Capítulo 4




Como decía Bob Dylan...



       —Cuándo uno tiene muchos cuchillos y tenedores es inevitable que termine cortando algo —recitó Paul, refiriéndose a la situación general mientras se llevaba la hamburguesa a la boca. Ella asintió robándole una patata de su plato.
       Habían salido de casa de los Hutcherson habiendo convencido a Bill de que le hiciese un favor a su familia y a sí mismo, metiéndolos a todos en el coche y llevándoselos lejos. Irían a casa de su hermana Lizzy, en Toronto. Probablemente los de operaciones especiales se presentarían en cualquier momento, como elefantes en una cacharrería, y ellos ya sabían muy bien de lo que eran capaces... Lo vieron de primera mano en Panamá. Se alegraba de que el hombre hubiese puesto tierra de por medio cuando llegasen al pueblo para invadirlo por la fuerza.
       Suspiró agotada y se frotó los ojos con la mano. Necesitaban dormir. Llevaban despiertos más de veinticuatro horas, y eso sin contar la noche de mierda que ambos habían pasado antes de salir de Nueva York. También necesitaba una ducha. No sabía que escogería primero al llegar a la habitación... La cama. Joder, la cama. La ducha podría esperar un poco más. Esperar; se sentía impotente simplemente esperando. Esperando a que Emma diese con la solución a todo aquello. Esperando a que la ansiedad remitiese. Esperando que no sucediese nada nuevo y espeluznante. Esperando, esperando, esperando.
       Mientras esperaba, la camarera trajo de vuelta su bistec. Sí, ahora sí. Sangriento como el infierno, como a ella le gustaba.
       —Gracias.
       Ella la miró como si hubiese escupido en la comida. Aunque claro, era lo que, al parecer, había hecho al pedir otro puto bistec. Iba a añadir algo al respecto, pero lo pensó mejor y se calló dejándola regresar a su imperio tras la barra, completamente ofendida. Era el sitio más cercano para comer y no le apetecía nada tener que buscarse otro. Cortó un pedazo de carne y se lo llevó a la boca. Sí. Ahora sí. Cerró los ojos mientras lo saboreaba, dejando a un lado aquella jodida sábana y lo que había bajo ella.
       —Eso es repugnante —podía sentir la mueca de asco en la cara de Paul.
       —Es delicioso. Deliciosamente extraño, teniendo en cuenta que esto es un cuchitril. Una deliciosa sorpresa —siguió diciendo sin dejar de masticar—. Estoy muerta de hambre...
       —Si no hubieses mandado el primero de vuelta ya habrías terminado de comer.
       —Si quisiese comer un pedazo de carne seca que me recuerde a la suela de un zapato sería exactamente eso lo que hubiese pedido, en lugar de un bistec que sangre. ¿Ves esto Paul? —le preguntó señalando la carne mientras se cortaba otro trozo—. Es sangre. Mi bistec sí sangra ahora.
       —Asqueroso.
       —Perfecto.
       —La historia de nuestra vida.
       Y se echaron a reír.
       Terminaron de comer y le hizo un gesto a la camarera para que les sirviese el café. Una bazofia aguada y decepcionante, pero pidió que les dejase la jarra. Iban a necesitar mucho café. Litros y litros de aquí a la noche.
       —Rebecca... —Paul se removió incómodo en la silla, rehuyendo un instante el contacto visual—no me gusta nada la idea de bajar por esa grieta.
       —¿Tienes una mejor? —le preguntó arqueando una ceja—. Soy toda oídos.
       —Mierda, no. No tengo ninguna mejor. ¡Es más, ni siquiera tengo una peor! —exclamó malhumorado, pasándose distraídamente la mano por el pelo tratando de apartárselo de los ojos, intentando, sin conseguirlo, que se mantuviese en su sitio—. Pero no me gusta. No me gusta nada.
       —Oye, lo sé... —apuró el café intentando auto-motivarse—. Sé que es una idea horrible... Pero alguien tiene que hacer el trabajo sucio, por eso estamos aquí. Ahí abajo hay... algo.
       —Bueno, eso es precisamente lo que me preocupa, ¿sabes? El "algo". Los algos nunca son buenos. Ni siquiera son regulares. Siempre son jodidamente malos. Y éste algo en particular se asemeja más de lo que me gustaría admitir a las siete plagas de Egipto, ¿me sigues?
       —Las diez —lo corrigió, dejando que una sonrisa se descolgase por la comisura de sus labios.
       —¿Cómo dices? —y el rizo rebelde volvió a caer sobre su ojo izquierdo. Y la sonrisa se hizo algo más grande.
       —Digo que fueron diez las plagas de Egipto, no siete.
       —Bueno, pedantilla sabionda —dijo Paul resoplando con fastidio—, después de las siete primeras habría que preguntarles si les importaban una puta mierda las tres restantes.
       Pasaron un buen rato así, halando de cosas importantes, y también de cosas intrascendentes. Mezclándolo todo sin orden ni concierto. Más o menos como siempre. Haciendo tiempo para pasarse por el hospital a leer el informe del forense. Bebiendo café. El local estaba vacío 
y así había estado desde que ellos entraron–, y sentía los ojos de la camarera fijos en su nuca cuando Paul miró el reloj y le hizo un gesto para que les trajese la cuenta. Ésta regresó rápidamente dejando la nota frente a ella. Paul llevó la mano hasta su cartera y Rebecca se lo impidió negando con la cabeza.
       —Me toca a mí.
       —Es verdad —dijo con aquella adorable sonrisa suya. Aquella sonrisa que hacía que las camareras siempre fuesen amables con él. La misma que podía hacer temblar las rodillas de cualquier chica. Puto irlandés, pensó divertida.

       Eran cerca de las siete. Habían hablado con Gary, que les había dicho que todo seguía igual: tranquilo y sin novedades. Ya habían decidido que por la noche los aparatos se quedarían a solas, haciendo su trabajo. Los agentes seguían vigilando la zona y ellos harían bien en descansar mientras pudiesen. Bueno, pensaba irse a la cama en cuanto saliese del hospital y esperaba que las cosas se mantuviesen así: tranquilas y sin novedades.
       Al llegar allí estuvieron un buen rato esperando al médico forense encargado de la autopsia. No dejaba de ser curioso que ambos se sintiesen mucho más cómodos en aquel lugar frío, la morgue de un hospital, que entre las cálidas y alegres gentes de un bonito pueblo de Indiana, propuesto, tal y como les había contado con todo lujo de detalles la camarera 
aunque sus orgullosas explicaciones iban más dirigidas a Paul que a ella como candidato a "Pueblos con Encanto". Un distintivo que, en su opinión, ese año ya no iba a llegar...

       El forense resultó ser un hombre entrado en años, que debería estar retirado pero que, evidentemente, no lo estaba. Los miró por encima de sus gruesas gafas de pasta con un ojo, mientras que con el otro le echaba un vistazo a un montón desordenado de papeles que llevaba en las manos. Por suerte para él, parecía tener mucho más empaque que el hombre de Bloomington, además de un millón de años más.
       —Supongo que querrán una copia —les dijo en un tono seco.
       —Supone usted bien —contestó Paul.
       Ambos se miraron unos segundos, y él rebusco entre todo aquel caos. Extrajo un sobre amarillo y se lo entregó.
       —Louise Milton, nueve años. Causa de la muerte: insuficiencia respiratoria. Es lo que pasa cuándo el estómago está lleno y se sigue comiendo. Falta de aire y asfixia —explicó, al ver la expresión de sorpresa que debió aparecer en sus caras—. Tengo que admitir que nunca había visto algo así. Y como podrán deducir, he visto muchas cosas en todos estos años. Nuestro cuerpo está diseñado para que esto no suceda jamás. Sin embargo... lo más extraño no es eso, —continuó—el muchacho padecía una colecistitis aguda. Pero lo extraño de verdad 
además de que no tiene edad de padecer nada semejante es que casi podría jurar que su vesícula biliar estaba limpia como una patena ayer por la mañana. Y hoy estaba tan inflamada que hubiese muerto igualmente en cuestión de horas. En cuanto a su estómago...
       Sus ojos descendieron de nuevo a los papeles, y Rebecca decidió que no quería oír en voz alta lo que ya sabía.
       —Ya conocemos los detalles —atajó levantando una mano—, pudimos examinar los cuerpos antes de que los trajesen. Los dos cuerpos.
       —Bien, sí. En ese caso, eso es todo —replicó con voz gélida—. Si tienen alguna duda, lean el informe.
       Y así dio por zanjada la conversación, dejando claro que esperaba no tener que volver verlos, ni a hablar con ellos nunca más.

       Pasaron de comprar la cena y sacaron algunas de esas chocolatinas de máquina del hospital. La cama los llamaba con cantos de sirena.Y tras hablar de nuevo con Gary y comprobar que Emma había cedido en lo de dejar que los aparatos trabajasen sin ella, decidieron que era un buen momento para irse de cabeza al sobre. De camino repasó el informe sin encontrar nada nuevo o inesperado.
       El motel era el típico, de habitaciones adosadas que dan al exterior. La suya y la de Paul estaban pegadas la una a la otra, algo muy cómodo, puesto que siempre iban juntos a todas partes. También se hallaba muy cerca de dónde estaban trabajando. Se despidieron ante sus respectivas puertas sin ceremonias, y una vez en el interior respiró hondo. Se quitó la chaqueta fina que llevaba para disimular las armas, soltó las fundas de éstas aliviada y las dejó sobre la mesilla de noche. Se lavó los dientes, se desnudó y se dio una ducha helada. Ducha. Al final ganó la ducha. Sólo pensaba en la cama, pero se sentía asquerosamente sucia y necesitaba aquello.
      Después, por fin, se deslizó entre las sábanas. Y se quedó dormida antes de que su cabeza tocase la almohada.

* * *

       Lo primero que sintió fue el desagradable tacto de la tierra arañándole los pies. Cuando bajó la mirada se dio cuenta de que estaba desnuda, caminando por la calle que llevaba hasta la grieta. Desde allí podía ver el cordón policial; la delgada línea amarilla que suele separar el reducido espacio que hay entre la cordura y la locura. Quiso detenerse, pero le resultó imposible. Sólo podía seguir andado. Andar y andar, clavándose las piedras en las plantas de los pies. Aquella ansiedad que la había acompañado durante todo el día había crecido, se había convertido en una especie de vibración que se amplificaba al acercarse más a la brecha. Tuvo que detenerse a pensar si esa vibración provenía de ella o del interior de la tierra, y no supo decidirse. Creció de una forma dolorosamente abrumadora al llegar al centro de la grieta, la parte más ancha, por dónde ella quería descender. Y lo haría. Joder si lo haría. Lo haría ahora mismo.
       Bajó sujetándose a las raíces, que sobresalían de la inestable pared como miembros amputados. Y la vibración aumentó hasta sentirla en los huesos. En el tuétano. En lo más profundo de sí misma. La sintió en el pecho, en la garganta, en la cabeza, y también en los dientes, que entrechocaban unos con otros. Y siguió avanzando sin poder detenerse. O sin querer hacerlo.
       Y pese a la oscuridad, supo encontrar el camino con facilidad. Como si lo hubiese recorrido un millón de veces. Y supo que no estaba sola. Había más gente con ella. No avanzaban, ellos ya estaban allí, esperándola. Y por encima de todo lo demás, su presencia. Una presencia femenina claramente definida. Cálida, reconfortante como una manta en una noche de invierno. Una presencia que la llamaba. Y quiso correr hacia ella.
       Y lo hizo.
       Hasta llegar al mismo centro de todo. El principio de todas las cosas. De la vida y de la muerte. Donde ambas giraban bailando desenfrenadamente sin detenerse. Y allí estaba ella. La buscó, intentó localizarla con la mirada sin conseguirlo. Siempre escapaba de su campo de visión, escurriéndose antes de que pudiese alcanzarla. Hasta que se dio cuenta de que, quizá, no podía verla porque ella se hallaba en su interior. Estaba en todas partes, incluso allí. Especialmente allí. Y, por primera vez, se sintió plena. Era como albergar una vida. Algo importante.
       Hasta que llegó el dolor.
       El dolor que la desgarraba desde dentro.
       Sin dejarla respirar.
       Cayó de rodillas, doblándose sobre sí misma, jadeando. Temblando descontroladamente. Intentando expulsar aquello que la estaba partiendo en dos desde la cabeza hasta los pies. Y abrió la boca en una náusea convulsa y un montón de gusanos cayeron al suelo. Y siguió boqueando, sintiéndolos reptar por su esófago. Y caían más y más. Hasta que empezaron a devorarse entre ellos con la ferocidad salvaje con la que un león devoraría a una cebra. Otra bocanada más cayó cuando intentó gritar con todas sus fuerzas, pero sólo consiguió dejar salir el poco aire que le quedaba. Rodó por el suelo en un intento de recuperarlo, sin conseguirlo. Clavó los dedos en la tierra con fuerza.
       Y fue cuando tuvo la absoluta certeza de que iba a morir cuando lo vio. Aquel enorme diapasón. El diapasón que marcaba el ritmo que emitía aquella horrible vibración. Hundido en las entrañas de aquella grieta, semienterrado, pero latiendo con la fuerza de un enorme y extraño corazón. Metálico y orgánico a partes iguales.
      Y exhaló un último suspiro.

* * *

       Despertó al escuchar los golpes en su puerta. No eran simples golpes, se corrigió; alguien la estaba aporreando con ganas.
       —¡Paul!
       Era Rebecca. Quien si no intentaría despertarlo echando la puerta abajo.
Se levantó, se puso los pantalones sin molestarse en abrochárselos y abrió. Entró como un huracán, cayendo sobre él sin apenas darse cuenta, con los ojos desorbitados, el pelo revuelto y la boca desencajada en una mueca de terror.
        —Oye —dijo asustado, tratando de sujetarla por los hombros sin conseguirlo—, ¿estás bien?
       —Joder, Paul, ¿tengo aspecto de estar bien? Estoy todo lo contrario a estar bien, mierda. ¡Coño, estoy a un millón de años luz de estar bien!
       Se paseaba por la habitación histérica. Caminaba de pared a pared como si no pudiese parar, temblando y frotándose los brazos con violencia, como si tuviese frío y pudiese prenderse fuego con aquel simple roce. Un breve y desagradable recuerdo de sí mismo y tiempos pasados lo asaltó por un instante y lo hizo a un lado, apartándolo a aquel rincón de su mente cerrado con llave. Y francamente, ver a Rebecca en aquel estado era mucho más extraño que si se hubiese presentado en su puerta bailando claqué acompañada por toda una banda de jazz. Extraño de una forma aterradora.
       —Vale, porqué no tratas de tranquilizarte y me cuentas lo que...
       —¡Tranquilizarme! ¡Maldita sea, Paul, dime como coño me puedo tranquilizar porque, sinceramente, veo complicado que eso suceda en las próximas décadas…! —se detuvo en seco fuera de sí y se giró hacia él, mirándolo fijamente—. Paul, ¿sientes eso?
       No sentía nada. Nada además de la creciente sensación de pánico que le provocaba verla enloquecida de aquella manera, claro.
       —No sé a qué te refieres, Rebecca...
       —¡Esa vibración! Esa jodida vibración... —sus ojos se desviaron a la puerta, aun abierta—. Está por todas partes, Paul… ¡Por todas partes!
       Se dirigía a cerrarla para evitar el alboroto cuando lo escuchó. Un disparo. Muy cerca de allí.
       —Déjame adivinar de dónde ha venido —dijo con sarcasmo.
       —La grieta... —el cambio fue instantáneo y ella pareció volver a ser ella de nuevo. El frío autocontrol se impuso al terror irracional; la profesional estaba de vuelta. La crisis había durado un minuto exacto. Y, joder, pensaba restregarle aquel pequeño instante de debilidad... el resto de su vida. Y tuvo que esforzarse para no reírse a carcajadas como si hubiese perdido el juicio, porque no había nada hilarante en un disparo en mitad de la noche. Más bien todo lo contrario. Se puso la camiseta y cogió sus armas. Fue al girarse para hacer un comentario mordaz cuando se dio cuenta de que estaba hablando solo. Rebecca se había ido, había regresado a su habitación, imaginó. Se había presentado allí sin pantalones, llevando únicamente una camiseta y la ropa interior, y sospechaba que ni se había dado cuenta.
       Cuando salió, ella ya estaba en la puerta, vestida, ajustándose la funda de la glock en el costado, con las llaves del mustang en la boca. Corrieron al coche y Rebecca lo condujo como un misil scud con el temporizador enloquecido, lo que contribuyó a crispar aún más sus nervios ya perjudicados. Llegaron en menos de cinco minutos desde que sonase el disparo. Vieron el cuerpo de uno de los agentes en el suelo, y el otro... El otro estaba de pie, ante ellos, con su arma metida en la boca. Los miró con los ojos muy abiertos, como si no esperase a nadie y lo hubiesen pillado haciendo algo malo. Y disparó.
       Joder, simplemente apretó el gatillo sin más y cayó al suelo como un muñeco de trapo.
       Se bajaron del coche y corrieron hacia ellos. Estaban muertos. Los dos. El hombre que se había quitado la vida frente a las luces de los faros del mustang había matado a su compañero, el arma de éste no había salido de la funda de su cadera.
       —Mierda —susurró Rebecca, que estaba en cuclillas con los dedos metidos en el cuello del tipo intentando buscar un pulso inexistente.
       Se agachó a su lado, sacó la pequeña radio que llevaba el agente encima y pulsó el botón.
       —Agente abatido. Repito. Agente abatido. Cambio.