Una cuestión de
apariencia
Trató
de dormir sin conseguirlo; estaba agotado, mareado y febril por la pérdida de
sangre y por el veneno de la serpiente. Ninguna de las dos cosas lo mataría,
pero necesitaba descansar para poder afrontar las cosas en condiciones.
Las cosas.
Las cosas eran su situación actual y la
posible muerte de su hermano. Había visto al sumerio; era enorme, pero en
realidad las posibilidades no dependían del tamaño. Ash era un buen luchador, un
guerrero, sin embargo el odio que el gigante desprendía era otro cantar. Estaba
completamente consumido por él, ciego de rabia, la exudaba a borbotones cuándo
sus ojos se centraban en cualquiera, incluido su propio hermano. Cuándo ambos
estaban juntos había percibido en Emesh la necesidad de controlarlo, de
canalizar ese odio hacia algo útil, de convertirlo en un arma que pudiese esgrimir.
Y tenía la impresión de que aquello se le había dado de lujo. Ése odio y el
irrefrenable deseo de matar, que Emesh alimentaba con paciencia, sería lo que
le daría problemas serios a Arikel cuando se encontrasen. Porque no podía
engañarse… se encontrarían. Emesh tenía razón: él podía dar con Ash, podía
encontrarlo, si quisiese encontrarlo. Y ahora el sumerio también podía. Cerró
los ojos tratando de pensar en otra cosa. En la forma de salir de allí. Y los
abrió momentos después al sentir otra presencia en el interior de la
habitación.
Ella
estaba de pie junto a la puerta, con una bandeja de comida en las manos.
Esperaba discretamente a que se diese cuenta de que no estaba solo. El destello
anaranjado de aquel cabello, brillante hasta en la penumbra, le hizo un nudo en
el estómago; el recuerdo de Eydís se abrió paso en medio de la desolación y, de
no estar tumbado, hubiese bastado para postrarlo de rodillas. Los rizos
salvajes le caían en cascada hasta la
mitad de la espalda, prendiendo el oscuro ambiente como una antorcha. Llevaba
puesto un minúsculo vestido verde esmeralda que resaltaba aún más el intenso
tono de su pelo, pero que escasamente cubría algunos puntos precisos de su
anatomía. La parte superior era simplemente dos tiras que se juntaban bajo el
ombligo, unidas en el pecho por una cadena de plata que impedía que se abriese
sin más dejando al descubierto un pequeño y pálido busto. Era pequeña toda ella,
a pesar de los tacones de aguja que llevaba. Diminuta como una deliciosa muñeca
de porcelana; una muñeca de porcelana vestida como una fulana. No encajaba en
aquel lugar y la tristeza la cubría como una pesada manta, embargándola por
completo. A pesar de su estado, aún podía leer con facilidad las emociones. Ese
era su don, el regalo de su padre. Leer y gobernar las emociones de los demás.
Toda una ironía teniendo en cuenta que en la actualidad le resultaba casi
imposible hacerse con las suyas propias.
La
muchacha caminó hasta la cama y colocó la bandeja en una esquina cuando le hizo
sitio. Permaneció a su lado, con la vista clavada en el suelo en todo momento,
y se preguntó de qué color serían sus ojos deseando desesperadamente que no
fuesen azules. Ninguno de los dos se movió, hasta que al final ella se agachó
junto a la bandeja y probó un poco de cada plato, empujándola después en su
dirección. Esperó pacientemente a que se decidiese a comer, sumisa, ocultándole
aún los ojos, con las manos cruzadas
sobre el vientre; claramente incómoda. Y no fue hasta que la mujer echó una
mirada rápida en aquella dirección, que no vio al gigante envuelto en las
sombras junto al marco de la puerta, y aunque ya no sentía somnolencia quedó
claro que sus sentidos sí continuaban adormecidos. El hombre no lo miraba a él;
era en ella dónde tenía puestos los ojos, con una mirada diferente a la que le
había visto cuándo Emesh se lo presentó. Una mirada inquietante, llena de
hambre. La observaba como un sediento contemplaría una jarra de agua en medio
del desierto. La observaba, pero no era suya. La mujer pertenecía a su hermano,
estaba unida al sumerio de una forma mucho más intensa que Marduk. De una forma
física, totalmente distinta a cualquier cosa que hubiese visto hasta ahora. Lo
sentía a través de su vínculo con él; ella era la tercera presencia, y le pertenecía
en todos los sentidos puesto que podía olerlo en su piel. Vörj se incorporó con
cuidado con intención de comer. No había pensado en ningún momento en la
posibilidad de que lo envenenasen, Emesh usaría otros métodos más directos
cuando se diese el caso.
La
mujer salió de la habitación seguida de cerca por el gigante, dejándolo a solas
de nuevo. Hasta que casi había dado buena cuenta de todo; regresó entonces con
una jofaina llena de agua, toallas y apósitos limpios, y nuevamente esperó.
Esperó a que hubiese dejado los platos vacíos para retirar la bandeja y
arrodillarse junto a él, sumergiendo una de las toallas en el agua. Acercó las
manos a la herida, dejándolas suspendidas en el aire unos instantes en busca de
su permiso. Él se arrellanó de nuevo en la cama para dejarla trabajar y para
tratar de verle los ojos, aún escondidos tras las largas pestañas, siempre
evitando los suyos. Verdes. Eran verdes. Unos bonitos ojos de gata llenos de
una tristeza infinita. Volvió a respirar algo más relajado. Se trataba tan solo
de un detalle, un detalle que lo había tenido obsesionado durante aquella
última media hora. Apoyó la cabeza en el codo y la dejó hacer; ahora ya sabía
quién le había remendado el siete con aquellos pequeños puntos perfectamente
alineados. Un trabajo concienzudo que había echado a perder al caerse de la
cama y golpearse allí. Ella retiró la gasa con cuidado, humedeciéndola con el
agua caliente para desprenderla, puesto que había quedado adherida al sangrar de
nuevo. Suspiró al ver el estropicio y le quitó los puntos que se habían
soltado, sustituyéndolos por unos adhesivos de aproximación. Cuándo hubo
terminado la tapó otra vez con una gasa limpia y lo recogió todo, depositándolo
sobre la bandeja, dejando la jofaina y algunas toallas más para que pudiese
asearse, y salió de allí definitivamente con aquel enorme cabronazo de ojos
hambrientos pisándole los talones.
* * *
La
finca permanecía ajena al tiempo transcurrido sujetándose intacta, a saber cómo,
en medio de los largos años. Estaba exactamente igual que en los tiempos
dorados; los tiempos del señor. Aparentemente. Aparentemente seguía siendo lo
que era, seguía poseyendo toda su gloria y
esplendor. Y, sin embargo, ahora todo era distinto. Distinto de una forma más sutil. Los jardines
colindantes estaban descuidados, puesto que nadie se encargaba ya de cuidar de
ellos, y el aroma de las flores frescas había desaparecido hace mucho junto a
otras cosas. Había sido sustituido por un olor a humedad y a rancio: el olor de
la desidia. Los sumerios no habían tocado nada, se habían instalado los tres en
la zona opulenta, dónde estaban las habitaciones principales, rodeados de
cortinas de terciopelo, alfombras de pieles y sábanas de seda.
Ella lo mantenía todo limpio y
cocinaba. Era algo que se le daba bien, puesto que casi siempre había sido parte
de sus funciones principales: servir y complacer. Emesh le había dicho que
cuidase de aquel extraño, que atendiese sus heridas y lo alimentase. También le
había prohibido que lo mirase a los ojos o que hablase con él, y que expusiese
los brazaletes en su presencia. Los había mantenido ocultos por la ilusión. Una
ilusión que mostraba sus brazos desnudos y que dejó caer cuando salió de la
habitación dónde él se encontraba. Crear ilusiones era parte de su herencia
genética; el único legado que su padre, involuntariamente, le había dejado. Él
era un maestro en el arte del engaño, en el arte de crear quimeras, de
enloquecer a cualquiera que cayese preso en el delirio de sus espejismos. Hylissa
odiaba a su padre, ignoraba si estaba vivo o muerto pero, en cualquier caso, le
odiaba. Aunque esa era otra historia para otro día, y lo desechó de sus
pensamientos tan rápidamente como había desechado la ilusión que acababa de romper.
Y le resultó sencillo, dado que muchas cosas ocupaban su cabeza por completo en
aquellos momentos, como aquel hombre; el desconocido de la habitación del
servicio.
Hylissa
recorrió la enorme casa hasta llegar de nuevo a la cocina. El extraño estaba
alojado en una de las habitaciones del servicio, justo en la parte deshabitada.
Estaba cortado por el mismo patrón que todos ellos pero no se parecía en absoluto.
Lo que percibía, a través del oscuro prisma de su vínculo con Emesh, no se
asemejaba en nada a todo lo que ella había conocido; era lo opuesto a lo que
ella había conocido, como una tenue luz al final de un túnel, una pequeña luz
cálida y dorada como la de una vela. Era Viridiel, el serafín, aunque ignoraba lo
que representaba exactamente ese título.
Y también era, al parecer, un hombre muerto.