En busca de un recuerdo
Se
escabulló en silencio, cerrando la puerta con cuidado. Ya hacía bastante que
había amanecido y había preferido volver a su cuarto. Cuándo se volvió se
encontró de frente con Yo, que salía a su vez de la habitación contigua, todo
ojos azules y sonrisa.
—Buenos
días —saludó, sin alzar demasiado la voz. Alguien se estaría riendo de lo lindo
en aquel preciso instante, pensó.
—Hola
—respondió el muchacho amablemente—, iba a bajar... pero ya que estás despierta
me gustaría atenderte ahora, ¿te importa?
—¿Atenderme?
No
le parecía que necesitase ninguna clase de atención... Ash había bajado a por
comida en mitad de la noche y no había dejado nada. Ahora se sentía genial, y
estaría aún mejor tras haber desayunado.
—No
he terminado con la sanación, nos llevará algunas sesiones más. Vamos a tu
habitación —dijo, invitándola a ir hacia la puerta con un gesto.
—De
acuerdo...
Yo
no hizo ningún comentario sobre porqué salía a escondidas de la de su hermano,
únicamente sonreía, como si sólo él hubiese escuchado un chiste que no pensaba
compartir. Quizá siempre era así, qué coño sabría ella después de todo... La
verdad era que sentía curiosidad por lo que iba a hacerle. No había estado
consciente mientras él la atendía ninguna de las veces anteriores, y aunque
Paul había tratado de explicarle lo que Yo le había contado, no había sido capaz
de esclarecerle gran cosa. Estaba intrigada, puesto que la medicina, aunque en
su forma más mundana, siempre había formado parte de ella de una forma o de
otra.
Una
vez en su cuarto se tumbó en la cama, como él le indicó, subiéndose la manga de
la camiseta para dejar al descubierto la cicatriz. Lo primero que le había
sorprendido al despertar, era lo rápidamente que se había cerrado la herida. Yo
se quitó las pulseras y el largo collar que llevaba al cuello doblado en dos
vueltas y repartió las piedras a su alrededor, depositando algunas sobre ella. Las
cuentas eran cuarzos, como los que había visto por toda la casa.
—¿Para
qué son? —preguntó con interés.
—Los
cuarzos me ayudan a canalizar la energía.
—Ash
me dijo que eres una especie de catalizador...
El
muchacho se echó a reír y el sonido fue musical, como el de un millón de
campanillas entrechocando entre sí. Y su risa, a juego con sus ojos sinceros,
era contagiosa. Resultaba casi imposible no dejarse llevar por su buen humor y
su predisposición. Hablaron mientras sus manos, cálidas y amables, palpaban con
absoluta seguridad, tejiendo y entrelazando aquello que sólo él podía ver.
—Todos
nosotros —le dijo Yo, refiriéndose a su raza—, tenemos mayor percepción y dominio
sobre las cosas vivas y tú, aunque eres muy joven, seguro que ya lo has
notado...
Le
resultaba chocante que él hablase sobre su juventud, aunque sabía que su
aspecto físico no se correspondía con la realidad. Se sintió un poco cómo... cómo
la gente debía sentirse respecto a ella, que también aparentaba mucho menos de
lo que contaba realmente en años.
—He
notado cosas, sí, pero no tengo ningún dominio sobre ninguna de ellas...
—Bueno,
tienes una parte humana... Aún así, mi hermano me ha dicho que puedes sentir e
intuir los cambios en la energía.
Como
haciendo eco a sus palabras, sintió una pequeña descarga en el brazo que le
puso el vello de punta. No era desagradable, y distaba mucho de cualquier
sensación que hubiese sentido antes. Era algo difícil de explicarle a alguien
que no lo hubiese experimentado... Miró al muchacho con los ojos muy abiertos y
éste asintió complacido.
—Así
es. Creo que con un poco de esfuerzo y práctica podrías incluso llegar a verlo.
Tu padre debió ser un tejedor, al igual que lo soy yo.
—Tejedor...
—la palabra le resultó curiosa y, viéndolo trabajar, muy acertada.
—Los
tejedores tenemos la capacidad de ver la energía, de modelarla a nuestro
antojo, de crear cosas con ella... O de destruirlas —añadió con tristeza.
—¿Y
ahora, qué es lo que haces? Creí que ya estaba curada... más o menos —preguntó,
mientras lo observaba con atención tratando de no pensar en su padre.
—A
simple vista ya no hay restos de veneno, pero hay que repetir esto varias veces
más para mantener limpios los tejidos, por si acaso. Podría quedar algo bajo la
superficie, algo que se me pueda escapar...
Parecía
encantado de poder resolver sus dudas y de que ella mostrase interés. En
realidad, resultaba difícil imaginarlo de otra forma que no fuese encantado.
—¿Qué
es lo que ves?
—Ahora
la herida irradia un aura limpia y clara. Cuando llegué —hizo una pausa
mirándola a los ojos, casi con miedo a decirlo en voz alta, como si la simple
mención pudiese traer toda esa mierda de vuelta—… Cuando llegue, además de lo
que resultaba evidente para todos, pude ver los vapores oscuros. Parecían tener
vida propia y alimentarse de la tuya. Luchaban por abrirse camino a través del
torniquete que él te hizo, muy acertadamente, por cierto. No era la primera vez
que veía una mordedura de abaddon y pensé —pausa—… Pensé que no podría ayudarte
—pausa—. Pensé que era demasiado tarde.
Bajó
la cabeza con pesar, por haberse dado por vencido, supuso ella. Se sentía
culpable –y quizás un poco avergonzado– por haberla dado por perdida aunque,
evidentemente, eso no había influido en su forma de actuar.
—Bueno,
si yo hubiese entrado en una habitación que oliese así, hubiese salido corriendo
a la primera de cambio —dijo tratando de animarle. Él volvió a mirarla y dejó escapar
las campanillas de nuevo—. Me has salvado la vida, Yo. Espero no tener que
seguirte o algo así hasta devolverte el favor... pero tienes toda mi gratitud.
Rebecca
se dio cuenta de que el muchacho la obligaba a sonreír con frecuencia, algo
que, hasta ahora, solo podía achacarle a Paul.
—Creo
que ha sido tu parte humana la que te ha salvado —precisó Yo—. Me ha resultado
más sencillo aislar la infección contigo, tu metabolismo es más lento que el
nuestro.
—Más
lento que el vuestro y más rápido que el de un humano...
—Así
es —asintió con convicción—. Una mordedura resulta letal para nosotros, nuestro
cuerpo trabaja muy deprisa tratando de eliminar la toxina y lo único que hace
es extenderla aún más.
Genial,
ahora se sentía mucho mejor por haberlos involucrado a todos...
No
volvieron a hablar mientras trabajaba. Lo observó en silencio, atenta a cada
uno de los pasos. Al terminar, mientras se colocaba de nuevo los cuarzos en
torno a las muñecas y el cuello, Yo miró por la ventana y cambió. Entonces, ya
no le parecía tan joven. Cuando se concentraba tenía simplemente el aspecto que
debía tener un ser inmortal y recordó lo que Ash le había dicho sobre él, sobre
lo de que podía, de algún modo, saber lo que iba a suceder y del peso que
suponía.
—Desde
aquí se puede escuchar el silencio, incluso las estrellas —dijo Yo en un
susurro—. Se puede escuchar como tu mundo y el mío se fusionan desde ambos
planos. Desde aquí se puede escuchar la vida… ¿No es increíble?
Y,
diablos, lo era. La tranquilidad de la casa era un eco bajo la piel que
percibía como un leve latido. La idea la obligó a tragar saliva antes de poder
volver a pronunciar una sola palabra.
—¿Cuántos años tienes, Yo? ¿Cuántos años
tenéis todos?
—Bueno, el tiempo es muy relativo para nosotros,
no transcurre del mismo modo —respondió tras dudar un instante. Sonreía de
aquella forma suya, que intensificaba el aura onírica e irreal que parecía
acompañarlo siempre. Posiblemente, no era una cuestión de años. Posiblemente…
ni siquiera de milenios. Trascendía mucho más allá, como las brillantes
constelaciones que nadaban en el profundo azul de sus ojos. En los ojos de
todos ellos.
—¿No podemos hacer un cálculo aproximado?
—insistió, dejándose llevar por la curiosidad.
—Cuando mi padre y sus hermanos crearon la tierra, yo ya era lo que ves. Soy
el más joven de los cuatro…
—El más joven, ¿eh? Eres distinto a ellos,
se nota. No hablo solo del… físico. Bueno, ya sabes.
El muchacho se echó a reír de nuevo y la habitación
pareció mucho más luminosa de repente.
—Somos diferentes, sí. Yo vivía en las
Fuentes de Plata, alejado de los demás, con el resto de lo que aquí denomináis
querubines.
—No me imaginaba así a los querubines. En
realidad, nunca he imaginado nada. Hace unas semanas me hubiese sentido incapaz
de mantener esta conversación sin pensar que eras un pirado. Pero resulta que
solo vivías en las Fuentes, eso lo
explica todo, sí.
—Las Fuentes de Plata son la raíz del
conocimiento. Mis hermanos y yo poseemos nuestra memoria histórica, la
albergamos en nuestro interior. Sus aguas nos iluminan, nos bañan en su saber.
Es una corriente cognitiva, como nuestro líquido amniótico. O lo era… —añadió
con la tristeza de una pérdida.
—¿Por eso puedes ver el futuro?
—Sí, así es. Los que alguna vez estuvimos
en contacto con las Fuentes tenemos una percepción distinta y mucho más aguda
de lo que nos rodea.
—Y… ¿puedes ver algo ahora?
—Generalmente, soy más receptivo cuando
duermo —dijo con una sospechosa vaguedad, dejando entrever una sonrisa
misteriosa.
—Y si vieses algo no me lo dirías…
—Eso depende de lo que viese, Rebecca. Se
me ha otorgado el don del conocimiento por algún motivo, pero si todos
tuviésemos que padecerlo, mi padre lo
hubiese dispuesto así.
—¿Y por qué te fuiste? —preguntó,
refiriéndose a las Fuentes.
—Porque allí no tenemos que soportar
ninguna clase de sufrimiento, pero tampoco amamos de verdad. Y mi destino era
estar junto a Emu, los sueños lo trajeron hasta mí y no me arrepiento de haber
dejado atrás todo lo demás. Los querubines no tenemos… formas, ¿sabes?
—¿Formas?
—Nuestros cuerpos no son masculinos ni
femeninos. El resto de mis hermanos, los que viven fuera de las Fuentes,
escogen sus formas desde el principio, pero en nosotros no es lo habitual.
Carecemos de curiosidad para salir, para interesarnos por cualquier otra cosa
que no sea bañarnos en la pureza de esas aguas. Pero yo quise escoger. Escogí
salir y conocerle, y escogí mi nueva forma. Mi nuevo… yo. Dejé atrás el camino del conocimiento superior para estar entre
los demás y experimentar la vida que nos fue dada.
Lo observó detenidamente una vez más: la
pálida piel y el blanco cabello, su forma de vestirse y de moverse, la suave
vibración impresa en su cuerpo, los cuarzos que pendían de su cuello y sus
muñecas, y la pequeña mano de plata que colgaba de ellos y que acariciaba
inconscientemente de vez en cuando. Al conocerlo le había llevado un poco
distinguir si era un muchacho o una muchacha. Yo no era ninguna de las dos
cosas, en realidad. Y era las dos al mismo tiempo. Puede que sus formas fuesen
masculinas, pero seguía estando a medio camino –o abarcándolas ambas–. Lo que
sí estaba claro es que era distinto a los demás, impregnado de esa sabiduría
milenaria que dejaba escapar con cada sonrisa, con cada gesto. Era el ser más
extraño e increíble que había visto en su vida.
El muchacho
se fue un rato después y ella aprovechó para darse una ducha antes de unirse a
los demás. Lo hizo con desgana porque no quería quitarse al lector de encima,
quería seguir oliéndolo en su cuerpo y a la vez se recriminaba su estupidez
supina. Por eso y porque la conversación con Yo la había inquietado; sentía una
especie de vértigo, similar al de la traslación, cuando pensaba en el tiempo en
sus términos. Bueno, se había acostado con alguien mucho mayor que ella, un auténtico carcamal –uno con un culo de muerte–, pensaba, mientras trataba de reírse del asunto. La barrera que separaba
lo normal de todo lo demás, si es que en su caso había habido alguna, se había
roto hace mucho, así que se duchó paseando sus manos por los mismos lugares
dónde él había puesto las suyas, tocándose cómo él la había tocado. Y lo guardó
todo mentalmente para enseñárselo después. Ella también se sabía algunos juegos.
Llamó
a la puerta de Paul antes de bajar. Lo escuchó dentro yendo de un lado a otro,
hasta que la abrió momentos después. Tenía el pelo húmedo, olía a jabón e iba a
medio vestir.
—Esperaba
que me acompañases, me muero de hambre y no me apetece nada ir sola...
—Dame
un momento, estoy enseguida.
Se
sentó sobre la cama revuelta, observándolo. Parecía tranquilo. Mucho más de lo
que lo había estado todos aquellos meses atrás. Le había parecido que la casa
tenía ése efecto relajante y Yo se lo había confirmado hablándole de la energía
que lo envolvía todo allí. Sí, podía sentirla incluso sobre ella, como un
bálsamo.
—Listo
—anunció el irlandés tras lavarse los dientes— ¿Cómo te encuentras?
—Cómo
si no hubiese comido en años.
El
hambre había comenzado de nuevo mientras Yo trabajaba y había ido en aumento.
En ése preciso instante ya tenía un dolor considerable y le costaba pensar en
otra cosa que no fuese comida. Su cerebro la asociaba ya a todos los efectos
beneficiosos que le reportaba y la pedía a gritos.
Fueron
camino de la cocina, dónde encontraron a Hylissa y a Yo desayunando mientras
charlaban con las cabezas muy juntas. Había notado entre ellos una conexión especial, una complicidad que
hacía evidente que ahí había mucho más de lo que parecía a simple vista. Las
manos del muchacho buscaban con frecuencia las de la mujer encontrándolas
enseguida, y sus dedos se enlazaban hasta que era imposible distinguir dónde
empezaban unos y terminaban otros, como se enlazaban los suyos con los de Paul durante las noches oscuras. También se miraban de una forma especial.
Distinta a cómo miraba Hylissa al rubio, o Yo al pelirrojo. Algo similar a una
profunda comprensión de cosas que a Rebecca se le escapaban y que,
probablemente, jamás estarían a su alcance.
Al reparar en su presencia los saludaron, contentos de ver a alguien más en la cocina.
Al reparar en su presencia los saludaron, contentos de ver a alguien más en la cocina.
—En
la nevera hay sobras de ayer, y en aquel armario tienes algo de bollería—dijo
señalándolo—. En el que está junto a ése tenéis café, té o algunas infusiones. No
creo que las infusiones te sirvan de mucho —añadió tras pensar unos instantes—.
Deberías tomar refrescos, llevan azúcar en cantidades industriales.
Siguiendo
los consejos de la mujer y ayudada por Paul, saquearon la nevera y pasaron de
las infusiones que, por otro lado, nunca tomaban.
—¿Dónde
está todo el mundo? —preguntó.
—Vörj
y Emu han salido otra vez —respondió Hylissa—. Están en Nueva York, tratando de
encontrarlo... Ya sabes. No creo que tarden, llevan casi toda la noche fuera.
Ash no ha bajado aún, pensaba que estaría contigo...
—No
está conmigo —dijo, tratando de sonar natural sin conseguirlo. Su voz tenía
cierto matiz estridente que desmentía tajantemente esa afirmación, por mucho
que en aquel preciso instante fuese cierta.
Paul
la miró con diversión. No había hecho comentarios mientras estaban a solas,
pero estaba casi segura de que no dejaría escapar la ocasión de martirizarla
con alguno especialmente mordaz en algún momento próximo... Hylissa no dijo
nada más al respecto, y tampoco Yo.
Se
sentaron con ellos y comieron, mirándose en silencio durante un buen rato. No
sabía cómo romper el hielo, estaba incómoda y hubiese preferido mil veces comer
en la habitación a solas con Paul. La gente la ponía tensa y allí, en una casa
que no era la suya, se sentía mucho más extraña de lo habitual. Pensó en algo
que recordó de pronto y se alegró de tener preguntas por hacer. Recabar
información era algo con lo que podía, sí.
—Ash
mencionó que la pareja de su hermano era mestiza, imagino que se refería a ti.
Paul
la miró con reproche, como si hubiese dicho alguna grosería, pero ni el
muchacho ni ella parecieron tomarlo como tal.
—Así
es —dijo Hylissa, esbozando una sonrisa tímida.
—Bueno,
es que no sé mucho de mestizos y acabo de descubrir... Ya sabes.
—Cada
uno es distinto, posee diferentes cualidades y todo depende en gran medida de
la genética. A parte de eso... no puedo decirte nada más.
Se
fijó mejor en la mujer. Tenía un ligero acento distinto al de ellos que tampoco
lograba identificar. Los brazaletes, algo en lo que ya había reparado durante
la cena –deformación profesional, lo llaman– no tenían cierre, a simple vista
no se los podía quitar. Estaban hechos, además, de un metal que no reconocía.
Le eran extraños por el brillo que emitían, diferente a todo lo que había visto
hasta entonces –excepto las largas dagas que colgaban de las caderas de Ash
que, estaba segura, estaban hechas de lo mismo–, y llevaban unas inscripciones
entrelazadas en algo que parecía griego. Quizá no le hubiesen llamado tanto la
atención de no ser porque el rubio tenía la costumbre de besarla en las
muñecas, un gesto muy íntimo que le resultó tremendamente curioso. Y luego
estaba ése nombre... Ése nombre era de todo menos contemporáneo.
—¿Cuántos
años tienes? —le preguntó sin pararse a pensar.
Antes,
en su habitación, le había preguntado a Yo por la edad. No había sido
curiosidad, sino más bien la necesidad de saber; de medir el tiempo en
parámetros comprensibles para ella. Mirando a Hylissa, en cambio, y pensando en
lo que tenían en común, aquella información le parecía vital.
Escuchó
resoplar a Paul a su lado y cuándo lo miró estaba poniendo los ojos en
blanco. Hylissa, por el contrario, río con ganas echando la cabeza hacia atrás,
y los rizos anaranjados se mecieron con el movimiento. Anaranjado, tan vivo
como una puesta de sol, recordó haber pensado la primera vez que la vio de su
cabello. Y sus ojos verdes, oscuros, del color de las esmeraldas. Unos ojos
tristes. O unos ojos de alguien que ha visto muchas cosas, como los del resto.
Sería mestiza y tendrían eso en común, sí, pero estaban a años luz la una de la
otra.
—Nací
durante la primera guerra macedónica —respondió sin más, como si eso lo
explicase todo.
Ni
Paul ni ella eran unos fanáticos de la historia pero joder, eso fue hace mucho
tiempo... ¡Muchísimo tiempo!
—¿Quieres
decir que voy a vivir eternamente?
—No
tengo ni idea —dijo la menuda mujer, encogiéndose de hombros—… Pero la teoría
es que sí. Si heredas la inmortalidad, vivirás hasta que alguien decida lo
contrario.
Su
forma de decirlo la hizo reír a ella. Nunca, hasta ahora, había enfermado, lo
que podía ser un indicativo de que su organismo tendía hacia su familia del otro lado. Y bueno, nadie le daría
los años que tenía realmente, aunque no hubiese llegado aún al milenio. Miró a
Paul; sus ojos azules estaban fijos en ella, sabiendo exactamente lo que estaba
pensando. «Idiota», le decían, «esto es un regalo, cógelo»
—Quien
coño querría vivir para siempre —apuntó en voz baja—, ya lo dijo Freddy
Mercury...
—Bueno,
Becca, no lo dijo exactamente así, pero me juego lo que quieras a que antes de
irse hubiese firmado cualquier cosa que le hubiesen puesto por delante para
quedarse...
Y
que eso lo dijese precisamente él tenía su gracia, no te creas.
—Vivir
mientras los demás mueren no me resulta una perspectiva para nada
halagüeña...
Vivir sin Paul. Ella no tenía más amigos, ni tampoco familia; el irlandés era todo cuanto tenía y la idea de sobrevivirle, tan nítida aún en su mente desde Clermont, le dejó ése peso en el pecho al que nunca se acostumbraba. Vivir para siempre caminando de la mano con un metabolismo a prueba de bombas significaba, según el vocabulario de Rebecca, inclinar la balanza a su favor, una ventaja que en algún momento se transformaría en una despedida. Significaba decirle adiós a Paul en algún punto del camino y no estaba preparada para algo así. Él
sonreía, pero era una sonrisa triste, de las que no llegan a los ojos. La cortina de humo había caído convirtiendo muchas incertidumbres en certezas.
Hylissa los examinaba con interés, igual que había hecho ella misma antes. Había creído que era una mujer tímida y ahora estaba segura de que era una idea errónea. Sus silencios no se debían a la timidez, simplemente se callaba muchísimas cosas. Era una mujer discreta que no hablaba por hablar.
Hylissa los examinaba con interés, igual que había hecho ella misma antes. Había creído que era una mujer tímida y ahora estaba segura de que era una idea errónea. Sus silencios no se debían a la timidez, simplemente se callaba muchísimas cosas. Era una mujer discreta que no hablaba por hablar.
Cuándo
estaban terminando, Paul se levantó para preparar café.
—¡Aquí
hay dos mil tipos de café distintos! —exclamó asombrado—. Y no sabría decir
cómo funciona ésta cafetera...
Hylissa
se acercó para ayudarle, poniéndose de puntillas para alcanzar uno de los
paquetitos.
—A
mi no me gusta el café, o no como a él, al menos —matizó—, pero éste es uno de sus
favoritos. Te enseñaré como se hace.
Inició
todo un ritual sobre la encimara de la cocina, bajo la atenta mirada del
irlandés, y, enseguida, el agradable olor se dispersó en todas direcciones. Un
olor muy distinto al que ellos estaban acostumbrados.
—El
rubio es un sibarita —dijo.
—Oh,
aquí dentro el sibarita es Emu —corrigió Yo riendo, abarcando la cocina con un
gesto—. Vörj se come cualquier cosa.
—Es
cierto —añadió Hylissa, también entre risas—, pero con el café no se juega.
Espero que os guste fuerte...
Tardó
un buen rato en estar listo del todo y cuándo lo sirvió en las tazas, era
negro. Negro de verdad, no como esa mierda aguada que ellos acostumbraban a
tomar. Paul se lo llevó a los labios y lo probó, arrugando la nariz.
—Dios,
sí que es fuerte...
—Es
café —repuso la mujer encogiéndose de hombros, dando a entender que cualquier
otra cosa era un triste sucedáneo.
Y
maldita sea, tenía razón. Una vez que te acostumbrabas al sabor... era una
maravilla.
—Lleváis
poco tiempo juntos —especuló, refiriéndose a la relación que tenía con el
rubio. Y se arrepintió al momento de haberlo dicho en voz alta, puesto que eso
podía dar pie a que ella le preguntase también por otras cosas de las que no
tenía ninguna intención de hablar.
—Unos
meses.
—¿Y
cómo os conocisteis?
—Nos
conocimos en circunstancias... desagradables —respondió Hylissa.
No parecía molesta, pero la forma en que contestó le dio a entender que el tema quedaba zanjado del todo. No dijo nada sobre Ash, algo que le agradeció infinitamente.
No parecía molesta, pero la forma en que contestó le dio a entender que el tema quedaba zanjado del todo. No dijo nada sobre Ash, algo que le agradeció infinitamente.
Yo
miró a la diminuta mujer. Aún siendo el menor de los hermanos en estatura era
bastante más alto que Hylissa. Sus manos se juntaron y ella alzó la que tenía
libre para acariciarle la mejilla, rompiendo el contacto unos momentos después
cuándo se alejaron para recogerlo todo. Sí, había mucho más de lo que parecía a
simple vista entre esos dos. Mucho más.
—¿Cómo
vamos a volver a nuestro café después de haber probado esto? —dijo Paul, mirándola consternado.
Ella
suspiró con resignación. Cambiaría todo el café del mundo por volver a su
casa...
* * *
Vörj
y Emu aparecieron poco después, tal y como había predicho la mujer. Y
regresaron, una vez más, sin novedades. Ella se alegraba, pero sabía a ciencia
cierta que la buena racha terminaría en algún momento. Ash bajó enseguida para
reunirse con ellos y, cuándo la miró, le dedicó una de esas sonrisas a medias
tan propias en él. Rebecca a cambio le mostró lo que había estado haciendo en
la ducha, y comprobó con deleite cómo la sonrisa se pronunció algo más y sus
ojos se estrecharon observándola con cierta satisfacción. Ella no podía saber
lo que estaba pensando, pero estaba segura de que en algún momento... se lo iba
a decir.
—¿Qué
tal si empezamos con eso que me comentaste ayer? Lo de hurgar más allá, ya
sabes —le dijo. Estaba impaciente por saber si funcionaba y ya había esperado
suficiente.
—Me
parece bien —respondió Ash—. Vamos al salón, allí estaremos más cómodos.
Hylissa
y Vörj desaparecieron escaleras arriba, Emu se dirigía a la cocina, un lugar
dónde, al parecer, se encontraba especialmente a gusto.
—¿Quieres
que te eche una mano? —le preguntó Paul—. Con la comida, digo. No soy muy buen
cocinero, pero puedo dar el pego como pinche. Preferiría estar ocupado con algo
útil ahora mismo.
El
pelirrojo lo miró con una mezcla de sorpresa y fastidio, como si no entendiese
qué, en su comportamiento, había dado lugar a que el irlandés pensase que
estaría interesado en semejante ofrecimiento. Después miró a Yo, que estaba
pendiente de la escena que se desarrollaba ante él. Éste le sonrió asintiendo,
animándolo a aceptar la invitación. Por toda respuesta, Emu se encogió de hombros
y siguió su camino, sin importarle lo más mínimo si Paul le seguía o no. Aunque
ella sospechó que estaba deseando que no lo hiciese. Paul se encogió de hombros
a su vez en su dirección. Si Emu pensaba que iba a intimidar a ése hombre con
unas cuantas caras largas lo tenía claro. Pero ya lo descubriría... estaba a
punto de hacerlo. Había muy pocas cosas en éste mundo o en cualquier otro
capaces de intimidar al irlandés y, desde luego, la mala leche del pelirrojo no
era una de ellas. Yo se adelantó, camino del salón, dejándola a solas con Ash
un momento.
—Me
gusta que pienses en mi cuándo te duchas —le dijo él en un susurro—. Me gusta
más de lo que me apetece admitir...
—Pensaba
que no eras tú el que tenía dificultades para admitir las cosas...
La
media sonrisa estuvo de vuelta, bailando en la comisura de sus labios.
—Una
cosa es que me cueste admitir, y otra muy distinta que me apetezca hacerlo...
Y
fue tras su hermano.
Ella
se quedó allí, mirando cómo se alejaba, antes de seguirlos a ambos.
Y
también sonreía cuándo se puso en marcha.
Tomó
asiento dónde él le indicó. Estaba un poco nerviosa; que se dejase meter mano
en la cabeza era una cosa, que fuese a disfrutarlo... otra muy distinta. Prefería
hacerlo así, sólo en presencia de los estrictamente necesarios. Ya le
incomodaba bastante la cuestión, como para tener espectadores... Ash no se
sentó, se agachó frente a ella mientras Yo permanecía en pie junto a ambos, con
una mano en su hombro y la otra en el de él. Unos segundos después del
contacto sintió el aire crepitar a su alrededor y se tensó involuntariamente.
—¿Puedes
sentir eso? —le preguntó el muchacho.
—Sí,
¿qué es?
—Sólo
soy yo, tranquila —respondió con una sonrisa.
—Ha
encendido el amplificador, eso es todo —Ash parecía divertido, como casi
siempre—. Está bien, relájate y mírame a los ojos.
Él
apoyó las manos en sus rodillas y volvió a tensarse de nuevo.
—No
puedo relajarme si me miras de esa forma —dijo en un susurro.
—Sí
que puedes, respira hondo. Concéntrate simplemente en respirar...
Lo
hizo cerrando los ojos unos momentos, antes de abrirlos otra vez para fijarlos
en los suyos. Casi podía ver los cambios de color... Se iban oscureciendo
conforme ella se iba abstrayendo de todo... de todo salvo de aquellos ojos
grises. Profundos como el océano, e igual de impredecibles.
—Necesito
que pienses en un recuerdo de tus padres —lo escuchó decir a lo lejos—. Algo
agradable, Rebecca, porque vamos a volver allí los dos...
Hacía
tanto tiempo que no pensaba en ellos... Tanto tiempo... Enseguida descubrió que
evitar esos pensamientos y cualquier cosa que estuviese relacionada con su vida
antes del orfanato, lo hacía todo mucho más sencillo. Pensar era doloroso y no
le servía de nada, así que lo relegó a un oscuro rincón de su mente por el que
nunca más volvió a pasar. Siempre se sintió culpable por olvidar sus caras,
pero ellos ya no estaban. Estaban muertos, y tenía que aprender a cuidarse
sola. Y eso fue exactamente lo que hizo...
Sintió
las manos de él sobre las rodillas, haciendo presión, llamando su atención.
—Piensa
en ése recuerdo, vamos, haz memoria... Tiene que haber alguno... ¿Cuál fue el
día más feliz de tu vida cuándo estabas con ellos?
Pensó,
hizo memoria... Y uno apareció por encima de todos los demás, escogiéndolo sin
dudar. Ése fue el día más feliz de su vida. Cuándo estaba con ellos, y
probablemente en general... Hacer feliz a un niño es algo realmente sencillo.
Escuchó
la voz tirando de ella hacia ése momento, llevándola de vuelta, como si nunca
se hubiese alejado...
Era
navidad y sus padres la habían llevado a la pista de hielo de Central Park, la
Wollman Rink. Era la primera vez que se ponía unos patines, pero no tenía
miedo. Su madre no quiso entrar y se quedó fuera, saludándolos con la mano
cuando pasaban. Ella iba entre las piernas de su padre y se reía, y le pareció
que patinar era lo más cerca que se podía estar de volar... Se reía tanto que
hubiese caído mil veces de no ser por aquellos brazos fuertes que la sostenían.
Ella quería ir más deprisa y su padre la complacía acelerando, esquivando a los
demás patinadores con agilidad, mientras los villancicos sonaban en el hilo
musical. Todo estaba lleno de luces de colores y el hielo olía de una forma
que pensó que jamás podría olvidar. Porque era ése el olor más maravilloso del
mundo...
Y
dieron vueltas y más vueltas, hasta que estuvo completamente agotada. Y
entonces su padre la subió a sus hombros y siguieron un buen rato más. Ella con
los brazos extendidos, volando, con el gorro de lana en una mano y el pelo
revuelto. Revuelto, igual que el de su padre. Del mismo color e igual de
rebelde y largo. También tenía sus ojos castaños, con aquellas motitas color
miel que cambiaban, brillantes, con el reflejo de todas aquellas luces en
ellos. Él parecía tan joven...
—¿Lo
has pasado bien, peque? —le preguntó al salir, cogiendo de la mano a su madre.
Peque. Su padre la
llamaba así... Y aquello hizo que se le encogiese el corazón.
—¡Sí!
—gritó ella, y el aire se le escapó por el hueco de su pala delantera. Ya se
movía cuándo aterrizó de cara en el suelo tras caerse de la bicicleta, así que
la pérdida prematura no importaba demasiado y no era tan prematura.
—Volveremos
otra vez —le prometió él con una sonrisa. Y a ella le pareció que estaba
volando de nuevo...
Nunca
volvieron. Terminó el invierno en el orfanato.
No
quería regresar, quería quedarse con ellos, y saber que estaba en aquel salón
otra vez la desgarró por dentro. Era tan real... Estaba allí de verdad. Ellos
estaban allí de verdad... Jamás hubiese imaginado que recuperar algunos de esos
momentos pudiese resultarle tan terriblemente doloroso a estas alturas. Sólo
sintió ganas de llorar, y no pudo hacer nada al respecto aparte de dejarlo
salir. Ash la rodeó con sus brazos, acunándola con suavidad, y se lo
permitió... Qué más daba.
—Lo
siento —susurró en su oído.
Se
agarró a él con desesperación, porque no había nadie más.
Y
lloró aún más amargamente que aquella segunda noche.
Más
amargamente de lo que había llorado en toda su vida.
Lo
hizo por todos esos recuerdos perdidos y porque, en ése momento, se sentía más
sola de lo que se había sentido nunca...
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