshecho de él sin contemplaciones. No pudo evitar sonreír
mientras apoyaba el cuello sobre la toalla doblada que Ash colocó en el borde
de la bañera. Y se relajó mientras él le masajeaba la cabeza, empezando a oler,
por fin, como un ser humano.