Capítulo 17




Siempre hay decisiones que tomar




         Cuando regresaron Yeialel los esperaba con cara de malas noticias. Las preocupaciones parecían consumirlo y evitaba los ojos de Ash. Malas noticias, sin duda. La mañana había estado bien. Más que bien, a decir verdad. Habían pasado el rato relajados, sin pensar demasiado en nada. Estaba claro que el día no podía seguir así.
         —Tenemos que hablar —anunció Yo confirmando sus sospechas. Esa jodida frase nunca traía nada bueno.
         —Deja que le suba esto a Hylissa —le dijo mostrándole las bolsas de ropa.
         —Estaremos aquí mismo cuando estés dispuesto —repuso su hermano cabizbajo. Le daba la sensación de que nunca iba a estar dispuesto para esa conversación, pero asintió sin añadir nada más.

  
         —¿Puedo salir? —preguntó ella una vez lista. La veía muy bien, vestida con ropa de su talla y con algo más que un diminuto trozo de tela que escasamente la cubriese. Sus ojos verdes brillaban expectantes, como si estuviese a punto de lograr una proeza. Recordó la vieja casa imaginándose encerrado allí años y años, y lo hizo a un lado enseguida. Unos pocos días habían sido suficientes para que al pensar en el lugar, se le formase inconscientemente una mueca de desagrado.
         —Puedes hacer lo que quieras, Hylissa, estás en tu casa. Hace un día perfecto y tomar el aire te vendrá muy bien —añadió con una sonrisa.
         —¿Me acompañas?
         Ella había dudado unos instantes antes de pedírselo y se había arrepentido inmediatamente después. No porque no quisiese que la acompañase, Vörj sospechó que lo que no quería era molestarlo de ningún modo. Y él quiso decirle que sí, quiso irse con ella a pasear por los alrededores, a enseñárselo todo. Darle a entender, así, que podía pedirle lo que quisiese y que él siempre trataría de complacerla. Y que, por primera vez, no haría falta que ella tuviese que hacer nada a cambio.
         —No puedo, lo siento, mis hermanos me están esperando.
         —Está bien, no pasa nada —le dijo devolviéndole la sonrisa. Sus sonrisas siempre eran tímidas, como si no estuviese acostumbrada a dejarlas escapar. Aunque eran sinceras, se reflejaban en aquellos enormes y tristes ojos verdes. Ojos de gata.
         Bajaron juntos. Ella saludó a sus hermanos, que estaban en el salón, y fue directa a la puerta corredera de cristal que daba al exterior, por dónde había salido la noche anterior en su busca. Antes de abrirla se volvió en su dirección, como esperando su aprobación una vez más. Hay costumbres que tardan en desaparecer, pensó. Tan arraigadas que terminan formando parte de uno mismo. Y esperó que no fuese el caso, que ella terminase por decidir sin consultarle, sin pedirle permiso con la mirada a cada paso del camino. Y asintió, sintiendo que se lo concedía. Y detestó esa sensación.
         La observó un rato mientras exploraba la zona a la luz del sol, ajena a él y a todos los demás. Se sentía pletórica, con el corazón a punto de salírsele del pecho de la emoción, como una niña. Y una vez más, el alcance de aquel vínculo volvió a sorprenderle. Más intenso que ningún otro que hubiese compartido nunca, ni siquiera con sus hermanos. Y sintió repugnancia por cualquier persona que, siendo capaz de sentir así a otra, la hiciese sufrir. En aquel preciso instante estaban muy cerca el uno del otro. Y también muy lejos.


         —Te quedarás con ella, entonces —dijo Emu haciendo eco de las palabras de Ash de aquella misma mañana.
         —Aún no he tomado ninguna decisión.
         —Lo has hecho, aunque es posible que seas el único que no se ha dado cuenta.
         —Y si ese fuese el caso, no estarías de acuerdo —sugirió.
         Emu no se lo diría a menos que le preguntase, pero podía darse cuenta de que esa opción no le parecía la correcta.
         —No es de los nuestros, y antes o después su familia nos traerá problemas.
         —¿Qué harías tú? ¿Quieres que se la entregue a los griegos, después de lo que hicieron con ella?
         —No sé lo que haría yo —repuso su hermano—, sólo sé lo que no haría. Pero como he dicho, ya has decidido, así que lo aceptaré y punto.
         Elariel solía ser parco en palabras, nunca hablaba por hablar y por esa razón siempre valoraba lo que tuviese que decirle. Y si más adelante el asunto con los griegos salía mal, jamás escucharía una protesta al respecto. Porque así era Emu. Así era.  Un hombre que odiaba los «ya te lo dije». Y tenía que pensar bien aquello, porque Emu tenía razón: podían tener problemas en un futuro, y tenía que estar dispuesto a poner a los demás en peligro como consecuencia de las decisiones que había tomado. Sin embargo hoy tenían otros asuntos sobre la mesa. Asuntos muy distintos, al parecer.
         —¿Y bien? —le preguntó a Yo con cara de pocos amigos—. ¿Qué va a ser? 
         —No sé lo que va a ser, Vörj —respondió él con pesar—, solo sé que hay algo que ha de hacerse y se hará.
         —¿A qué te refieres exactamente?
         —Hablo del vínculo, el que os une a ti y a Emesh. He pensado que puedo seguirlo desde aquí, me llevaría hasta él. Podría ver dónde está, qué hace. Quizá qué es lo que puede llegar a hacer, incluso…
         —No —dijo negando con rotundidad.
         —¿No? —el tono de Yeialel era suave, casi tranquilizador, y desde luego aquella respuesta no le había sorprendido en absoluto. Tenía un plan—. Estamos esperando a que Ash se recupere, pero podríamos pasar meses esperando. A menos que vuelva a casa conmigo. Y aún así, en lugar de meses serían unas cuantas semanas. Ya hemos perdido demasiado tiempo estos días, no podemos perder más.
        Volver a casa. Miró de reojo a su hermano que permanecía cruzado de brazos algo apartado, tenso como las cuerdas de una guitarra. Sabía que le suponía un gran esfuerzo quedarse en la casa, estaba casi seguro de que se negaría en redondo a regresar a su hogar natal, a menos que eso disuadiese a Yeialel de aquella estúpida idea. Entendía lo que Yo quería decir: en el Jardín sus dones eran mucho más fuertes. Podía hacer cosas que aquí, a este otro lado, no sería capaz de igualar.
         —Volvería, si fuese necesario —intervino Ash clavando aquellos malditos ojos grises en Yo—. Pero tú ya has decidido. Quieres hacerlo igualmente. Porque estás seguro de tener razón y quizá la tengas, pero no a costa de todo —se hizo el silencio mientras ellos se observaban. Ash lo había visto venir, había visto como se gestaba en su interior todo aquello y aún así, jamás le diría lo que pasaba por la mente de los demás. No si iba a enterarse antes o después, y ese era el momento—. Hay más, cuéntaselo.
         Yeialel frunció los labios mirándolo con reproche.
         —Los sueños me dicen que debo ir —dijo Yo dirigiéndose a él—, hay algo allí que me llama y que no puedo eludir. Ay alguien que… me necesita. Hace unos días hablábamos sobre las decisiones que todos tenemos que tomar. Bien, esta es mi decisión.
         Le recordaba la conversación sobre lo que implicaba dejar a Ash solo en aquella casa. Una conversación que, de entrada, ya no estaba a su favor. Y aún podía torcerse más. Su hermano era muy hábil mostrándoles con claridad lo que quería que viesen.
         —Hace unos días eras tú el que hablaba de decisiones criticando las mías, si no recuerdo mal. Sabía que volverías a sacar esa conversación, pero no esperaba que fuese tan pronto. Lo que quieres hacer es peligroso y me niego. Y soy yo el que toma las decisiones, no tú.
         —Eres un serafín, pero no estás al mando desde el momento en el que declinaste.
         —Eso ha sido un golpe bajo que me ha dolido —dijo entre dientes soltando el aire de golpe. Joder si le había dolido. No se esperaba algo así, la crudeza de sus palabras. Era cierto; él ya no estaba al mando, pero era la primera vez que uno de ellos se lo recordaba. Y que fuese precisamente Yo lo había conmocionado.
         —Me obligas a recordártelo al cerrarte en banda, dejando claro que yo no tengo opción de decidir nada, aunque se trate de algo que sólo yo puedo llevar a cabo. Como si vosotros tres no hicieseis siempre lo que queréis y debéis, sea peligroso o no, mientras yo me quedo atrás asumiéndolo, esperando que estéis bien. Nunca os he recriminado nada. ¿Y te parece que soy injusto contigo?
         No sabía qué responder a eso. Quizá porque no había nada que pudiese responder. Lo tenía pillado por los huevos. Los tenía pillados a todos. Muy hábil sí. Quería estrangularlo.
         —Y tú, ¿es que no vas a decirle nada? —le dijo a Emu, que no despegaba la boca.
         —¡¿Pero acaso crees que no he tratado de quitárselo de la cabeza?! —estalló éste furioso tras mirarlo atónito unos instantes.
         El pelirrojo había permanecido en silencio, sentado en una esquina del sillón, algo apartado de Yo. Generalmente siempre estaban juntos, siempre en contacto. O bien se cogían de la mano, o bien Yeialel se recostaba a su lado, apoyándose en su hombro. No era así en aquel momento y eso, más que cualquier otra cosa, le dejó claro que ya lo habían hablado. Por supuesto, era el último en enterarse.
         —No os estoy pidiendo permiso, Vörj —repuso Yo con tristeza—. Os estoy diciendo que esta vez os toca a vosotros asumir.
         —Ya veo. ¿Cuándo? —preguntó capitulando.
         —Esta tarde.
         —Pues que así sea.
         Subió a su habitación dando por zanjada la conversación. No soportaba no tener el control, que las cosas no dependiesen de él, especialmente porque era el único culpable de la situación en la que se encontraba. Por no hacer caso a Yo cuando este trató de advertirle. Por su terquedad y tozudez. Porque a veces -la gran mayoría de las veces - era un inconsciente. Él, que había estado al tanto de todo y todos, era incapaz de hacerse con las riendas en aquel momento. Se sentía completamente impotente. Como debía de sentirse Yeialel todas esas veces, pensó. Exactamente igual.


* * *


         Yeialel salió de la casa. Necesitaba sentir el aire en la cara, dejar a un lado la agitación que lo devoraba. Nunca había hablado así a su hermano, pero había sido necesario. Tenía que hacerle entender. Caminó rumbo al círculo de piedras de nuevo, tratando de encontrar allí la paz que buscaba.
         La casa de Vörj estaba situada en un abrupto llano entre las montañas, rodeada por un pequeño bosque de abedules y cercada por la escasa vegetación de la zona que se concentraba en torno a ella. Más rocas que otra cosa, era lo que aguardaba si se andaba lo suficiente como para alejarse un poco. Un camino de cabras llevaba hasta los lagos termales y, si bajabas aún más, tras una larga caminata que podía alargarse varias horas, estaba la cabaña. Una familia de la zona la guardaba, cuidando de los perros de tiro que llevaban a Emu hasta los confines de la tierra, allá en los fiordos. Un lugar que él solía frecuentar, especialmente en invierno. Le gustaba bañarse allí, a solas, bajo las luces de la aurora boreal. Todos estaban anclados de alguna forma a aquella tierra, no solo Viridiel. Incluso él se encontraba más cerca de todo entre aquellas piedras. Piedras que sus hermanos habían traído desde muy lejos, desde el Sagrario, allá en su tierra natal, en su hogar. Las piedras que mantenían oculta la casa, las que impedían que algún aventurero curioso se aproximase a sus cercanías, las que desprendían y filtraban la esencia de la tierra, mezclándola con la propia. La esencia que Yo necesitaba para trabajar y tejer, para cargar los cuarzos que siempre tenía esparcidos a la intemperie, llenándose de energía. Aquel lugar era un santuario, acudían allí a orar, o simplemente a pensar, en el caso de los demás. A contemplar los parajes que se extendían en el horizonte buscando esa paz que, solo en raras ocasiones, les era concedida. Y no le sorprendió en absoluto encontrar allí a Hylissa, sentada junto a la solitaria losa tallada del suelo, semioculta por la nieve al otro lado del círculo, al borde del infinito paisaje que se abría ante ella.
         Paseaba el dedo por sus relieves, delicadamente definidos. Todo un trabajo de artesanía que Elariel llevó a cabo hace muchos años -más de mil- y que se conservaba en perfecto estado. Un poco erosionado por los bordes, quizá, pero protegido perpetuamente del paso del tiempo. Crecían allí, rodeando las piedras, unas flores preciosas. Sus cabelleras, sujetas al núcleo, eran blancas y esponjosas como el algodón. Se mecían al compás del viento que no conseguía arrancárselas, sus verdes tallos contrastando con la nieve de la que ahora brotaban. Crecían rodeando las piedras, y también en torno a la losa que ella observaba, totalmente ajena a su presencia. Se acercó y se sentó a su lado, sobresaltándola un instante al descubrirlo.
         —¿Qué es? —preguntó sin levantar el dedo de aquellas líneas—. Parece una lápida…
         —Es una lápida, Hylissa. Él enterró aquí las cenizas de su mujer y su hijo.
         —Su mujer y su hijo… —susurró—. No sabía que los tuviese.
         —Eso fue hace mucho.
         Y sin embargo su hermano la recordaba a diario. No acudía a las piedras a rezar, pero sí a visitar el pequeño sepulcro.
         —¿Qué dice? —preguntó de nuevo, acariciando con reverencia la inscripción.
         —Dice algo así como dónde el tiempo no puede tocarlos, o dónde el tiempo no puede llegar. Ignoro cómo sería la traducción exacta a estas alturas, el islandés no se me da demasiado bien.
         —¿Ella no era… como vosotros?
         —¿Cómo nosotros? No, Eydís era humana, aunque murió muy joven.
         —¿Y el niño?
         —Ninguno de los dos sobrevivió al parto —«Toda mujer alumbra sobre un lecho de muerte», recordó.
         Se quedó dubitativa. Quería saber más pero estaba claro que no quería importunarlo con preguntas. Le hizo un gesto con la cabeza, animándola a expresar en voz alta lo que estaba pensando.
         —Es solo que me sorprende que muriese en esas circunstancias…
         —Quieres decir que te resulta extraño que no pudiésemos hacer nada, ayudarla —le dijo en voz baja. Hylissa asintió desviando la vista a la lápida de nuevo—. No podemos. Nos está prohibido intervenir. Estuvimos a su lado, él estuvo a su lado. Fue lo único que pudo hacerse.
         —Pero a mí… has podido ayudarme.
         —Tú no eres humana, tu carne es inmortal, como la nuestra. Y a nosotros nos está prohibido inmiscuirnos en sus vidas. Como digo, nos está prohibido intervenir. Lo intenté, porque él me lo pidió y porque debía, porque yo también la amaba, aunque no a su manera. Lo intenté todo, pero nada funcionó.
         —Eso es espantoso… lo siento —repuso con tristeza, arrepentida de haber removido viejas heridas.
         —Fue hace mucho —repitió—. Había llegado su hora, hubiese muerto igualmente, no importaban las circunstancias. Aunque para él fue difícil de aceptar, aún sabiéndolo.
         —Lo imagino —dijo tomando una de las flores entre sus manos.
         Él tomó a su vez las manos de ella entre las suyas y se acercó más, hasta que sus rostros estuvieron uno junto al otro, y la besó con suavidad en los labios. Un beso distinto de los que guardaba para Emu, pero lleno de muchas cosas que no podía explicarle en aquel momento.
         —De allí de dónde provengo, las flores están abiertas todo el año. No se marchitan, ni mueren. Al igual que nosotros, se conservan siempre cómo el primer día... Al igual que nosotros, no cambian. Son hermosas, de la misma forma en que lo es una obra de arte. Y sin embargo les falta algo, lo más importante... Carecen de lo que ellos piensan que adolecen las suyas, porque las flores deben ser efímeras. Deben morir para renacer, de la misma forma en que ellos regresan a la carne. Los humanos son diferentes, su ciclo de la vida comienza y termina, pero el suyo fue el don más preciado: les otorgaron un alma. Y es ahí donde reside la verdadera Inmortalidad. Eso debe reconfortarnos cuando nos dejan, cuando mueren. Pero a la hora de la verdad nunca es así. No hasta mucho después, cuando el duelo termina y solo nos queda recordarlos. Recordarlos es lo único que podemos hacer por ellos —dijo acariciando la losa.


         Tras un largo rato sin decirse nada más, regresaron juntos a la casa. Él buscó a su hermano sin encontrarlo. Seguía en su habitación, entonces.
         —Está furioso conmigo… —susurró apenado, casi más para sí mismo que para la muchacha.
         —No está furioso —respondió ella—, está afligido. Más afligido de lo habitual, quiero decir.
         Le sorprendía la fuerza que tenía el vínculo entre ellos. Le sorprendía y también lo envidiaba un poco. Qué no hubiese dado por sentir así a sus hermanos, a Elariel. Era curioso cómo se sucedían a veces las cosas. Cómo encajaban, como las piezas de un puzle. Vörj y su don para manejar las emociones unido de aquella forma a Hylissa, percibiéndola como si se tratase de su propio ser. Era eso lo que le faltaba para dejar de pensar únicamente en sí mismo, para dejar que otra persona entrase ahí por fin, en el hueco vacío y yermo que Arikel había dejado. No al marcharse hace tiempo, era una grieta mucho más vieja que todo eso. Una grieta que se remontaba al principio y que siempre le había impedido sentir las cosas de verdad. Hasta ahora. Ahora las sentiría quisiese o no.
         Vörj había decidido respecto a Hylissa -si es que uno puede decidir su destino-, y él se permitía albergar esperanza por primera vez. Esperanza para su hermano y para la dulce mujer de ojos verdes.

         Las horas pasan muy despacio cuando esperas. Y Yeialel esperaba. Esperaba poder hablar con Vörj antes de embarcarse en todo aquello, pero él no salió de su habitación. No fue en su busca puesto que de haber querido hablar, no se hubiese escondido ahí dentro. Y ya estaba avanzada la tarde cuando por fin apareció.
         Realmente parecía afligido; el ceño aún más marcado de lo habitual y los hombros hundidos. Llevaba días sin dormir. Generalmente, no es que fuese algo que le resultase sencillo. Sin embargo ahora, ese rasgo suyo se había acentuado. Podía imaginarlo claramente en el balcón de su cuarto, apoyado en la barandilla, fumando un cigarrillo tras otro mientras pensaba en cómo disuadirlo. Y sabía que no lo conseguiría, por eso había retrasado el momento todo lo posible.
         —¿Vamos? —le dijo su hermano cuando fue a su encuentro.
         —Vörj…
         Quería decirle que lo sentía, porque era cierto. Sentía haber usado unos argumentos que nadie había usado nunca antes.
         —Está bien —repuso éste apoyando una mano sobre su hombro—, todo está bien, Yo. Tengo que confiar en ti, y lo haré. Siempre lo hago.
         Había calidez en sus palabras, y se sintió algo mejor. No completamente aliviado, pero sí algo mejor.
         —No puedo hacer esto sin ti —susurró refugiándose en su pecho—. No quiero hacer esto sin ti…
         Y su hermano lo abrazó con fuerza dejando todo atrás.

   
         Se tumbó en uno de los sillones del salón sin apartar los ojos de los de Emu, que lo miraba con aprensión. Su temple de acero se había venido abajo tras la conversación que mantuvieron en la habitación durante la noche. Se había rendido, pero eso no implicaba que no fuese a sufrir lo suyo teniendo que hacerse a un lado. Yeialel estaba acostumbrado a esa situación, habitualmente era la que le tocaba y, ciertamente, nunca había protestado. Por el bien común, siempre había alguien que tenía que irse, y otros que se quedaban atrás. Por el bien común, todos tenían que desempeñar su papel. Y ahora le resultaba extraño cambiarlos.
         Hylissa los dejó a solas a los cuatro subiendo a su cuarto. Debía sentirse ajena a ellos, percibiendo la ansiedad que se condensaba en el ambiente como la niebla en invierno. Le había explicado un poco lo que iban a hacer y ella, al igual que los demás, le había pedido que no lo hiciese. «No vayas», le dijo angustiada, «él no te dejará volver».
         Apartó los oscuros pensamientos de su mente tratando de concentrarse en aquel momento. Le tendió la mano a Vörj. Necesitaba estar en contacto con él, necesitaba estar todo lo cerca que podía estar de su vínculo; del vínculo que Vörj compartía con el sumerio, del vínculo que ellos dos compartían, el mismo que les unía al resto de sus hermanos excepto a uno, el que los miraba con preocupación cruzado de brazos en el otro extremo de la sala. Y sujeto a aquella mano firme, que tantas veces les había guiado a todos, tejió a su alrededor la energía necesaria para cubrirlos a ambos, separando con cuidado la esencia del sumerio, viscosa como la melaza. Tratar de sujetarla era como tratar de sujetar a una serpiente de agua. Resbaladiza y esquiva, rápida y sinuosa. Repugnante en todos los sentidos. Le costaba la vida misma no soltarlo, aferrarse a él con la fuerza con la que su hermano le sostenía de la mano. Podía sentirlo y Emesh lo sentía a él. Estaba allí, justo al otro lado. Cerca. Si alargaba la mano un poco más lo alcanzaría. Si cantaba la canción adecuada con la melodía correcta. Y eso fue lo que hizo.
         Y fue como sumergirse en un pantano, con la vegetación del fondo tirando de él hacia abajo. El agua turbia obstruyéndole la nariz y la boca, impidiéndole respirar, dejando el sabor de la corrupción tras de sí. Y la tormenta llegó, arrastrándolo sin piedad, soltándolo de la mano de Vörj, que lo llamó en la lejanía. Sabía que sucedería, puesto que su viaje era un viaje solitario. Un viaje a ninguna parte para enfrentarse a sus pesadillas. Las olas lo zarandearon, golpeándolo en ocasiones contra algo que le pareció vivo. Oscuridad y dolor.
         —Caminasueños… —susurraba la tormenta, con una voz ancestral y atávica llena de espantosos augurios—. Yeialel…
         Quedó sujeto al final a una especie de tela de araña, oscura y pegajosa. Tiró de ella con fuerza tratando de escapar, pero sin conseguirlo.
         —Caminasueños… —susurró de nuevo la voz. Y fue como si lo acariciasen con un millar de cuchillas afiladas. Y supo que ella provenía de su interior. Había anidado allí, enraizándose a su corazón, llenándolo de desesperanza. Ella era ahora parte de él, y sabía lo que él sabía. Era por eso por lo que lo llamaba por su nombre, algo que le abrió la puerta de par en par. Los pensamientos de ambos se mezclaron, y ya no supo dónde empezaban los suyos y terminaban los de ella. Y se los fue arrancando uno a uno, con la dureza de un látigo.
         —Pronto dejarás de ser, Caminasueños… Pronto ya no serás… nada.

         Estaban a solas los dos y tuvo miedo. Miedo de no estar a la altura… Miedo de no ser capaz.
         Oscuridad y dolor… El mundo se llenó de ambas cosas, hasta que no quedó nada más.
         Oscuridad y dolor.