Capítulo 9





Darse un respiro



       Cuándo bajó las escaleras lo hizo cogida de su brazo, intentando no caer rodando por ellas. Pero maldita sea, si las había subido en peores condiciones, ahora las iba a bajar. Y punto. La cabeza le daba vueltas, los oídos le pitaban y su vista, fija en los jodidos escalones que no paraban de moverse, estaba algo borrosa. Se sentía exhausta, en parte porque le había mordido un perro del infierno y en parte por... lo que había sucedido en la habitación.
       La había ayudado a salir de la bañera y al llegar junto a la cama, había creído que sería entonces cuándo iba a besarla. Recordaba vagamente todo lo sucedido desde que el animal le hincase los dientes, pero tenía claro que ella había cumplido con su parte y le había pedido el maldito beso. Y allí estaba, de pie ante él, cubierta únicamente por una toalla que dejó caer sin más, esperando.
       Ash la observó, y parecía complacido.
       —¿Te gusta lo que ves? —le había preguntado sin pudor.
       —Estás algo delgada ahora mismo, pero eso tiene solución.
       Y joder si la había besado. La besó por todas partes... salvo en los labios.
       La tumbó en la cama y acarició con delicadeza y determinación cada recoveco de su cuerpo, con las manos y con la boca. Sin prisa pero sin pausa, entreteniéndose exactamente dónde ella quería que se entretuviese... Mirándola de vez en cuando en busca de permiso para ir cruzando los límites, como si tenerla desnuda así, de aquella forma, no fuese suficiente consentimiento. Y cuando pasó del ombligo la sujetó con firmeza, anclándola a la cama, y ella lo dejó hacer. Hundiendo el talón en su hombro, lo dejó hacer. Y no tardó en correrse –¡y de qué manera!– agarrada a su pelo y apretada contra esa boca, queriendo gritar pero sin hacerlo.
       Después... Después la había ayudado a vestirse sin cruzar ni una sola palabra más. Estaba perpleja, atónita, estupefacta. A medio camino entre la irritación y el «qué coño ha pasado aquí». En cuanto a él... Él parecía extrañamente satisfecho. Muy extrañamente satisfecho, en honor a la verdad.
       Y bueno, ahora mismo no sabía en qué medida el temblor de piernas se debía a su flojera, y a lo que él había hecho con ella... en todos los sentidos. Y todo eso sin besarla ni una sola vez. Mierda, sin besarla ni una sola vez en la boca.
       Maldito hombre del demonio.

       Lo primero que llamó su atención fue la cantidad innumerable de piezas antiguas repartidas por toda la casa. Colocadas estratégicamente aquí y allá, mezcladas con cosas actuales, o en vitrinas de cristal por los pasillos. Piezas de un valor incalculable, decidió, tras detenerse asombrada un instante frente a una de esas vitrinas para contemplar un jarrón auténtico de la dinastía Ming. A su lado, sobre un extraño sinfonier de roble, descansaban una aguja para el pelo de jade y una polvera de nácar. Durante su recorrido pudo ver, además, todo un surtido de armas de filo y alguna que otra armadura desmantelada e incompleta. Pensó en Paul al descubrir una pistola del siglo dieciocho. El irlandés debía de haber flipado con todo aquello, y no digamos Gavin, su hermano, de poder verlo. Rebecca y Paul habían pasado el tiempo suficiente en su tienda de antigüedades como para saber distinguirlas de las falsificaciones y apreciarlas –al menos en la medida de sus posibilidades–, y no dejaba de resultar curioso ver tantas juntas. Gavin, se hubiese vuelto loco en aquella casa. Completamente loco. Aunque nadie, a parte de un lector,  lo hubiese percibido.
       Cuarzos: otra cosa que encontró de camino a dónde quiera que fuesen. No supo decidir qué le resultó más llamativo, si las antiguallas o los minerales. Lo primero tenía su razón de ser, ya que estaba en la casa de un ser inmortal, sin embargo lo segundo se le escapaba. Estaban repartidos sin orden ni concierto allí dónde mirase; unos enormes y solitarios, otros más pequeños y en grupo. Sobre recipientes metálicos en cada maldito rincón. Eran piezas pulidas y brillantes, casi transparentes. Algunas, incluso, parecían haber sido talladas, dadas las delicadas y curiosas formas que habían adoptado. Parecían, como todo allí, verdaderas obras de arte. La casa en sí respiraba una serenidad que a ella le resultaba inquietante en contraste con el barullo habitual de la ciudad. Un barullo con el que estaba tan familiarizada como encantada. Un barullo que no dejaba escuchar sus propios pensamientos y cubría con una pesada capa de luz y estridencia todo lo demás. Una pesada capa aislante con la que cada individuo se cubría, especialmente, al salir a la calle.
       Pero ahora no se encontraba en la ciudad, estaba en medio de un bosque a saber dónde, lo que la llevó a la siguiente cuestión:
       —¿Dónde estamos? —le preguntó a su silencioso acompañante.
       —En Islandia.
       —Hum —fue cuánto atinó a decir.

       En el salón, un amplio grupo de gente hablaba en voz baja. Paul estaba allí, con ellos, destacando por su normalidad. Y todas las miradas se volvieron hacia ella al hacer acto de presencia. Levantar expectaciones no era algo que le apeteciese en ése momento en particular, cuando su estómago se empecinaba en agitarse de aquella forma. Si iba a intentar comer... no sería observada por aquellos extraños, un puñado de tíos que ya hacía mucho que daban vueltas por ahí cuándo Adán y Eva correteaban en pelotas por el puto Paraíso. Un extraño muchacho –que a primera vista le pareció una muchacha– se levantó y se acercó sonriente, seguido de cerca por Paul.
       —Él es mi hermano, Yo —le dijo Ash a modo de presentación—. Procura ser amable, te ha salvado la vida.
       Susurró esto último en su oído, y cuando miró en su dirección con reproche lo vio tratando de ocultar una sonrisa.  
       Yo parecía tan joven... Tenía los ojos azules más brillantes que había visto en su vida, un título que hasta ahora ostentaba Paul. Los del muchacho eran bastante más claros, del azul del cielo cuando está limpio, libres de la sombra invisible que oscurecía los del irlandés. Contrastaban con los pálidos cabellos, enmarcados por un flequillo recto que casi conseguía ocultarle las cejas, tan blancas como el resto de su pelo. Dios, realmente parecía tan joven... Sólo aquellos ojos lo desmentían. Eran unos ojos, los suyos, llenos de sabiduría.
       —Te preguntaría cómo te encuentras, pero ya lo sé... Así que sólo te diré que mejorarás, te lo prometo —dijo con una voz musical, y la sonrisa se hizo aún más amplia, si eso era posible—. Estaría bien que pudieses comer algo, eso calmaría el dolor de estómago.
       Pues sí que lo sabía, pensó. Aunque llamarlo «dolor de estómago» no le hacía justicia en absoluto. Alguien había despertado al kraken que dormía allí y ahora la estaba jodiendo viva.  
       —Gracias por... todo —respondió sin más. No sabía qué decirle, así que para qué adornarlo.
       —Ya conoces a Vörj y a Hylissa —siguió Ash, señalando al rubio y a la menuda mujer—, y él es Emu.
       Lo cierto es que había bastante confusión en su cabeza con respecto a aquella noche –o día– en general. Recordaba a la pareja de una forma un tanto irreal, aunque observándolos ahora ésa sensación persistía. Ash le había hablado de sus hermanos, de lo que significaban para él –sin profundizar en sus temas personales y particulares–. Reconocía sus nombres a medida que se esforzaba por traer de vuelta esas conversaciones. Y, ahora, tenerlos a todos delante la hacía sentir como en una nube de hachís. Ahora, ya no eran los personajes de unas historias que le quedaban algo lejos; la miraban fijamente, con un interés que sobrepasaba con creces el interés que Rebecca podía soportar. Reconocía a Vörj y a Hylissa, en cuanto a Emu... Joder, si todos ellos eran realmente extraños, él se llevaba la palma. Aquellos ojos de fuego se clavaron en ella como si la fuese a incinerar y su boca parecía torcida en un ictus permanente. Como contrapunto al muchacho, no había nada amable en él.
       —¿Porqué no la llevas a la cocina antes de que empecemos a ponerla nerviosa? —dijo Yo, empujándolos a los dos en otra dirección.
       Cogió después al irlandés de la mano y lo arrastró de nuevo hacia los mullidos sillones de piel dónde habían estado sentados. Él no dijo nada, se volvió en su dirección encogiéndose de hombros y le dedicó una sonrisa tranquilizadora. Parecía a gusto, y una de las pocas cosas que se podían decir de Paul era que no se encontraba a gusto estando entre la gente... Claro que ellos no eran gente corriente. Ni mucho menos.

       —¡Guau! 
       La cocina era enorme y olía deliciosamente a comida... Sus ojos fueron directamente a la mesa en la que habían dejado las sobras; un montón de ollas y platos, todo cubierto por tapas de cristal para que se conservase caliente. Él separó una silla, haciéndole un gesto para que se sentase, e hizo lo propio a su lado. Su estómago volvió a rugir con fuerza y el dolor se extendió en una horrible onda expansiva.
       —Come —le dijo, destapando uno de los platos y acercándoselo.
       Carne con patatas. Olía de muerte, joder.
       —No puedo comer contigo mirándome fijamente...
       Él le robó una de las patatas.
       —¿Mejor? —preguntó, tras hacerla desaparecer rápidamente y coger otra.
       Comieron los dos, despacio, siguiendo su advertencia de no dejarse llevar por el hambre. Y no sabía si le hablaba de la comida, o de lo sucedido en la habitación...             Empezó a encontrarse algo mejor tras haber dado buena cuenta de todo –y todo era realmente mucho, jamás había comido tanto–. El mareo había cedido un poco y hasta se creyó capaz de poder llegar sola a la habitación de nuevo.  
       —¿Quieres que salgamos fuera? Caminar te despejará.
       Ella miró a través del enorme ventanal. Se veían árboles y vegetación en abundancia y estaba atardeciendo. No le importaría nada salir ahí un rato, decidió. Se puso en pie y ésta vez él no hizo ademán de sujetarla. Se adelantó y abrió la puerta, que daba directamente a un camino de piedra que se perdía entre el verde, y un escalofrío la recorrió. Era cierto que aún refrescaba, pero agradeció sentir el aire puro en la cara, nada que ver con el ambiente de Nueva York. Una punzada de nostalgia se abrió paso en su interior. La naturaleza está bien, pero allí no se puede conducir hacia ninguna parte, con las luces, el sonido del tráfico y la música de fondo.
       Caminaron un poco por el sendero, mientras le explicaba qué era lo que había sucedido durante su... ausencia. No más muertes, eso la tranquilizó.
       —Quizá crea que estoy muerta —comentó con un atisbo de esperanza.
       —Dudo que crea tal cosa —repuso Ash, aplastándola de un plumazo —. Ni siquiera creo que quisiese matarte la otra noche... Pienso que sólo era un toque de atención, que era eso lo que quería decir con la escena del edificio; la mujer, la manzana...
       —Y hablando de eso, ¿cuándo ibas a contarme que la mordedura es tóxica? —le preguntó enfadada.
       —Se me pasó, lo siento.
       —Ya veo...
       —Porque claro —siguió él, cortando la réplica que tenía ya en la punta de la lengua —, de haberlo sabido no hubieses dejado que el abaddon te mordiese, ¿no? Por eso andabais haciendo manitas, también le pediste un beso a él...
       Rebecca resopló con fuerza dejando escapar el aire por la nariz, lo mismo que hace un búfalo enfurecido.
       —No le veo la puta gracia... —dijo deteniéndose en seco.
       —Eso es porque no tienes sentido del humor, Rebecca, y porque no puedes verte ahora mismo —Ash se acercó a ella para hablarle al oído—. De una forma o de otra... me gusta mucho cuando enrojeces por mi culpa...
       Las ganas de estrangularlo crecían por momentos, pero trató de calmarse y retomar la conversación dónde la habían dejado.
       —Entonces... ¿Por qué crees que no ha matado a nadie más? —le preguntó, frunciendo los labios como si se hubiese bebido una botella de amoniaco.
       —Creo que quería ver lo que hacíamos nosotros cuándo tú no estabas. Creo que estos días... nos ha estado conociendo a nosotros.
       —No entiendo muy bien todo eso, ¿a qué te refieres?
       —Nosotros podemos intuirlo, aunque sabe ocultarse muy bien. De la misma forma, el nos intuye a nosotros. Siempre ha sabido que yo estaba contigo y quitándote de en medio durante un corto espacio de tiempo puede ver qué hacemos, quienes somos... Ya sabes.
       —¿Y porqué habéis salido? —preguntó apretando los dientes. Aunque le pareció que ya conocía la respuesta...
       —Porque decidimos que era mejor eso a qué él nos hiciese salir.
       Sí, así era. Si hubiesen desaparecido sin más, él los hubiese hecho salir con su habitual forma de proceder. De ésta forma los había metidos a todos en sus problemas, pensó con fastidio.
       —Rebecca —le dijo cogiéndola por los hombros—, ya estábamos metidos en esto. Lo que él haga aquí, en tu mundo, es también problema nuestro...
       Volvieron a caminar en silencio durante un rato, hasta que ella lo rompió haciéndole otra pregunta. La más obvia.
       —¿Qué vamos a hacer? No podemos escondernos aquí para siempre...
       —Me gustaría intentar algo —dijo. Y su tono bajó considerablemente, justo a la altura de “no te va a gustar lo que viene ahora”—, aunque eso implicaría hurgar en tu mente, y me hiciste prometer que no lo haría más.
       Bingo.
       —¿Y qué es exactamente lo que te gustaría intentar?
       Estaba dispuesta a no ser tan quisquillosa respecto a eso si había alguna posibilidad de que ayudase en algo.
       —Se trata de tu padre, quizá sabiendo quien era tendríamos una pista de quién es él. O quizá no sirva de nada. No puedo acceder a tus recuerdos porque son demasiado antiguos y tu mente es reacia a ser manipulada, como ya sabes. Pero quizá aquí, en ésta casa, con la ayuda de mi hermano...
       —¿Cual es la diferencia entre aquí o allá? Y... ¿De qué hermano estamos hablando?
       —Ésta casa está llena de energía, y nosotros trabajamos con energía... Mi hermano, Yo, es una especie de catalizador, y creo que él podría ayudarme canalizando para mí parte de ésa energía.
       —Quieres decir que sería… cómo utilizar un amplificador  —dijo, tras dudar unos segundos.
       —Exacto.
       Entendía el concepto. No le gustaba, pero quizá tuviese razón. Quizá ellos conociesen a su padre y supiesen, así, quien podría ser el que estaba detrás de todo esto.
       —Está bien, probemos.
       —Hoy no, mañana —dijo Ash. Ella abrió la boca para protestar –no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy–, pero él volvió a hablar, cortando su réplica de raíz—. Mañana te sentirás mucho mejor y yo lo prefiero así.

       Siguieron caminando un buen rato más, hasta que el sol bajó y empezó a oscurecer. Empezó a sentir frío y, sorprendentemente, también hambre de nuevo.
       —Es normal —le había dicho él—, es debido a la sanación. Tu cuerpo ha consumido demasiada energía y tiene que recuperarla. Necesitarás comer con muchísima frecuencia durante los próximos días, o te sentirás mal.
       Bueno, no iba a quejarse por eso, era un efecto secundario que podía soportar. Además, necesitaba volver a su peso antes de que alguien tratase de contratarla por error como modelo de pasarela.
       Volvieron a entrar en la casa por la puerta de la cocina, ahora atestada de gente. Todos se habían mudado allí e iban de un lado a otro preparando las cosas para la cena. La mesa central era tan amplia que cabían perfectamente. Vörj y Emu calentaban cosas ya preparadas, mientras Hylissa se movía entre ellos cogiendo platos, vasos y cubiertos. Yo estaba cerca, mirándolo todo con interés. En cuanto a  Paul... Paul estaba sentado en un rincón sin saber muy bien qué hacer, y se alegró al verla de nuevo.
       —¿Qué tal te ha sentado la comida? —le preguntó.
       —Bien, sigue ahí dentro... y necesito más.
       La menuda mujer rebuscó en un cajón, sacando unas cuantas chocolatinas que le tendió.
       —Comida hipercalórica —dijo con una sonrisa—, eso te mantendrá entretenida hasta que todo esté listo.
       —Gracias.
       Se sentó junto al irlandés, observando en silencio mientras desenvolvía las chocolatinas con avidez. Se miraron y se echaron a reír. Joder, estaban pensando lo mismo, seguro. Quien les iba a decir hacía nada que terminarían en la casa de lujo de unos ángeles, sentados a su mesa mientras ellos les preparaban la cena. Ambos tenían una respuesta para eso: NADIE.
       —Dios, Becca, en ocasiones merece la pena estar vivo para ver ciertas cosas —susurró Paul, acercándose un poco más y tratando de ahogar otro acceso de risas. Ella no trató de ahogar nada y lo dejó salir sin más.

       Cuándo todo estuvo preparado se sentaron y comieron. Ash ocupó la otra silla junto a ella. Emu y Yo juntos, en silencio, pendientes siempre el uno del otro. Y había tanta intimidad en cada uno de sus gestos que sintió la necesidad de apartar la mirada. Vörj e Hylissa también se miraban, pero de otro modo. Lo hacían con el hambre de quien acaba de iniciar una relación. Aunque cuándo ella se levantó a buscar algo, los ojos de él la siguieron como si fuese todo lo que tenía –y quería– en el mundo, y la muchacha se giró, sintiendo esa llamada, y le sonrió de una forma que, estaba segura, guardaba sólo para él.
       Comían despacio, disfrutando de la compañía de los demás, como si el hecho mismo de comer fuese lo de menos. Como una familia, imaginó. Ella estaba de más allí, no sólo porque era distinta en todos los sentidos en que podía serlo, sino porque jamás había conocido algo semejante. Era una escena completamente ajena. Ajena, y en cierto modo también dolorosa. Todos podían conectar entre sí, incluso Paul tenía esa capacidad. Lo había visto antes a gusto, pese a toda la carga que arrastraba podía hacerlo. Ella, sin embargo, era... una tullida emocional.
       Alguien la había llamado así una vez y, tras escuchar su alegato, no le había quedado más remedio que creerlo...

       Cuándo terminó sintió la necesidad de subir a su habitación, y así lo anunció, declarando que estaba agotada. Ash se levantó ofreciéndose a acompañarla, ganándose una mirada incrédula por parte de Paul. «Si, ya, a acompañarla, claro...», decían sus ojos azules divertidos. El irlandés sabía exactamente cómo se sentía en ése momento, lo que la carcomía por dentro al estar sentada a aquella mesa, y no le dijo nada, algo que le agradeció. Ash también lo sabía, no le había quitado la vista de encima en toda la noche. A Rebecca le pareció que tampoco habría comentarios por su parte, quizá porque ella no los deseaba, o sólo porque él no era de esa clase de persona que necesita comentar lo que está de más.

       Llegaron a la puerta de su cuarto y lo miró tratando de averiguar de qué humor estaba. Su semblante era serio, como siempre. Completamente indescifrable.
       —Esa es mi habitación —dijo señalando la puerta del fondo del pasillo.
       —¿Es una invitación? —preguntó con sorna.
       —Sí, si quieres que lo sea.
       —¿Y por qué no te quedas tú en la mía?
       Él apoyó el brazo en el marco de la puerta, dejándola atrapada entre ésta y su cuerpo.
       —Porque antes hemos estado aquí y ahora quiero que seas tú la que vaya allí.
       No podía dejar de jugar, si no con una cosa, con otra. Y sospechó que era precisamente eso lo que la atraía tanto. No poder hacerse con él; la dificultad que le suponía avanzar en alguna dirección; el reto. Era el juego al que ambos jugaban, se corrigió. Desde que se conocieron… por segunda vez. Casi se le escapó una carcajada.
       —No voy a ir a tu habitación.
       Salir por la mañana de su cuarto y que alguien la viese era lo último que iba a pasar.
       —A nadie en ésta casa le interesa lo que sucede detrás de las puertas, Rebecca —susurró. Y estaba tan cerca, inclinado sobre ella, que le pareció notar su respiración en el cuello.
       —No —dijo con toda la seguridad que fue capaz de reunir—. Y no he sido yo la que se ha quedado hoy a dos velas, chaval.
       Vio aquella media sonrisa bailando en la comisura de sus labios, y se separó de ella en dirección a la puerta del fondo.
       Rebecca abrió la suya y entró en su cuarto.

       Trató de dormir. Dio vueltas y más vueltas, recordando esa otra noche en vela. Al menos entonces lo tenía a la vista. Lo imaginó tumbado en su cama, apoyado perezosamente sobre su codo, sin mover ni un sólo músculo... Le gustaba jugar con ella y, maldita sea, a ella le gustaba que lo hiciese. Y si no fuese una cabezota, ambos podrían jugar algo más. Pero eso sería ceder, y ceder era superior a sus fuerzas; era algo que le repateaba. Algo a lo que no estaba acostumbrada.
       Trató de dormir. Dio vueltas y más vueltas, recordando esa otra noche en vela. Al menos entonces lo tenía a la vista...
       Maldito hombre del demonio.
       Se levantó y salió al pasillo, cruzándolo sigilosamente.

       No llamó a la puerta, simplemente se coló dentro sintiéndose estúpida y furiosa consigo misma, y enseguida reconoció la silueta recortada en la oscuridad, tal y como lo había imaginado. Él le hizo sitio en la cama y se acomodó a su lado.
       —Sabías que vendría —dijo acusadora.
       —No. Esperaba que vinieses y pensaba que lo harías, pero no estaba seguro.
       —Y de no haberlo hecho... ¿Hubieses venido tú?
       —Eso, Rebecca, es algo que no sabrás nunca —él hizo un intento de ocultar aquella jodida media sonrisa suya que parecía empeñada en pegársele a la boca, pero lo pensó mejor y la amplió un poco más — ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?
       —Bueno, intenté dormir, pero sólo podía pensar en esa mierda que haces con la lengua.
       Ahora sí, por primera vez, lo escuchó reír. Claramente.
       —Así que esa mierda que hago con la lengua...
       —No sabía que pudieses hacer algo así...
       —Evidentemente... sí que puedo —dijo besándola en el cuello, sus manos perdiéndose contra la piel, desnudándola ya, desnudándolo ella.
       —Me refería a todo eso de reírte, ya sabes, no a lo otro. Bueno, a eso también, claro... —la frustración se había evaporado y estaba empezando a perder la cabeza.
       Volvió a escuchar su risa, amortiguada por su propio cuerpo.
       —Lo sé, sólo te tomaba el pelo...
       —Pues se te da jodidamente bien... Lo de la lengua, digo, no lo de tomarme el pelo.
       —Rebecca...
       —¿Hmmm...?
       —Cállate.
       Tiró de ella pegándola a su pecho, mirándola desde aquellos turbulentos ojos grises, similares ahora a los de un depredador. Y ella se dejó arrastrar. Se dejó arrastrar en todos los sentidos. Porque en ése momento estaban allí, juntos, y pensaba aprovecharlo. Porque, quien podía saber lo que pasaría mañana... Quizá mañana estuviese muerta. Quizá simplemente se odiasen a muerte o, peor, terminasen ignorándose indefinidamente... A veces pasa. En su caso casi siempre. Quien sabía lo que pasaría mañana. Pero ahora... Ahora ambos estaban allí, desnudos en esa maldita cama, y él, como el oscuro animal que rondaba los alrededores de la casa, dejaba por fin que lo tocase. Y sintió la misma sensación visceral que cuando la pantera le permitió acariciarla.

       Y no fueron delicados ni suaves, pero tampoco era eso lo que necesitaba.
       Y no hubo besos en la boca, pero no los echó de menos.
       Sólo la crudeza de la carne, y la piel, y los huesos.
       Y las lenguas húmedas, y las manos hábiles.
       Y el hambre.
       Y el ansia descarnada.
       Profunda.
       Profundo.
       Despacio...

       Supo entonces por qué antes, en su habitación, él no había ido más allá de los besos y las caricias. Porque ahora, después de haber comido, ella estaba saciada y se sentía más fuerte.
       —Fue por eso —le dijo al oído—, aunque también tenía otros motivos... Ahora tenemos toda la noche y nadie nos espera abajo, pero, principalmente, porque me gustó tenerte de ése modo, así, sólo para mí. Para hacer contigo lo que quiero. Te gusta controlarlo todo, Rebecca, necesitas hacerlo. Puedo entenderlo porque yo también lo necesito... Te cuesta dejar que otra persona te dirija, pero ésta mañana... Ésta mañana fuiste solo para mí.

       Y en un momento dado pronunció su nombre. Su nombre verdadero. Como un secreto susurrado en la oscuridad. Y sintió cómo sus músculos se tensaban en respuesta sobre ella...

       Oh... el jodido y desconocido placer del dejarse llevar...