Capítulo 3





El tercer día



       El forense se hizo de rogar y, cuando apareció, casi a media mañana, vomitó hasta las primeras papillas. Fueron Paul y ella quienes tuvieron que hacer prácticamente todo el trabajo, metiendo los cuerpos en las bolsas, mientras aquel hombre sudaba y se tapaba la nariz y la boca con un pañuelo blanco perfectamente planchado. En su defensa cabía decir que era bastante joven, y que aquello era algo que por fortuna no se veía todos los días.
       —Voy a llevarlos al hospital del pueblo para que se pongan con la autopsia —él había llegado a la misma conclusión: sólo una.
       —Pasaremos a última hora de la tarde para ver si tienen el informe.
       Asintió, se subió al coche y se fue.

       La policía había establecido turnos de vigilancia en la zona para evitar que alguien más entrase sin permiso.
       —¿Has hablado con Julian? —le preguntó a Paul.
       —Sí. Hace lo que puede, pero antes o después vendrán. Y sinceramente, Becca, no creo que vayan a mandar a los federales.
       Julian les había prometido tiempo para trabajar. Tiempo sin los federales, o... sin el ejército. El viejo estaba al mando de una organización privada que, ocasionalmente, trabajaba para el gobierno de forma encubierta. Y cuando trabajas para el gobierno de forma encubierta no existes, y nadie salvo tú mismo se preocupa por lo que pueda sucederte. La parte buena es la libertad de acción. La parte mala... Bueno, todos sabían cual era. Se dirigieron hacia dónde Josh y Emma estaban trabajando.

       Emma iba de un monitor a otro comprobando los rollos de papel impreso, que se extendían cubriendo ya buena parte del suelo. Toda la zona estaba llena de cables y ganchos que sujetaban los cables, y de aquella especie de antenas que habían clavado a lo largo y ancho de la grieta. La mujer negaba con la cabeza, frenética, con un lápiz en la boca que solo se quitaba para hacer una marca en la libreta de su mano cada cierto tiempo. Josh estaba completamente absorto asegurándose de que todo funcionaba a la perfección.
       —¿Cómo vais? ¿Tenemos algo?
       Emma levantó la vista de los papeles, reparando en su presencia.
       —Podría ser cualquier cosa... Una bilocación salvaje, un fenómeno de Jotts, una hipnosis colectiva... —se pasaba la mano libre por el pelo, nerviosa, tratando de no mirarla a los ojos. La aversión que sentía hacia la dulce mujer era mutua.
       —Vamos, que no tienes ni puta idea...
       —Yo no he dicho eso... —contestó a la defensiva apretando los labios.
       —Pues es exactamente lo que yo he oído.
       —Becca...
       Joder. Miró a Paul que supo exactamente lo que estaba pensando: no soportaba que ella la llamase Becca. Paul la llamaba así. A veces, Gary la llamaba así. Hacía muchos años que los tres se conocían. Pero no podía soportar que ella se tomase esa pequeña confianza. Paul la miraba con una mezcla de diversión y compasión. Una mezcla a partes iguales. La diversión era para ella, la compasión para Emma.
       —... Es igualmente un supuesto teórico que se emplea en el cálculo complejo de ecuaciones con varias incógnitas de indeterminaciones; por ejemplo, en física cuántica.
       Ella había seguido con algún tipo de explicación que le importaba una mierda. La dejó hablando sola y caminó unos pasos hasta la grieta. Escuchó a Paul a su espalda.
       —No seas así, Becca. No es justo que la aprietes tanto.
       —Lo que no es justo es que tengamos que cargar con ellos. ¿Quieres jugarte algo a que no sabremos absolutamente nada nuevo de toda esa parafernalia que han traído?
       —Probablemente. Pero Julian quiso que viniesen, y lo que quiere el viejo está escrito en piedra.
       —Pff.
       Sí, así era.
       Se agachó para ver mejor el agujero. Tenía unos cinco metros de profundidad, y podía bajar sin problemas por un lateral.
       —¿Un café?
       Gary estaba tras ellos con una bandeja de donuts y unos cafés que olían de miedo. Se levantó y cogió uno de cada. Paul cogió café y rechazó el donut. Él tenía mucho mejor aspecto. Se notaba que, al menos, había dormido. Así era Gary. Nada le quitaba el sueño. El hombre de hielo estaba de vuelta. Le hizo a Emma un gesto con la mano para que se acercase, y ésta vino acompañada de Josh.
       —Voy a bajar —les dijo a todos.
       —¿Cómo? —Emma se tensó apretando su vaso—. Hay que esperar un poco, las lecturas...
       —No podemos esperar. Mandarán a alguien enseguida y entonces ya no podremos bajar ahí. Entonces ya no podremos hacer nada de nada, ¿entiendes?
       —Lo que entiendo es que tengo trabajo que hacer 
si tú me dejas, y que si no lo hago, podríamos bajar ahí y terminar en a saber dónde. Esa grieta podría ser un punto abierto. Una puerta. ¿Quieres cruzarla sin saber a dónde nos va a llevar? —ella guardó silencio pensando en lo que la mujer decía—. ¿No? Bien, era lo que suponía.
       Maldita sea. Dudaba de que las máquinas fueran a decirles nada, pero tampoco quería precipitarse.
       —Tienes hasta mañana, Emma. Mañana bajaré.
       —Bajaremos —la corrigió ella, recibiendo como premio la expresión horrorizada de Josh, que ignoraba si se debía a imaginar a Emma bajando, o a imaginarse a sí mismo descendiendo rumbo a aquella inquietante puerta abierta.
       Las dos eran igual de obstinadas. Quizá por ello chocaban de esa forma, como dos trenes que se cruzan en la misma vía a toda pastilla. Paul le lanzó una mirada que decía claramente que meterse en el agujero le apetecía tanto como triturarse los dedos con una picadora de carne, pero su silencio daba a entender que respaldaba su decisión. Sí, ambos odiaban las cosas que no podían entender, pero ese era su trabajo. Y alguien tenía que bajar allí... Y bueno, Paul no la dejaría sola, porque nunca lo hacía. Del mismo modo que ella no lo dejaría solo a él.
       "Pasa a la sala, le dijo la araña a la mosca. Oh, no. No, no me lo pidas más, porque aquel que baja no regresa jamás."
       Un escalofrío le recorrió la espina dorsal.
       Terminaron de desayunar en un silencio tenso, y Emma y Josh volvieron a sus aparatos.
       —Paul y yo iremos ahora a casa de los Hutcherson —dijo mirando a Gary—. Quiero hablar con ese hombre. Y también con el crío, si él me lo permite.
       —Yo me quedaré por aquí —contestó él asintiendo.

       El pueblo parecía un pueblo fantasma. No había mejorado demasiado a la luz del día. La gente permanecía encerrada en sus casas y los curiosos, que al parecer se habían agolpado durante aquellos dos días allí, en la zona, ahora habían desaparecido. Los rumores se habían extendido como la pólvora. Bueno, los rumores siempre eran así de rápidos, especialmente cuando uno tiene cierto interés en que las cosas no trasciendan. Pero los hechos habían sucedido cuando ellos aún no habían llegado y se habían propagado como el fuego. Todos habían corrido de un lado a otro como pollos sin cabeza, y ahora sólo quedaba esperar. Esperar a ver qué sucedía a continuación. Y rezar para que eso le sucediese al vecino de al lado, y no a uno mismo.

       Los agentes les habían dicho dónde encontrar la casa de la familia Hutcherson. En un pueblo pequeño todos se conocen. Ella detestaba esa familiaridad. El saludar a los demás cuando te los cruzas por la calle. Asistir a las barbacoas y fiestas de cumpleaños. Toda esa parafernalia.
       —¿En qué estás pensando? —preguntó Paul, mirándola con aquella mueca que era en realidad un asomo de sonrisa—. Parece que hayas pisado una mierda.
       —Pensaba en la agradable vida en los pueblos.
       Llegaron al mustang y le tiró las llaves al irlandés, que las cogió al vuelo.
       —Si por agradable te refieres a agradable como un herpes en los genitales... —dijo éste mientras abría la puerta y se metía dentro. Ella hizo lo propio. La casa no estaba lejos, pero ninguno de los dos tenía ganas de andar ni cinco pasos de más.
       —Me refería exactamente a eso —respondió mientras apoyaba, de nuevo, la cabeza en la ventanilla. La espantosa jaqueca que sufría al salir de casa sólo había ido a más. Había algo en ese pueblo. Algo que se escondía en la grieta, bajo tierra. Algo siniestro que le oprimía la garganta y el corazón y que le impedía respirar…
       —¿Te encuentras bien? —le preguntó Paul frunciendo el ceño con preocupación.
       —Siento una ansiedad creciente desde que hemos llegado aquí. Es algo extraño, Paul. Algo oscuro y perverso. Me rodea, me sigue como una nube tóxica allí a dónde voy, se me mete en la boca y bajo la pielLo siento en el pecho, en las yemas de los dedos, en la lengua… Es como intentar nadar en alquitrán fundido. Aquí hay algo horrible a punto de estallar. No se trata de una intuición, es algo tangible, real. Es mucho más que una sensación, distinto a cualquier otra cosa que haya sentido antes... Mierda, no sé cómo explicarlo para que lo entiendas ­—repuso frustrada.
       —Yo no he notado nada, pero no me hace falta para saber que es cierto: aquí hay algo. Algo perverso, sí —él la miraba inquieto, pensando, sin duda, en los dos chavales que habían metido en bolsas.
       —Vámonos —dijo Rebecca cerrando los ojos, tratando de mitigar el palpitante dolor que se agolpaba en las sienes y el constante goteo de imágenes escabrosas. Quizá desayunar no había sido tan buena idea, después de todo. Quizá sus filtros para separar las cosas no eran tan fiables como ella pensaba... Ése pueblo. Ése puñetero pueblo y lo que había bajo la enorme grieta, palpitando al ritmo de un corazón. Es posible que, de creer en el infierno, lo hubiese imaginado así. Con la forma serpenteante de una brecha hendida en la misma tierra. Abierta, como una oscura y macabra sonrisa. Respirando el aire que le faltaba a ella.
       Viva.

       Despertó cuándo Paul la zarandeó con suavidad.
       —Se te cae la baba. Hace cinco minutos que nos hemos metido en el coche...
       —Sólo puedo pensar en meterme en la cama —y si la dejaban, es posible que lo hiciese muy pronto.
       —Sí, necesitamos dormir urgentemente —él también estaba agotado. Todos lo estaban—. Hablamos con ésta gente, comemos algo, y si no hay nada nuevo nos vamos al motel.
       Bajaron del coche y cruzaron la valla y el jardín hasta la puerta de los Hutcherson. Sobre el césped, perfectamente cortado, había una bicicleta. Paul también la miró al pasar, probablemente pensando lo mismo que ella. Que ese crío era el crío más afortunado de aquel jodido pueblo.
       Se quedaron ante la puerta unos instantes.
       —¿Sabes lo que necesitaríamos, Paul? —él la miró con interés, arqueando una ceja—. Alguien que se encargue de hablar con la gente. Alguien que haga estas mierdas, en lugar de una parapsicóloga. Quizá una psicóloga a secas.
       A ninguno de los dos les gustaba tener que hacerse cargo de aquello. La gente que pasa por situaciones así tiende a desmoronarse, y ellos no eran los más adecuados para tratar con emociones, que se diga. Por eso prefería mil veces tratar con cadáveres. Ellos no se desmoronaban. Ni tenían ya emociones de ningún tipo.
       El irlandés la miró y asintió en un intento de infundirle valor. Rebecca carraspeó para aclararse la garganta y llamó a la puerta.
       Al momento, escucharon unos pasos que se acercaban desde el otro lado.

       Fue un hombre alto el que abrió. William, le habían dicho que se llamaba. Rondaría los cuarenta y cinco, con el cabello castaño ligeramente largo y rizado, que se levantaba por ciertas zonas despeinándolo. Algo que le recordó inmediatamente a Paul y que hizo que sintiese una simpatía instantánea por él. Sus grandes y oscuros ojos tenían un brillo inteligente.
       —Ya hablé anoche con la policía —su tono era seco, indicando que no estaba dispuesto a pasar de nuevo por lo mismo. Sí, para su sorpresa, aquel tipo le cayó bien.
       —Lo siento, señor Hutcherson —le dijo mostrando la identificación—, nos gustaría hacerle unas preguntas rápidas. Y hablar con su hijo, si fuese posible.
       —Eso no va a suceder —respondió ignorando la mano alzada ante él.
       —Serán solo unos minutos, se lo prometo —añadió Paul con voz conciliadora.
       Él hizo una mueca tensa y se apartó para dejarlos entrar.
       Pasaron hasta un salón bastante amplio y les hizo un gesto para que tomasen asiento. Paul y él se sentaron en las sillas que rodeaban una gran mesa, y ella permaneció de pie.
       —Mi mujer está descansando —dijo con aire hastiado—, el doctor ha tenido que darle un calmante y preferiría no despertarla... Conocemos a esos críos desde que nacieron, ¿saben? Y a sus padres desde muchísimo antes. Han estado sentados aquí mismo en infinidad de ocasiones. Han dormido en la habitación, con mi hijo, y hace cuatro años pasaron la varicela los tres a la vez —paró a coger aire y respirar hondo. Ni Paul ni ella supieron qué decir, así que se quedaron callados esperando a que se recompusiese—Bien, ustedes dirán.
       —De acuerdo. Voy a hacerle unas preguntas concretas, y quiero que piense muy bien las respuestas. Aunque le resulten extrañas —hizo una pausa, esperando a que el hombre asintiese para continuar. No parecía sentir ninguna curiosidad o expectación por la clase de preguntas que iba a responder, pero asintió igualmente, dispuesto a deshacerse de ellos de la manera más rápida posible—. ¿Ha sentido o notado algo raro durante estos días?
       —Bueno, como ya le dije a la policía, no he notado nada diferente, aparte de lo obvio —dijo resoplando con impaciencia.
       —Olvídese de todo el asunto y piense en... estados de ánimo. Sonidos extraños, olores. Comportamientos insólitos en sus vecinos o familiares... Algún detalle fuera de lo común que haya podido pasar por alto achacándolo a otra cosa.
       El hombre meditó la respuesta durante un tiempo que se les hizo eterno. Eso era bueno, significaba que se lo estaba tomando en serio.
       —Mi hija no ha dejado de llorar desde que todo empezó, y no es un bebé que llore con frecuencia. El perro de los vecinos se dio a la fuga aquella misma mañana. Puede que no suene raro, pero yo vi como Walt abría la verja y el animal salía desbocado como si lo persiguiese el diablo. Pensé que iba a morderle, estaba fuera de sí. En aquel momento aún no sabíamos nada, pero es evidente que el bicho sí. En cuanto a estados de ánimo... —se detuvo unos instantes buscando las palabras—. Siento una ansiedad que no es propia de mí. Pensarán que es debido a los recientes acontecimientos, pero no es eso. Es una sensación extraña. Extraña por ajena. No sé expresarlo mejor, lo siento...
       —Esa ansiedad, ¿diría que proviene de usted, o de fuera? —Paul lo miraba fijamente.
       —Eso es. Diría que proviene de fuera. Siento una ansiedad en mi interior que no es mía. Está aquí, rodeándolo todo. Va y viene, a veces es más intensa, y a veces casi ha desaparecido, pero siempre está aquí. Siempre desde que todo empezó. Desde el mismo instante en que abrí la puerta para recoger el periódico por la mañana, y vi a ese maldito perro salir disparado como si estuviese compitiendo en un canódromo... Algo se ha instalado aquí, en el pueblo, algo espeluznante y diabólico. Lo siento en las tripas.
       Hicieron una pausa en la que Paul y ella se miraron significativamente. Sí, era exactamente eso lo que sentía desde que había llegado al pueblo. Exactamente eso...
       —¿Ha hablado de esto con alguien más? ¿Alguien que sienta lo mismo que usted? —Paul hablaba sin apartar los ojos de ella.
       —No he comentado esto con nadie. La gente ya está bastante asustada, especialmente tras lo de los chicos —dijo apretando los labios.
       —Señor Hutcherson...
       —Llámeme Bill.
       No iba a llamarlo Bill. No iba a cruzar ninguna línea en la que pudiese establecer cualquier tipo de confianza o vínculo, por pequeño que éste fuese.
       —Señor Hutcherson, ha sentido alguna... ¿necesidad? Algún fuerte y... extraño deseo... poco habitual...
       —¿Se refiere a si he sentido la necesidad de comerme a mi familia, agente? —preguntó asqueado.
       Oh, joder. Cerró los ojos, deseando con todas sus fuerzas retroceder en el tiempo para que aquella información no hubiese cruzado la maldita cinta amarilla.